Relato: Indicios de perdición

 Relato inspirado en la historia de Warcraft:

Me llamo Iliana y voy a contar la experiencia más horrible de mi vida, de cuando era una aprendiz de hechicera y tenía sólo quince años de edad. Estaba una noche en mis aposentos, después de haber atendido mis enseñanzas con mi anciano maestro Nóridas, estudiando tumbada en mi cama. Intentaba poner todo mi interés en los textos del gran tomo de magia que tenía en ese momento entre mis manos para llegar a ser una gran hechicera cuanto antes.


Era una chica llena de energía. Sin embargo, no tardaba en cansarme de las runas. Sin ninguna gana de echarme a dormir, casi cada noche me desprendía del camisón para equiparme con mi capa encapuchada y mi bastón mágico y me escapaba para recorrer las calles de la gloriosa Dalaran, la ciudad de los magos. Me encantaba vagar entre las enormes torres y subir a lo alto de los muros exteriores para imaginar las cosas interesantes e increíbles que podría haber fuera de Dalaran. Nunca tuve la oportunidad de salir de esa urbe. Había oído y leído historias del exterior. Historias sobre aventuras de algunos guerreros legendarios como el paladín Uther el Portador de Luz y criaturas maravillosas como los hermosos elfos, los rudos enanos, nos nobles y majestuosos grifos… Aunque también había otras historias monstruosas sobre orcos, trolls, dragones… A pesar de eso, quería ver el mundo exterior, quería ver con mis propios ojos a los elfos. ¡Y hasta a alguno de esos enormes y terroríficos reptiles alados! Quería surcar los cielos a lomos de un grifo, como hacían los enanos. El mero pensamiento me excitaba enormemente. Había oído descripciones sobre aquellos seres y muchas veces me imaginaba cómo debían ser. Pero no era suficiente.
Había oído también a tantas mujeres hablar sobre el príncipe Arthas, sobre lo valiente y gallardo que era, que me moría por visitar Ciudad Capital. La mayoría de las mujeres que conocí le adoraban como a un héroe, y muchas de las chicas más jóvenes, incluso sin haberle visto en persona, suspiraban por él. Habría sido tan emocionante ver al príncipe con mis propios ojos…
Aquella noche decidí dirigirme a la gran biblioteca para curiosear los volúmenes, y entre los numerosos hechiceros que estudiaban allí hasta altas horas de la noche, me sorprendió encontrar a mi maestro, hablando con otro mago encapuchado de negro atuendo.
No pude resistir la tentación de espiar. ¡Dioses, era superior a mis fuerzas! Adoraba utilizar la magia para hacerme invisible y escuchar conversaciones ajenas. Pero ya había sido descubierta en varias ocasiones, y el propio Nóridas le pidió con severidad que dejara de hacerlo. No es fácil escuchar las conversaciones de los magos sin ser descubierto. Y el interés por saber quién era el encapuchado desconocido no disminuía mi curiosidad precisamente.
Debido al riesgo, en aquella ocasión me mantuve a mayor distancia que de costumbre. Algo en el encapuchado negro me daba mala espina.
“¿Será su lúgubre atuendo?”, me pregunté. Eran extraños los colores tan oscuros entre los magos.
Debido a la distancia y el tono confidencial con el que ambos magos dialogaban, no pude oír nada. Deseaba acercarme más, aunque no me atreví. Entorné los ojos e intenté afinar el oído en un intento desesperado por percibir algo, sin éxito. Al no enterarme de nada, supuse que era el momento de dejar mi problemática afición y dejar a los hechiceros a solas.
Pero mis curiosos sentidos se negaron a apartar su atención de ellos. Seguí observando en silencio.
“Vamos, Iliana, déjalo ya… Te descubrirán” me decía una voz interior, una voz a la que no pude hacer el más mínimo caso. Necesitaba saber al menos quién era el misterioso personaje con el que Nóridas hablaba.
La conversación entre los magos finalizó con discordia.
–Como quieras, amigo –fue lo último que dijo el encapuchado negro, levantando la voz, antes de volverse y alejarse de allí a paso raudo. Su tono no fue afable.
Nóridas observó a su interlocutor durante un instante, antes de caminar en mi dirección. Preocupada por la posibilidad de ser descubierta, le cedí el paso a mi maestro pegándome a la pared más cercana. Ni siquiera osé respirar.
Nóridas iba a pasar junto a mí. Ya empecé a creer agradecida que nadie se enteraría de mi presencia allí.
Entonces el poderoso hechicero se detuvo.
–¿Iliana? –preguntó.
Yo maldije, antes de deshacer frustrada el conjuro de invisibilidad y descubrir mi cabeza.
–Hola, maestro –saludé con actitud inocente. Evité mirar a la cara a mi interlocutor, más por respeto que por vergüenza.
Su albo y abundante vello facial se torció en una sonrisa afable.
–Me he acostumbrado a tu infinita curiosidad, pequeña. ¿Has oído algo?
–No, maestro –respondí.
De todos modos no se me daba nada bien mentir, como tantas veces había comprobado. O al menos nunca pude engañar a ese hombre, quien era capaz incluso de intuir que mentiría antes de que salieran por mi boca, y ese era uno de los muchos motivos por los que admiraba a ese sabio anciano.
–Dejémonos de juegos, querida –Nóridas apoyó una de sus arrugadas pero grandes y fuertes manos sobre mi hombro y se inclinó ligeramente para hablarme en un tono más confidencial–. Puede que para ti esto no sea más que un juego, pero puede ser algo peligroso. Quiero que me prometas que dejarás de espiar a la gente. Algún día podrías oír algo que te llevase a la muerte. No bromeo. No quiero que te pase nada malo. Y estas no son horas para que deambule por ahí una chica como tú.
“¿Una chica como yo? ¡No soy una cría!” pensé frustrada, para darme cuenta más tarde de que era sólo una mocosa idiota e inmadura.
–Por tu seguridad, deberías empezar a controlar tus impulsos –siguió el maestro–. Prométemelo, por favor.
Nunca antes me había dicho algo así, especialmente con tanta severidad. Algo me dijo que tenía algo que ver con el encapuchado negro. Sorprendida, le prometí que no volvería a espiar. Casi pregunté por la identidad del mago misterioso, pero creí que no sería buena idea.
Él asintió. Confió en mí. Vi cómo se alejaba y yo me quedé allí, repitiéndome a mí misma que no volvería a espiar, pero… ¡Maldita niña estúpida! No pude reprimir mis impulsos. Tal vez no había dicho nada con más sinceridad en mi vida. Apenas acababa de hacer una promesa y la rompí. La curiosidad me devoraba por dentro.
Volví a ponerme la capucha, a ocultarme mediante la magia y corrí tras el encapuchado negro, esperando que no fuese demasiado tarde para hallarlo. Oh, dioses, una parte de mí se arrepentiría durante el resto de mi vida haberlo hecho. Recorrí las calles durante un rato sin dar con mi objetivo, hasta que encontré a otros dos encapuchados de oscura vestimenta. Creí que ellos podrían llevarme hasta mi hombre misterioso, así que les seguí. Vi que se disponían a salir de la ciudad. Vacilé un momento. Si alguien descubría que dejé la ciudad y por la noche, la reprimenda habría sido colosal.
Pero, ¿qué demonios? ¡Era mi oportunidad de ver el mundo más allá de los muros de la ciudad! Siguiendo de cerca a los encapuchados para eludir a los centinelas y cruzar las puertas antes de que las cerrasen. No cabía en mí de gozo. ¡Estaba fuera! Una gran sonrisa decoraba mi rostro mientras contemplaba los bellos árboles de mi alrededor. Un nuevo olor, el olor de la naturaleza, se apoderó de mis sentidos. Recordé que criaturas como los gnolls, los ogros y otras muchas vivían ocultos en los bosques y que asaltaban por los caminos a los humanos desprevenidos, pero no me preocupaban. ¡Dioses bondadosos, estaba en campo abierto! Cuán grato habría sido continuar mi camino y descubrir el mundo por mí misma.
Los magos e llevaron hasta un viejo granero abandonado a las afueras de Dalaran.
“¿Qué harán ahí?” me pregunté intrigada.
Cuantos más misterios descubría, más ganas tenía de desentrañarlos. Y un granero abandonado habitado en mitad de la noche, y por magos, no me pareció algo usual. Me acerqué al granero con mucho sigilo. Había grietas en la madera de las paredes por las que podía espiar el interior. Busqué un orificio que del tamaño suficiente para poder observar con un ojo sin que nadie me viera, y descubrí a un gran grupo de encapuchados negros formando un círculo alrededor de lo que parecía… ¿Un ataúd? ¿Qué estaba pasando allí?
–Hermanos –empezó a decir uno de los magos, al que me pareció reconocer como aquel con el que mi maestro había estado hablando antes, aunque seguía sin poder verle con claridad el rostro. Tenía una voz extrañamente cavernosa, así como algo áspera–, es el momento. El Rey Lich me ha dado la orden de iniciar ya su gran plan. Se acabaron los experimentos con la necromancia. Es hora de trabajar en serio.
“¿Necromancia?”, pensé con preocupación. Ese tipo de magia oscura era algo prohibido y penado con la muerte en todo el reino de Lordaeron. El miedo empezaba a recorrer mi espalda, como la caricia de algún ente sobrenatural, provocándome un fuerte escalofrío.
–Maestro Kel’tuzhad –intervino uno de los acólitos–, ¿creéis que estamos listos? Apenas hemos perfeccionado nuestras técnicas para reanimar a los especimenes.
El tal Kel’tuzhad se desprendió entonces de la capucha, y pude ver, con gran desasosiego, un rostro inhumanamente pálido bajo las pobladas cejas y la barba negra. Pero lo más inquietante eran sus ojos. Sus pupilas tenían eran tan blancas que amenas se diferenciaban del resto del globo ocular.
–Lo estamos, mi fiel discípulo –afirmó–. El Culto de los Malditos está al fin listo para liberar el Azote por el mundo.
–¿Y qué haremos cuando las criaturas tengan vida? –preguntó una mujer con preocupación–. ¿Cómo las controlaremos?
–Eso está en manos del Rey Lich. Nosotros sólo somos la herramienta que forjará las armas con las que él purificará el mundo.
–¿Cuándo seremos recompensados? –indagó el primer acólito.
–El Rey Lich os concederá la vida eterna, como me la concedió a mí, cuando lo considere oportuno, y siempre que os mantengáis fieles a su causa. Y ahora, empecemos con el ritual. Hay mucho trabajo que hacer.
Dos de los acólitos abrieron entonces el ataúd. Desde mi posición no pude ver lo que había en el interior, pero supuse que se trataría del cadáver de una persona. El líder de los magos oscuros y sus discípulos bajaron entonces las cabezas, dirigieron las palmas de sus manos hacia el ataúd y entonaron un cántico al unísono. Era un encantamiento, un ritual.
Mis manos y piernas empezaron a temblar. Esperé para ver qué cómo terminaba aquello. El ritual terminó emitiendo las últimas palabras mágicas gritando con fuerza, y un destello verdoso pareció surgir del ataúd, cegándome. Fue tan fuerte que tuve que apartar la mirada. En ese momento oí algo que sonó como una mezcla de horrible alarido y gruñido. Aquello casi heló mi sangre en mis venas. Volví a asomarme al interior del granero, y oí que alguien o algo abría las puertas con un fuerte golpe. No pude ver a la criatura, pero volví a oír aquel alarido alejándose en dirección a Dalaran, y a gran velocidad.
“¡Tengo que volver!” me dije.
Me aterraba poder encontrarme con aquella cosa, fuera lo que fuera, pero debía avisar de lo que había pasado. Debía avisar a Nóridas, a todos. Había usuarios de la necromancia, y no parecían tramar nada bueno. ¿Quién sería ese Rey Lich? ¿Algún dios o hechicero al que Kel’tuzhad y los suyos servían? ¿Y qué pretendían hacer con los cadáveres?
Corrí cuanto pude. En ese momento no me importaba que se supiera que había salido de la ciudad.
–¡Alto! –gritó uno de los guardias de la puerta desde lo alto del muro–. ¡Identificaos!
–¡Me llamo Iliana! –respondí–. ¡Soy discípula del maestro Nóridas! ¡Tengo que pasar enseguida! ¡Es urgente!
Los centinelas se miraron dudosos, y al final abrieron las puertas. Sin más demora, corrí en busca de mi maestro. Tal vez estuviera en ese momento durmiendo. No importaba. Tenía que contarle lo que vi, que algo podía amenazar a Dalaran. Me deshice del conjuro de invisibilidad y subí la larga escalera de la torre en la que se alojaba el anciano. A mitad del camino las piernas me dolían ya mucho. Apenas podía seguir subiendo los malditos escalones. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, conseguí llegar a lo más alto.
Allí vi que la puerta de los aposentos de Nóridas estaba destrozada.
“¿Qué ha pasado?”
Me acerqué con cuidado, temerosa de lo que pudiera encontrar. El hedor de la muerte estuvo a punto de hacerme vomitar. A pocos pasos de la entrada, oí algo desagradable. Eran como desgarros. Quise llamar a mi maestro, pero mis palabras se congelaron en mi garganta. Me asomé al interior y vi la imagen más terrible de mi vida, una imagen que me acompañaría durante el resto de mi vida. En el suelo había el cuerpo de un mago, el cuerpo destrozado del que debía de ser Nóridas. Había sangre y vísceras desparramadas por el suelo, y un ser de aspecto humanoide estaba agachado junto al cuerpo, devorando algo. La horrible criatura desnuda y parcialmente calva tenía una piel pálida verdosa. Tiras de esa piel le colgaban por varios sitios, y por otros el hueso estaba al descubierto.
No pude evitar emitir un sonido de sorpresa y terror al ver la escena, lo que hizo que la criatura se volviera hacia mí. ¡Oh dioses, dioses, era horrible! Era la cara putrefacta de un hombre. Tenía la boca llena de sangre, sus ojos eran casi completamente pálidos, y por el horrible agujero un lado de la cara se le podía ver la dentadura al completo.
El monstruo emitió de nuevo aquel aterrador alarido justo antes de lanzarse como una fiera contra mí. ¿Quién habría pensado que aquello no era más que el comienzo de lo que más tarde las historias llamarían la Segunda Guerra? Aquella guerra en la que los muertos se levantarían de sus tumbas, los demonios invadirían el mundo, todas las formas de vida serían llevadas al borde de la extinción.

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