Capítulo 5 de MANZANA DE HIERRO

Manzana de hierro

Quinto capítulo de mi novela.


5
El Pasado
   Para mi sorpresa, volví a despertar. Me vi atado de manos y pies, con la boca amordazada, tumbado sobre una especie de lecho hecho de... ¿pieles? Algo como pieles velludas de animal. Me encontraba en una especie de jaula de madera en el interior de una tienda o cabaña hecha con troncos o ramas. Otra de esas pieles hacía de puerta. Había algún tipo de jarrones y otros recipientes hechos de madera o arcilla. Noté un ligero aroma a... mierda. A mierda de algún animal, seguro.
   “Qué asco, me cago en la puta...”
   Mi prisión no pareció muy resistente. Creo que podría haber roto los barrotes sin mucha dificultad, pero en mi estado podría acabar empalado o clavándome alguna astilla si intentaba partirlos de alguna forma.


películas. Me habían quitado el teléfono móvil y la carte-    Caí en la cuenta de lo que había pasado. Ainia y Talestris no intentaron matarme, sino capturarme, dejándome inconsciente mediante aquel método que había visto en lra. El desánimo se apoderó de mí. Casi parecía que todo el mundo quería matarme. ¿Quiénes eran esas zorras?
   Bah... ¿Qué importaba? Debían de ser parte de aquellos que me querían muerto. Pero, de ser así, ¿por qué no me habrían matado todavía? ¿Adónde me habían llevado? ¿Y qué coño querrían de mí?
   Por la luz que se veía en el exterior de aquella cabaña, comprobé que era ya de día. ¿Cuánto tiempo llevaría inconsciente? No creí que fuera buena idea intentar liberarme. Igualmente lo intenté. Traté de romper mis ataduras. Pensé incluso en levantarme, pero preferí seguir allí antes que arriesgarme a acabar tirado en el suelo. Al comprobar que no podía hacer nada, escuché los sonidos del exterior. Oí voces de mujeres. Únicamente de mujeres. También llegaron a mis oídos algunos relinchos de caballos y algo como martillazos, golpes de metal contra metal.
   Aparte de la mía, había más jaulas, en una de las cuales había otro hombre de unos... veintitantos años, rubio y de ojos azules, bastante sucio. Parecía asustado. Estaba inmovilizado como yo, y al parecer se había liberado de la mordaza de la boca.
   –Eh, amigo –me dijo en voz baja, poco después de que yo despertase y antes de que le viera.
   No debía de ser buena idea que hablásemos, pero me sentí obligado a liberar también, tras una dura lucha, mi boca para hacerlo.
   –¿Quién eres? –pregunté con el mismo volumen.
   –Me llamo Diácono. ¿Sabes por qué estamos aquí? ¿Sabes dónde estamos?
   –No tengo ni idea. A mí me secuestraron unas psicópatas.
   –A mí también. Nos cogieron a mi novia y a mí. No sé dónde está ella. Me pegaron y me metieron aquí a la fuerza. Después me llevaron ante su reina.
   –¿Que coño? ¿Tienen una reina? –pregunté tan sorprendido como desconfiado.
   –Sí, macho. Me hizo desnudarme y me manoseó. Tienen una pinta muy rara y llevan... espadas y arcos.
   “Espadas y...”
   –¿Sabes qué quieren de nosotros? –indagué.
   –No, tío, no lo sé. No me han dicho nada. No he visto más que mujeres en este sitio. Ni un solo hombre. Me da muy mal rollo todo esto. Puede que sean algún tipo de caníbales. Puede que quieran devorarnos o... ¿Yo qué se, joder? Puede que hayan matado a mi novia. Puede que se la hayan comido. Joder, tío...
   El tipo parecía a punto de llorar y empezaba a levantar la voz. Yo también tenía miedo, pero no era momento para lloriquear, sino para intentar algo. Habría negado con convicción que nos hubieran capturado unos caníbales en Grecia, pero...
   –¡Silencio! –me apresuré a pedir. Me preocupaba que alguien le oyera–. No grites. Seguro que tu novia está viva –comenté, sólo para que ese niñato se tranquilizase.
   –¿Cómo lo sabes?
   “El gilipollas me ha pillado”.
   –No lo sé –Me vi obligado a improvisar–. Esto está lleno de mujeres, ¿no? Puede que la mantengan viva. A ver... ¿Puedes liberar tus manos?
   El rubito intentó romper sus ataduras con rabia. Sus putos gemiditos me ponían de mal humor.
   –No –dijo después con frustración–. ¿Puedes tú?
   –Ya lo he intentado.
   –¡Coño, haz algo!
   –¡Eso intento! –Volvía a irritarme seriamente–. Mierda. A mí me han traído inconsciente. ¿Has podido ver dónde nos han traído? ¿Qué hay ahí fuera?
   –Estamos en una especie de aldea primitiva, en las montañas. Está lleno de cabañas como esta y tienen caballos. La cabaña de la reina está decorada con calaveras humanas, tío.
   –Y no sabrás en qué montañas estamos.
   –No. Joder. Nos matarán. ¡Nos comerán o nos cortarán la cabeza! ¡¿Qué hacemos, joder?! ¡¿Cómo coño salimos de aquí?!
   –¡Cierra la boca un momento! Intento pensar.
   No vi manera de escapar. Al menos mientras tuviéramos las manos y los pies inutilizados. ¿Qué coño querrían de mí y del principito de ojitos azules? ¿Fuimos objetivos planificados o sólo nos encontrábamos en el lugar equivocado cuando nos cogieron? Al menos en mi caso, podría ser planificado. Revisé mentalmente el aspecto de las dos zorras que me capturaron por si descubría algo.
   Al no poder hacer nada, esperé, escuchando lo que pasaba fuera mientras el chaval maldecía y lloriqueaba. De haberle tenido al alcance, probablemente le hubiera partido la cara. Temía lo que pasaría cuando nuestras captoras se acordasen de nosotros, aunque casi deseé que me visitara alguien si así mejoraba mi incómoda espera. Si aún estaba vivo, tal vez alguien quisiera hablar conmigo. Alguien como la reina. Ojalá hubiera tenido una mínima idea de qué querían de mí.
   Tras interminables horas buscando una salida, empeza ron a oírse tambores y gritos de mujeres en el exterior, ya por la noche.
   –¡ASTERIA! ¡ASTERIA! –gritaban incansablemente.
   Alguien entró al fin en aquella singular cabaña, las dos chicas que me capturaron: Ainia y Talestris. Su aspecto me llevó a temer que fueran caníbales de verdad. Llevaban, el pelo recogido en una larga coleta y vestían con algún tipo de sujetador y un pantalón casi tan corto como unas bragas. Ambas prendas, así como sus botas, estaban hechas de piel con pelo.
   “¿Qué es esto? –me pregunté–. ¿Una fiesta de disfraces?”
   En sus caras no había señal alguna de diversión. Aún llevaban aquellas plumas colgándoles de las orejas. En el lado izquierdo del pecho tenían lo que parecía una cabeza de perro o lobo... ¿grabado a fuego? Probablemente por eso no llevasen escotes cuando las conocí. Al ver las espadas que llevaban colgabas de sus cinturones me vino a la mente la imagen de la arquera. Tenían además algún tipo de runas dibujadas con algún tipo de barro rojizo en la cara, el pecho, el abdomen y la espalda.
   “¿Serán más arqueras de mierda de esas? –cavilé también–. Me habrán llevado a su puta... sede o como ellas lo llamen”.
   Debíamos de estar lejos de la civilización.
   –¿Ainia? –nombró Diácono–. ¿Qué pasa aquí? ¿Eres una de ellas? Libérame.
   “La conoce. ¿Es esa su supuesta novia?”
   En cuanto el imbécil del principito cogió a la rubia por un brazo, ella le propinó un fuerte revés con la mano libre. La chica no dijo nada. Ninguna de las dos abrió la boca. Le desataron los pies a mi compañero de prisión y lo sacaron de allí.
   –¿Qué hacéis? –preguntaba él entonces–. ¿Adónde me lleváis? ¡Ainia!
   Me sentía demasiado inquieto para preguntar qué pasaba, para intervenir en eso. Di por sentado lo poco probable que sería que volviese a ver al rubito. Al menos con vida. Al quedarme solo, mi desesperación aumentó. Yo podría ser el siguiente. Volví a forzar mis ataduras, sólo para comprobar que me amputaría las manos antes de romper la cuerda. Casi me arranqué los dientes mordiéndolas. ¿Qué le harían al chaval? ¿Y a mí después de él? Tras una eternidad oyendo los molestos tambores de mierda y los gritos, volví a oír la voz de Diácono, que se acercaba.
   –¡Soltadme, hijas de puta! –gritaba–. ¡DEJADME!
   Ainia y Talestris lo trajeron de vuelta a la cabaña. Él intentaba liberarse con violencia, por lo que ellas le golpeaban una y otra vez. El chaval, que llevaba ahora la camiseta en la mano, lloraba mientras luchaba sin descanso a pesar de la paliza. Las extrañas guerreras volvieron a inmovilizarlo y se fueron. El molesto jaleo había cesado por fin.
   –Oye –llamé en voz baja–. ¿Qué ha pasado?
   No me pareció un buen momento para interrogarlo, pero necesitaba saber qué le habían hecho, especialmente por el lamentable aspecto con el que había vuelto. Diácono me miró por un instante de reojo. Luego volvió a meter la cara entre sus manos para seguir sollozando. No obtuve respuesta alguna. No parecía herido, simplemente magullado, pero desde luego no había sido una fiesta para él.
   “Joder... ¡Tengo que salir de aquí!”
   Por la mañana siguiente, Ainia y Talestris aparecieron de nuevo. Ya no había rastro de aquel barro en sus cuerpos.
   –Ainia, te lo suplico –lloró el rubito–. Sácame de aquí. No le diré nada a la policía. No se lo contaré a nadie. Lo juro. Deja que me vaya.
   Volvieron en busca de Diácono, pero en esta ocasión no era para llevárselo. La alta le agarró la cabeza con fuerza con ambas manos. Entonces la rubia desenfundó rápidamente su espada y le lanzó una estocada al cuello.
   –¡Hostia puta! –susurré al mismo tiempo que apartaba la mirada.
   Fue como si viera mi propio final.
   “Tienes que despertar de esta puta pesadilla –me dije–. Estoy dormido o alucinando otra vez. Esto no puede ser real”.
   Oí otra estocada más, y no volví a mirar hasta que oí a esas locas alejarse. Vi que la rubia llevaba en una mano, cogida por el pelo, la cabeza de Diácono, que chorreaba sangre abundantemente, mientras que la de pelo castaño arrastraba por las piernas el resto del cuerpo del chaval.
   Cuando me quedé solo, intenté liberarme otra vez, ahora con más fuerza que nunca. Las zorras psicópatas no tardaron en reaparecer. Era mi turno. Me liberaron los pies y me arrastraron. Ni siquiera me decidí a resistirme. ¿De qué habría servido? Al menos no volvían a estar de festejo. No había berridos de zorra en el aire. ¿Era eso buena o mala señal?
   El pobre Diácono no me había mentido con la descripción del lugar. Cuando salí a la luz del sol, vi mujeres por todas partes, sobre todo rubias, morenas y pelirrojas, y de unas edades aproximadamente comprendidas entre los veinte y los cincuenta años. No me atreví a fijarme demasiado en sus ojos, pero me pareció que los de la mayoría eran de color verde, azul, miel... Ojos claros. Aunque algunas eran algo más menudas o delgadas que otras, todas contaban con buena estatura, así como de buena forma física. Tal vez demasiado buena. Y todas vestidas de aquella extraña manera. Algunas iban a caballo o tiraban de uno por las riendas. Otras trabajaban sudorosas en una especie de forjas, fabricando lo que parecían espadas y a saber qué otras cosas. La mayoría de las que me miraron, si no todas, lo hicieron con desprecio. Tal vez con odio. Me sentí perdido en una época remota. Vi a dos de ellas cocinando al espetón el cuerpo desmembrado de alguna criatura grande.
   “Tiempos antiguos”.
   Las psicópatas de Ainia y Talestris –si es que se llamaban así realmente– me llevaron hasta una cabaña más grande, donde, sentada en una especie de trono de madera bastante rudimentario, se encontraba sentada la reina. Para nada había esperado lo que vi. La soberana no debía de llegar ni a los treinta años de edad. Probablemente ni siquiera llegase a los veinte. Casi habría dicho que el trono era demasiado grande para ella. Aunque en menor medida que la mayoría de las demás, poseía también un cuerpo ejercitado. Sus hombros, caderas y muslos estaban entre los de menor anchura que había visto de entre esas salvajes. Se ponía el pelo castaño rojizo, ondulado y bastante largo, de forma que le cayera en su totalidad por el lado derecho del pecho, en un gesto coqueto que me pareció fuera de lugar allí. Sus rasgos, sobretodo aquellos ojos tan grandes y despiertos de un marrón claro amarillento, le daban un destacado aspecto de muñeca. Su mandíbula y labios eran finos. Su nariz me recordó a la de mi mujer. Tenía un lunar en el abdomen, a pocos centímetros a la derecha del ombligo, y otro algo más grande en la parte superior interior del muslo derecho. Me pareció ver en su abdomen, por debajo de su ombligo, una casi imperceptible línea transversal, como una cicatriz. Su mirada tenía algo de hostilidad y mantenía la cabeza alta. Llevaba algo como una cinta de cuero alrededor de la frente con una especie de emblema de metal. Tenía una piel bastante blanquecina en comparación con la mayoría de las demás y vestía como todas ellas. Tenía también aquella marca de fuego al pecho. Jugueteaba con un diminuto cuchillo en la mano derecha. No llevaba más arma encima. A diferencia de las otras, iba descalza. Sus pequeños pies podrían ser el deseo de cualquier fetichista.
   Como había dicho Diácono, había calaveras humanas. No eran demasiado numerosas, pero estaban por todas las paredes, colgadas como trofeos. Cuando llegué, la soberana hablaba con otra chica que rondaría la treintena, a la que otras dos salvajes mantenían arrodillada, con su amenazador acero en las manos. Era una chica muy delgada de pelo largo y rubio. Su vestimenta del mundo civilizado decía que no era una de ellas, y lloraba.
   –Por favor, no podéis... –decía la prisionera.
   –Esas son tus opciones –anunció la reina–. ¿Qué eliges?
   –Me uniré a vosotras –accedió la cautiva, a la que no le entusiasmaba la idea lo más mínimo.
   –Sabia elección –La reina se guardó el afilado utensilio entre los jóvenes pechos, se levantó de su trono y se acercó a la chica. La obligó a ponerse en pie y la abrazó–. Bienvenida, hermana. Ahora eres de las nuestras.
   Después ordenó que se llevaran a la nueva adquisición. Al pasar junto a mí, aquella me miró. En su mirada no había esperanza. Entonces llegó mi turno. Ainia y Talestris me hicieron acercarme más a la joven soberana. Ella me examinaba con atención.
   –Desatadlo –ordenó. Su voz era de las más agradables que había oído en esa aldea, aunque eso no la hacía menos autoritaria. Ainia liberó mis manos y mi boca con tanta agresividad que casi me despellejó el hocico con las uñas mientras Talestris desenvainaba su espada–. Desnúdate.
   La última orden fue para mí. Vacilé cohibido. No entendía por qué debía desnudarme, aunque tampoco me pareció sensato negarme con aquellas espadas a mi alrededor. Empecé a desprenderme de la ropa, despacio. Me desabroché la camisa, sin intención de quitármela, pero Ainia y Talestris tiraron de ella hacia abajo con violencia para exponer mi cuerpo.
   –Sigue –insistió la niña reina.
   Me desabroché el cinturón y me bajé los pantalones. Me hizo bajarme también los putos calzoncillos. Me examinó de arriba abajo antes de dar una vuelta a mi alrededor y manosear con fuerza mis brazos, mis piernas, mi cara, mi cuello, mis pectorales y mi abdomen, mirándome con ojos expertos. No me había sentido más incómodo y desnudo en
toda mi vida, y recibir un abuso así de alguien tan joven lo empeoraba. ¿Qué coño estaba haciendo? A pesar de la calurosa época del año, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me sentí como un animal al que fueran a devorar o a hacerle cualquier otra cosa. ¡Joder, si hasta me examinó los dientes! A pesar de su juventud, en su mirada se reflejaba una extraña sabiduría, una madurez que me pareció tan impropia como inquietante. Se situó a mi espalda y sus manos apretaron con fuerza mis nalgas durante un interminable momento. Para finalizar, cogió mi mano izquierda y la observó con detenimiento.
   –¿Tienes alguna enfermedad o alguna anomalía de cualquier tipo? –me preguntó. Sus ojos estaban fijos en los míos.
   ¿Era una jodida revisión médica? ¿Les preocuparía mi salud? Probablemente sólo les preocupaba tener que cargar conmigo o que tuviera algo contagioso.
   O no poder ingerir mi carne.
   –No –respondí.
   Cuando me di cuenta, ella blandía otra vez aquel cuchillo y me había hecho un pequeño corte en la palma de la mano.
   –¡Au! –tuve que susurrar.
   Todo me preocupaba cada vez más. Lamió mi herida un par de veces y saboreó mi sangre con aire pensativo. Mi mano me pareció muy grande en comparación con su cabeza. Cuando terminó el extraño examen, levantó la mano derecha con el dedo índice extendido hacia arriba mientras se alejaba para sentarse de nuevo en el trono.
   –Te saludo, Argus Thalassinos –dijo tras una pausa, en un tono algo más agradable–. Soy Hipólita, reina de la nueva generación de amazonas. Supongo que tendrás preguntas.
   ¿Amazonas? ¿Se refería a aquella mítica sociedad de mujeres guerreras de la antigüedad? ¿Habría viajado al pasado de verdad? No... De haberlo hecho, la pequeña bruja no habría dicho “nueva generación”. ¿Verdad? De todos modos, ¿qué habría tenido de extraño un viaje en tiempo? Había visto a gente aparecer y desaparecer como por arte de magia.
   –¿Puedo vestirme? –fue mi primera pregunta.
   –Por supuesto.
   Cuando recuperé la dignidad, Ainia volvió a atarme las manos. Talestris seguía a mi espalda, con su acero en guardia.
   –Me dijeron que los tiempos antiguos volverían –anuncié–. Por lo que veo, ya están aquí.
   –Aún no –replicó Hipólita, con algo de indiferencia–. Esto sólo es el principio. El principio de una gran época.
   –¿Sí? ¿Y qué pasará cuando lleguen? ¿Tú reinarás en toda Grecia?
   –No, yo no –la chica reina torció los labios en lo que pretendía ser una sonrisa–. Eso está fuera de mis posibilidades. Únicamente reinaré sobre las amazonas. Aunque incluso nosotras estaremos bajo el mandato de nuestro señor.
   –¿Y qué señor es ese?
   –Lo descubrirás en su momento.
   –¿Y con el resto de Grecia? ¿Qué pasará?
   –Sufrirá un fuerte cambio, político y cultural principalmente. El cambió que le dará el poder que se impondrá. Tú no vivirás para verlo.
   A partir de ahí, pasé a dialogar de forma más respetuosa, con la esperanza de obtener así alguna respuesta.
   –Ya que voy a morir, ¿me diría qué poder es ese, por favor?
   –Hay cosas que no puedo contar, hombrecillo.
   –Vale. ¿Por qué no me habéis matado ya? ¿Qué queréis de mí? ¿Puedes decirme al menos eso?
   –Nuestro señor quiere ocuparse de ti en persona. Hasta que venga, permanecerás aquí.
   “¿Ocuparse de mí? Por supuesto...”
   –¿Cuándo vendrá?
   –Paciencia, Argus. Vendrá cuando sus obligaciones se lo permitan. Disfruta del tiempo que te queda. No será mucho.
   “Disfrutar...”
   Me moría por saber quién cojones era ese señor, aunque no iba a quedarme para averiguarlo si podía evitarlo. Debía encontrar el modo de escapar.
   –¿Puedes decirme qué lugar es este? ¿Dónde estamos? –seguí indagando.
   –Estás en nuestra aldea, en las Montañas Ródope. Estas montañas son el hogar ancestral de las amazonas, y ahora son el nuestro. O lo serán. Y las protegeremos con sangre.
   “Las Ródope”. Esas montañas se encuentran muy al norte de Grecia.
   –¿Mataréis a cualquiera que entre en las montañas?
   –Todavía somos pocas y nos estamos asentando, pero lo haremos. Debemos proteger nuestro hogar. Únicamente entrará quien nosotras traigamos. Como tú.
   Por lo poco que recordaba yo de las amazonas, di por hecho que únicamente a otras mujeres se les permitiría entrar para unirse a esas salvajes, que ningún varón se encontraría entre los posibles candidatos a pisar sus montañas. ¿O tal vez sí? Diácono había estado allí contra su voluntad, como yo. Aunque mi caso parecía distinto.
   –Supongo que ese señor vuestro estará orgulloso de vosotras por haberme capturado.
   –Lo estará. Él nos ordenó hacerlo. Si no, habría sido poco probable que alguien de tu anatomía nos hubiera interesado.
   ¿Me estaba diciendo que no les gustaba mi físico? Nunca me había alegrado tanto por algo así.
   –¿A él también le parezco peligroso?
   –Dijo que podías serlo, que tuviéramos cuidado contigo. Puede que exagerase: no has resultado ser muy problemático.
   –Dime la verdad, Hipólita. ¿Te parezco una amenaza para alguien?
   El lugar se sumió otro instante en silencio mientras esa reina me analizaba reflexiva. Era extraño, pero confiaba en el juicio de esa chiquilla como en el de una anciana.
   –Esto es lo que eres para mí: otro de esos inútiles de sexo masculino, al que convertiría en mi esclavo o en mi mascota sin vacilar si mi señor no te quisiera muerto, como lo prefiero yo también. Mi opinión no importa, de todos modos. No eres mi juguete. Él quería que te atrapásemos. No necesito más.
   “Putas fanáticas...”
   ¿Podría ganarme el favor de las amazonas si derrotaba a su señor en un combate justo? Dudaba que existiera esa posibilidad. Ni siquiera esperaba poder enfrentarme a él. Seguro que no era más que un cobarde que enviaba a sus asesinas a hacer el trabajo sucio.
   –Aunque me pregunto por qué le preocupa a alguien como mi señor un hombrecillo insignificante como tú –siguió Hipólita–. Es intrigante. Debes de tener algo especial. ¿Qué es?
   –No lo sé, joder –respondí frustrado–. Ojalá lo supiera. Yo no soy nadie. Sólo soy un estúpido cocinitas. Eso es lo que quiero que vuestro p... señor entienda. Ni siquiera puedo imaginar cómo podría interponerme en sus planes. Todo esto tiene que ser un error. Por favor... Alteza –Ignoraba que aquel término fuera el adecuado para dirigirme a esa chica, pero pretendía ser cortés otra vez–. Seguro que usted está convencida de que no soy una amenaza para nadie. Usted podría explicárselo a su señor.
   Consideré incluso el ofrecerme a servir a Hipólita como esclavo. Obviamente, habría sido absurdo. No parecía que esas guerreras sintieran la más mínima simpatía por los hombres. Probablemente hubiese rechazado mi oferta. Aunque por otro lado, se mostraban absolutamente serviciales hacia un “señor”. Teniendo en cuenta con quiénes estaba tratando, me pregunté si ese señor se trataba realmente de un varón.
   La reina amazona reflexionó un momento.
   –Aunque seas realmente inofensivo, cocinero, ya es demasiado tarde para ti –comentó–. Sabes demasiado. No podemos dejar que vayas por ahí hablándole a la gente de nosotras o de este lugar.
   “Yo no sé nada, coño...”
   Empezaba a perder el interés incluso en hacer preguntas, en informarme de qué iba todo aquello.
   –¿Por qué decidisteis convertiros en... amazonas? ¿Por qué hacéis esto?
   –Para tener una sociedad fuerte y real. Y también por crear nuestra propia estirpe, una superior al resto de la gente. Vosotros sois una raza débil y degenerada, como todo en vuestro mundo. Es repugnante. Cuando vimos la oportunidad de ser lo que somos ahora, fue como si nos hubieran entregado el Edén.
   Pensé que no debían de ser más que algún tipo de radicales feministas chaladas.
   –¿Es una de vosotras la que me ha atacado varias veces?
   –No.
   ¿Significaba eso que me encontraba en el punto de mira de más de una facción? Y de ser así, ¿formarían una alianza o algo similar?
   –¿Y quién es? –pregunté. Hipólita se limitó a mirarme con cansancio–. No puedes hablar. Claro. ¿Puedes decirme algo de utilidad sin consultar a su amo?
   La ira y lo desesperado de mi situación me llevaron a preguntar aquello sin pensar. Ainia me golpeó entonces en el estómago, y Talestris me hizo caer de rodillas con un golpe de su espada en la parte trasera de las piernas.
   –Controla tu lengua, estúpido –ordenó la de pelo castaño mientras yo notaba la punta de su arma bajo la mandíbula–. No querrás perderla...
   –Es suficiente, guerreras –señaló la reina, divertida. Mis agresoras me obligaron a ponerme en pie de nuevo–. Eres un hombrecillo atrevido. Debería castigarte. ¿Crees que puedes ofender a una amazona sin consecuencias? Si no fueras para nuestro señor, tu cabeza rodaría ya por mi suelo. Pero, ¿sabes qué? Te perdono. De todos modos, no respirarás mucho más. Además... debemos controlar un poco nuestros impulsos o nos volveríamos como vosotros. ¿Verdad, guerreras?
   –Sí, Hipólita –respondieron las aludidas al mismo tiempo.
   –No volveré a faltarte al respeto.
   No sé por qué dije eso. ¿Qué tenía que perder?
   –Mmm... –fue la única respuesta, aunque cargada de advertencia.
   Habría preguntado por Leah. Probablemente las amazonas supieran ya de su existencia, pero preferí evitar arriesgarme a informarlas de ello y a que le hicieran daño o intentasen convertirla en una de ellas. Yo era el que les interesaba. Y me tenían. Aunque no hubiese motivos para que centrasen su atención en mi mujer, debía tener cuidado. Cuando iba a ponerme en pie otra vez, me lo impidieron.
   –¿Quién? –insistí–. ¿Quién me ha atacado?
   –¿Qué tiene ojos y no puede ver? –preguntó la reina.
   –¿Qué?
   –¿Qué tiene garras y no puede luchar?
   ¿Se estaba quedando conmigo la niña?
   –¿Es un juego? –indagué molesto.
   –¡Tú! –La pequeña zorra se lo pasaba cojonudamente a mi costa–. La respuesta eres tú.
   –¿Qué quieres decirme?
   –Vamos, Argus –Hipólita se levantó bruscamente del trono y se acercó a mí. Aún se divertía, y conservaba el puto cuchillito en la mano–. Lo tienes delante de tu narizota y no lo ves –afirmó mientras me apretaba la punta de la nariz con su dedo índice. Ahora se comportaba de una forma que consideré más acorde a su edad. Después empezó a caminar a mi alrededor mientras hablaba, con amplios movimientos de las manos–. Todo se remonta a tus padres. A cuando murieron. Te ha perseguido toda tu vida desde entonces. Desde aquel día, estabas marcado, destinado a terminar... aquí –Al decir eso, se detuvo frente a mí para mirarme, con los brazos extendidos hacia los lados–. Con nosotras. Aquí termina tu viaje, jinete.
   ¿Qué mierda se suponía que debía ver? ¿Y cómo sabía esa chiquilla lo de mis padres biológicos? No me sorprendió demasiado que conociera mi nombre, pero sí eso. ¿Qué tenían ellos que ver con lo que me estaba pasando?
   –Yo dirijo mi destino –afirmé.
   –Puedes creer lo que quieras. No importa. El hecho es que estás aquí, a las puertas de la muerte. Suicidándote podrías haber evitado acabar aquí, pero no habrías cambiado nada. Lo que importa no es dónde debías acabar, sino cómo.
   –¿Qué es lo que me ha perseguido toda mi vida? ¿Y cómo sabes tú lo de mis padres? Dime, ¿qué es lo que no veo?
   –Eso te lo contará mi señor. Si le place.
   –¡¿Cómo sabes lo de mis padres?!
   La zorra de Talestris volvió a hacerme callar, esta vez con una patada en la nariz. Hipólita se agachó entonces frente a mí, cuando yo aún intentaba reprimir el dolor, y me agarró por la mandíbula para obligarme a mirarla.
   –Estás furioso, Argus –comentó–. Es comprensible. Veo la rabia en tus ojos. Veo la desesperación. Estás en una ratonera sin oportunidad de salvación. Probablemente estés
pensando en matarme –Ahora pasó a acariciarme el pelo de la cabeza y la barba de unos seis días–. Pero no somos yo o mi pueblo contra quienes debes dirigir esa ira. En lo que concierne a tu vida, no somos más que una herramienta, no el enemigo al que debas tener en cuenta.
   –Estás loca. Estáis todas locas. Igual que vuestro señor.
   Oí asustado a Talestris disponerse a golpearme una vez más. La reina la detuvo con una señal. En esa ocasión, su sonrisa era menos aguda, algo triste.
   –No somos nosotras las locas –replicó Hipólita, volviendo a su trono–. Nosotras hemos escapado de las garras de la locura. ¿Hay algo más que quieras saber antes de terminar esta entretenida charla?
   –¿Tiene algún significado ese perro o lobo o lo que sea que lucís al pecho? –pregunté por curiosidad.
   –Es un perro –Creí percibir orgullo en la actitud de Hipólita al dar esa respuesta–. Si no hay más preguntas...
   Hizo entonces una señal a sus secuaces, quienes se dispusieron a volver a amordazarme.
   –Tengo más –me apresuré a anunciar.
   –¿Y qué quieres saber? –preguntó con una sonrisa, aunque se estaba cansando de mí.
   –¿Por qué habéis matado a Diácono? ¿Y qué habéis hecho con su cuerpo?
   –Debes de referirte al otro imbécil que había contigo. Cumplió su propósito. Ya habíamos acabado con él y no podíamos dejar que se marchara.
   –¿Qué propósito es ese?
   –El mismo que cumplirás tú muy pronto. No es la razón por la que te hemos traído, pero ya que estás aquí... Puede que tu estancia en la aldea sea más larga que la suya, para nuestra desgracia. Fue un gran honor para él cumplir con ese propósito, como lo será también para ti. Aunque los hombres nunca estáis de acuerdo en eso.
   “¿Por qué será, señorita...? –pensé, irónico–. ¿Qué puta mierda de honor se supone que es ese?”
   –Él conocía a esta... a Ainia –Miré a la rubia, quien me de volvió una mirada cargada de amenaza–. Fue una trampa, ¿verdad? Le engañasteis para traerlo aquí.
   –Sí, así es. Y no será el último al que traigamos así. Como tampoco lo serás tú.
   –Ya que tengo que quedarme aquí, ¿podré al menos salir de mi jaula mientras espero a vuestro jef... a vuestro señor? Me gustaría disfrutar de algún paisaje y del aire fresco antes de morir.
   –Por supuesto. Pero si intentas escapar, te daremos caza. Nunca podrías llegar muy lejos. Estás en nuestro territorio, lejos de la ciudad y del pueblo más cercano. Puedes llamarlo nuestra veda de caza. Antes de irte, quiero que hagas algo por mí.
   La reina volvió a acercarse a mí e hizo una señal. Otra amazona se acercó a mí, con una bandeja de madera en la que había un largo pedazo de carne.
   –Ni de coña voy a probar eso –repliqué.
   Ni me molesté en preguntar qué era. Había recordado el canibalismo del que había hablado el rubito, y esa cosa oscurecida se parecía mucho a un antebrazo humano.
   –Argus, ya te he dicho que no puedes escapar a tu destino –señaló la niña reina–. No tienes elección. Pruébalo. Seguro que te sorprenderá su sabor.
   Qué desagradable sonó eso. Iba a insistir en mi negativa cuando noté las puntas del acero de Ainia y Talestris en mi cuello. Iba a tener que probar esa mierda y tal vez convertirme en un puto antropófago como esas chaladas. Al ver que no me decidía, empezaron a hundir más sus espadas en mi garganta. Lentamente, llevé las manos hasta ese trozo de carne asada. El simple hecho de tocarlo empezó a revolverme el estómago. Me lo acerqué a la nariz y lo olfateé. No noté un olor muy distinto al del cerdo asado. Abrí la boca y me dispuse a morder esa cosa.
   “Es cerdo. Es sólo cerdo”, me dije, intentando rebajar mi asco.
   Hipólita me miraba expectante desde arriba con una sonrisita traviesa de lo más inquietante. Mis dientes apretaron. Cuando empecé a oír el suave crujido, las náuseas me detuvieron.
   –Vamos, Argus –trató de incitarme la reina–. Es un regalo lo que te ofrezco. Notarás cómo su fuerza pasa a ser tuya.
   “No pienso probar esta mierda”, cavilé.
   Esas locas no me matarían hiciera lo que hiciera, ¿verdad? Esperaban que lo hiciera ese señor suyo. Recordando eso, me sentí protegido de algún modo. Aunque también me preocupaba la idea de que fueran capaces de devorarme vivo o de arrancarme a mordiscos algún pedazo de carne si las cabreaba.
   –¡NO! –exclamé tras vacilar un momento, y tiré esa carne a un lado.
   Me preparé para recibir más golpes, pero no los hubo.
   –Qué bonito –Hipólita se malhumoraba. Volvía a acercarse a mí–. Qué falta de educación. ¡Es una falta de respeto tirar la comida que se te ofrece! Si rechazas esto, ¡nos devol- verás todo cuanto te hemos ofrecido hasta ahora!
   Sentí un dolor colosal. Al gritar, la niña reina me metió dos dedos de la mano libre hasta la garganta. Vomité. Me hizo echarlo todo, dejándome con un correoso sabor ácido en la boca. Ya me dejaba caer al suelo con las manos en las ingles, retorciéndome de dolor, cuando la pequeña psicópata me apuñaló en el estómago.

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Capítulo 3 aquí.
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Comentarios

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