Capítulo 2: Rotas


Segundo capítulo de mi novela Rotas.


2

    –¿No está tardando demasiado? –preguntó Ciara cuando habían pasado ya unos minutos de espera.
    Kimberly creía lo mismo. Se sentía cada vez más inquieta y agradecida por no haber acompañado a Rodney. De haber encontrado una opción más segura para viajar, tal vez hubiera decidido pasar de todo aquello y largarse eludiendo todo posible peligro.
    –Aquí están –El comerciante ilegal apareció por fin con varios medicamentos–. Mirad, algunos ancianos son más excéntricos o “precavidos” que otros.
    –¿Qué significa eso? –desconfió Ciara.
    –Lo entenderéis cuando os encontréis con ellos. La mayoría son amables, pero en algunos casos no trataréis con ellos directamente, sino con un familiar o con alguna otra persona. Éstos suelen desconfiar más, por lo que podrían daros más problemas. Es posible que alguien… os grite y os cierre la puerta en las narices por no conoceros.
    –Qué bien… –dijo Kimberly.


    –En principio deberían confiar en vosotras si decís que os envío yo, aunque puede que alguno no lo haga. No he dicho que fuera a ser fácil y agradable –sonrió él–. Pero procurad sonreír, chicas. Eso podría ayudar.
    –¿Algo más que debamos saber?
    –Puede que alguien os pida algún tipo de ayuda. Os agradecería que les ayudaseis, si no es mucho pedir. Aunque no os paguen por ello. Eso mantendría limpia nuestra imagen. No tengáis prisa por terminar con los envíos.
    –Como tengamos que limpiarle el culo a algún viejo o algo así, vamos a tener que renegociar.
    –No. No creo que os pida algo así nadie –respondió Rodney, divertido.
    Les dio las indicaciones a las chicas y ellas empezaron su nueva labor con impaciencia. Fuera de la vista de Rodney, Ciara echó un vistazo a los recipientes intentando asegurarse de que contenían lo que debían. Utilizaban el metro para desplazarse cuando podían, procurando ocultarse de la vista de la policía y con los billetes que el contrabandista les regaló. Por allí, Kimberly se sintió tentada de sustraer algo más. Parecía tan fácil… Con una sonrisa traviesa, le guiñaba un ojo o le mandaba un beso con la mano a todo varón que sorprendía mirándolas fijamente, haciendo así avergonzarse a su amiga.
    En uno de esos viajes, vieron a un par de agentes por los pasillos, caminando a su espalda, en su dirección. Aceleraron el paso y se ocultaron en un vagón, con el que pudieron alejarse del lugar sin contratiempos.
    Lo que había dicho Rodney era cierto; si alguien desconfiaba de ellas, sólo tenían que dar el nombre del tipo. En un caso, tuvieron que reunirse con el anciano en cuestión en un banco de los túneles del metro. El hombre estaba notablemente nervioso. Ocultaba su rostro tras unas gafas de sol y un sombrero fedora y hablaba en voz baja, siempre vigilando quién había alrededor. Obligó a las chicas a enseñarle la mercancía para que creyera quiénes eran. En cuanto les pagó, se fue con prisa, inclinado, haciendo apenas ruido con el bastón.
    La gente de Rodney no se limitaba a venderles medicamentos, sino que también, en ocasiones, algunos de ellos acompañaban de forma altruista durante largo rato a algunos abuelos para atenderles en sus necesidades, que podían ser desde conversar a hacerles la compra, pasando por pequeñas labores médicas. Los demás ancianos eran en general muy amables. En alguna ocasión, tuvieron que ayudar a otro cliente a tomarse las pastillas llevándole un vaso de agua de su propia cocina o buscar su inhalador. A Kimberly le cayó muy bien aquella a la que había intentado robar: la señora Hoffman, una agradable septuagenaria. Le inspiraba tanta simpatía que se sintió mal cuando le pidió que las llamara Bonnie y Ojazos en lugar de revelar sus verdaderos nombres. La mujer se había ofrecido a contarles una historia. Cuanto más la conocía Kim, menos le importaba entretenerse haciéndole compañía. Resultó que aquella estaba vinculada a la gente de Rodney de una forma particular. En muchas ocasiones había falsificado cosas como pasaportes o carnés de identidad para ellos, hasta que sus problemas de visión empezaron a hacerle prácticamente imposible esa delicada labor. Debido a eso, la había abandonado hacía mucho tiempo.
    Las jóvenes le ayudaron a cocinar mientras escuchaban las interesantes historias de su pasado, muchas de ellas sobre sus delitos. La policía nunca le había descubierto.
    “A lo mejor podría quedarme, ayudar a la señora Hoffman con las falsificaciones. Aunque sea por poco tiempo”.
    La perspectiva de aprender y ayudar a la gente de Rodney con algo así entusiasmaba a Kim. Y lo de ayudar a los ancianos cada vez le gustaba más. No pudo llegar a una decisión. Aunque seguía sintiéndose obligada a salir de Toronto, aún tenía poco dinero. Por eso la idea tenía una presencia cada vez más notable en su cabeza.
    Cuando iba a despedirse de la señora Hoffman esa noche, no pudo irse sin preguntar.
    –¡Te enseñaría encantada, bonita! –afirmó la anciana con ilusión. Eso sorprendió a Kimberly, que había esperado una negativa. Ni siquiera le habría extrañado una regañina–. Pero con la vista que tengo, hija… No sé si podría.
    Ciara volvió a interrogar a Kim en cuanto se fueron, esta vez sobre lo de las falsificaciones. No intentó disuadirla, ni amenazó con irse, aunque tampoco estaba satisfecha.
    Como habían terminado con los envíos del día y el sol se había escondido ya, Rodney volvió a invitarles a subir a su apartamento, donde convivía con varias personas más. Habría música, bebidas y juegos de cartas.
    –¿Una fiesta de viejos? –Kimberly sonrió burlona.
    Se planteó subir en esa ocasión, adentrarse más en el mundo de esa gente, ser una de ellos. Además, no tenían dónde dormir o esconderse. Lo discutió con su amiga, que se opuso con tozudez.
    –Pues muy bien. Vuelve con tus monjitas y que te vaya bien –le dijo cansada. Estaba decidida a ir con Rodney–. Yo me quedo.
    En el fondo quería que su amiga, la persona a la que mejor conocía, siguiera con ella. No lo reconocería, pero mezclarse con gente a la que apenas conocía y sola, gente delictiva para más señas, le asustaba. No vio opción.
    Sólo cuando se alejaba ya, Ciara acabó acompañándole otra vez, entre maldiciones.
    Con Rodney, convivían allí unas tres personas, aunque esa noche había acudido la mayoría de los contrabandistas: unos catorce. Música hip hop daba vida al lugar. Cogiendo a Cia de la mano, Kim centró en el lugar con decisión, mirando en tensión a unos y a otros. Muchos de ellos le miraron también. Unos lo hacían con sorpresa. A otros no les gustaba su presencia. La mayoría de los presentes tenían un aspecto similar al del contrabandista que conocía, aunque había también un tipo de pelo negro engominado hacia un lado, sonrisa confiada y elegantemente trajeado. Ivonne, una alegre chica de largo pelo rojizo con aspecto de hippie, con una cinta en la cabeza, un vestido multicolor holgado similar a una túnica, mirada adormecida y con uno de los dientes frontales superiores partido era quien se encargaba de la contabilidad. El más joven era Blake, el hermano de Ivonne, un chico de diecisiete años, pelo castaño a media melena y mentón afilado, unos dos palmos más alto que Kim, con sudadera y pantalones deportivos.
    Kimberly observó con recelo cómo Chuck, el primo de Rodney, un tipo musculoso de piel más oscura y rasgos cuadriculados que exhibía sus tatuajes con el torso descubierto, hablaba de forma desagradable y bebía incansablemente, agarró al del tigre en el cuello y ambos se alejaron de ella.
    –¿Qué hacen ellas aquí? –gruñó en voz baja.
    Fingiendo no enterarse de nada, Kimberly escuchó con atención.
    –Son las chicas de las que te he hablado –informó Rodney con el mismo volumen de voz.
    –¡Son unas putas mocosas!
    El del tigre miró a las chicas un instante, como si comprobara que no habían oído nada. Kim empezaba a sentirse muy incómoda. Había esperado una bienvenida algo más amistosa.
    –Primo, han hecho su trabajo bien, sin contratiempos –explicó Rodney–. ¿Cuántas veces puedes hacer tú eso últimamente sin echar a perder el producto? Las chicas son legales. Nos ahorrarán muchas pérdidas.
    –¿Que son legales? Los críos hablan demasiado. En cuanto la pasma les coja, cantarán.
    –Oye, no estarán con nosotros mucho tiempo. Nos necesitan. Por eso están aquí. No hablarán, te lo prometo.
    –Más vale que no te equivoques, primo –advirtió el tipo grande.
    –Creo que no gustamos mucho por aquí –señaló Kim cuando Rodney volvió.
    –Entendedlo, chicas. La nuestra es una situación delicada. Aceptar caras nuevas es… arriesgado.
    –¿Sobre todo si son unas crías?
    –Pues eso también es motivo para ser precavido. A mi primo no le gusta meter a niños en esto. Tiene motivos para ello.
    –¿Y tú confías en nosotras? –Ella sonreía con malicia.
    –Yo confío menos en los adultos que no conozco que en… Bueno, en señoritas jóvenes, petit perroquet.
    –Ah, ¿sí? ¿Por qué razón?
    –Confío en ti en particular porque necesitas una ayuda que nadie más te dará y porque somos parecidos.
    –Pf… No nos parecemos en nada.
    –Pequeña, desafías a la ley –sonrió él–. Como yo.
    –¿Es una forma fina de llamarme delincuente, contrabandista?
    Rodney rió.
    –Ambos somos delincuentes, Bonnie, lo reconozcas o no.
    El joven Blake fue el primero al que Kim conoció. Como ella, él era también un deportista, un aficionado al baloncesto, y eso era lo que más atraía a la chica. Agradecía no ser interrogada, pero también empezó a aburrirse cuando se dio cuenta de que el chaval apenas hablaba de algo más que de sí mismo. Fue la hermana, Ivonne, quien la sacó de ahí. Además de contable para la gente de Rodney, ella era una ilustradora y tatuadota con divertidas anécdotas. Ni siquiera reaccionó de forma desagradable cuando supo cómo se habían conocido Kimberly y el contrabandista. Tras dejar que la menor echase un vistazo a su bloc de dibujos, le preguntó si quería que le hiciera un tatuaje, allí mismo, sin coste alguno. Kimberly lo pensó un momento. Estaba segura de que eso podría disgustar a alguien cercano a ella.
    –¿Duele? –preguntó, intentando ocultar su temor bajo una sonrisa.
    Al saber que sí, se lo pensó mejor. Buscó a Ciara con la mirada. Con sorpresa pero también agradecida, vio que su amiga y Blake se estaban poniendo cariñosos. A la irlandesa parecía estar empezando a gustarle aquello. Kim sonrió. Animada, acabó accediendo a tatuarse en la parte baja de la espalda. Tuvo que tumbarse boca abajo sobre una mesa, con los pies en el suelo. Poco después de empezar la punzante tortura, estuvo a punto de echarse a llorar.
    El dolor físico no era la razón principal de ello. De no ser ya tarde para negarse a tatuarse, podría haberlo hecho. Ese y su rechazo a que la viesen en un mal momento fueron los motivos por los que cerró los ojos con fuerza tratando de mantenerse lo más inmóvil posible, decidida a terminar sufriese lo que sufriese.
    Cuando oyó la voz de Rodney, los abrió inmediatamente.
    –Iv, esperaba que no abdujeras a estas señoritas hoy.
    Ivonne rió.
    –Sabes que pocos se resisten a mi arte.
    Kim se limpió rápidamente la humedad de los ojos. Despacio y de forma semiconsciente, dobló una pierna para apoyar sólo la punta del pie en el suelo, arqueó la
enrojecida y parcialmente desnuda espalda hacia atrás y levantó la cabeza para mirar al contrabandista de reojo con una amplia sonrisa, la que suavizó con disimulo al ver que Chuck tenía también su amenazadora mirada clavada en su persona.
    –¿Qué te está haciendo? –le preguntó Rodney.
    –Un caballo –Le había pedido a Ivonne que le hiciera uno de esos animales en posición de carrera.
    –Ella monta a caballo, Rod –intervino la artista.
    –Una jinete, ¿eh? –dijo él.
    El pulso de Kim aceleró cuando el contrabandista acercó una mano hacia su tatuaje. Cuando estuvo a punto detocarla, ella se lamió el labio inferior. Supo que le habría dolido. Bastante le ardía en ese momento la espalda sin que nadie acercara sus manazas. Normalmente le habría mantenido a raya. En esa ocasión estuvo dispuesta a dejar que él en particular le tocase.
    –¡Eh, fuera esas zarpas! –Ivonne impidió el contacto apartando la mano de Rodney de un manotazo–. Le estoy tatuando.
    Casi lamentando la intervención de la tatuadora, Kimberly adoptó su grosería de nuevo.
    –Sí, capullo. Es doloroso. ¿Aún no te has enterado? ¿O es que a ti no te duele esto?
    –¿Me buscarás cuando acabes, jinete? –preguntó el tipo–. Hay algo que quiero decirte.
    –Claro –respondió la chica. Cuando Rodney se alejaba, se dirigió a Ivonne–. ¿Sabes qué quiere?
    –Pues… –Aquella tardó un momento bastante largo en responder–. No.
    Ivonne acabó invitando a Kimberly y a Ciara a dormir con ella en su casa. “Lejos de la testosterona”, había dicho. Kim le preguntó si podría ver más de sus dibujos en otro momento. Al mirar al contrabandista, vio que le pedía acercarse con un gesto de la mano. Acercándose, volvió a buscar a su amiga para asegurarse de que seguía cerca y ocupada con Blake. En ningún momento se quitaría la chaqueta de cuero, así que, en el momento en el que Rodney no le miraba, se la abrió con aire despreocupado para exponer su ceñida camiseta.
    La primera vez que le vio le había parecido un hombre con cierto atractivo físico. Ahora no era el cómo, sino el quién era él, a qué se dedicaba, lo que más le atraía. El contrabandista estaba sentado en un sofá. Ella se acercó, sonriendo apenas. Procurando disimular el dolor de su espalda, se sentó con cierto cuidado a su lado. Entonces le preguntó si podría hacer que su primo dejase de mirarle de aquella preocupante manera.
    –No te preocupes por él –respondió Rodney–. Es inofensivo.
    “Inofensivo mis cojones”, pensó la chica.
    –Me has llamado petit perroquet. ¿Qué significa?
    –Es francés. Significa pequeño papagayo. El papagayo es un animal precioso. Es un pájaro que me encanta.
    –Ah, ¿sí?
    Kim bajó la mirada. Intentaba disimular que se sentía agradecida. Al mismo tiempo estaba molesta por sentirse así por algo que consideraba una tontería enorme.
    –Y charlatán.
    –¿Así que soy como un papagayo? –Ahora Kimberly se disgustó–. Si hay algo que no te gusta de mí, capullo, se un hombre y dímelo directamente.
    Él rió.
    –Era una broma, chica. Es un pájaro charlatán, pero no me recuerdas a él por eso, sino por su belleza.
    –Ya… –Ella dudaba.
    –¿Ya tienes tu caballo terminado?
    –Sí.
    –¿Puedo verlo?
    –Mi espalda no está para verla ahora mismo.
    –Claro. ¿Quieres beber algo? –Él levantó una botella.
    –¿Qué es eso?
    –Anís. No tiene demasiado alcohol. Tampoco le he metido nada raro –sonrió el tipo.
    Igualmente Kim vaciló. Había visto antes a Rodney beber de esa botella, así que se la arrebató para tomar con decisión un sorbo. El nuevo y contundente sabor le hizo arrugar la cara.
    –¿Huyes de alguien? –siguió el tipo–. ¿De algo?
    –¿Por qué lo preguntas?
    –Por ese interés en salir de Toronto tu amiga y tú solas. Y sé que os están buscando. ¿Sois de aquí?
    –Yo nací cerca de Toronto, pero… –Kim se incomodaba. No quería hablar de eso con el contrabandista.
    Había nacido en la ciudad de Kitchener antes de mudarse a Toronto. No obstante, para ella su hogar, el único sitio en el que se sentía segura, estaba a mucha distancia de allí.
    –¿Pero tu hogar no está aquí? –arriesgó él.
    –Algo así.
    –Lo entiendo. Hubo un tiempo en el que yo me sentía igual.
    Rodney levantó un brazo para rodear con él a Kimberly.
    –¡Eh! –Ella se lo impidió alejándose–. Nada de tocamientos.
    –¡Es cierto! –sonrió el tipo–. Lo siento. ¿Puedo saber dónde está tu hogar? ¿Y de qué huyes?
    –¿Quién te ha dicho que huyo de algo? Es sólo que no pienso quedarme en esta ciudad para siempre. En cuanto a mi hogar, es privado, capullo –sonrió burlona la chica.
    –Creo que tienes demasiada prisa como para no estar huyendo.
    –¿Y qué si estuviera huyendo? No es asunto tuyo. ¿Cuál es tu historia, contrabandista? Seguro que tienes algo que ocultar.
    Rodney contó con severidad que vivió en la pobreza cuando fue niño y que por ello se metió en una banda y en muchos problemas. Intentando alejarse de aquello, se convirtió en aquel contrabandista. Kim no dijo nada al respecto.
    –Si me dices adónde quieres ir –siguió Rodney–, podría proporcionaros a tu amiga y a ti un vuelo directo hacia allí o lo que haga falta.
    –¡Ja! ¿Sigues con eso? No conseguirás hacerme hablar. Mi amiga y yo viajaremos por nuestra cuenta. No hace falta que te preocupes. Tú sólo danos nuestra parte y punto.
    –Estáis aquí porque me preocupé, pequeña.
    –Que tu preocupación no vaya más allá. Nuestros planes son sólo nuestros y tú no estás en ellos.
    –¿Por qué no confías en mí? –indagó él, divertido–. ¿No te estoy ayudando bastante?
    –Eres un delincuente. Y yo…
    –¿Precavida? ¿Reservada? Respeto eso. Pero… ¿a quién crees que voy a delatarte? ¿A la policía? ¿A quienes te buscan?
    –Tal vez.
    –Intento evitar tener trato con la policía. Y… ¿quién soy yo para venderte a nadie? Lo que hagas es cosa tuya.
    –En eso estamos de acuerdo.
    –De todos modos no tienes intención de volver a verme después de iros, supongo.
    Aunque Rodney no se equivocaba, el tono con el que dijo lo último logró estimular el deseo de Kimberly de demostrar que podía ser útil –así como de impresionar al contrabandista– antes de irse.
    –¿Qué dirías si la señora Hoffman me enseñase a falsificar documentos? –preguntó con fingido desinterés tras dudar un momento–. Creo que podría sustituirle.
    Rodney analizó su rostro con atención. Su sonrisa se extendía poco a poco.
    –Eso estaría muy bien, Bonnie. La abuela Hoffman, como nosotros la llamamos, era realmente buena en eso. El problema es que nos olvidamos de ese arriesgado departamento cuando empezó a perder visión. No nos interesó encontrar a otro que pudiese hacerlo.
    –¿Y si yo aprendiera?
    –¿Quieres aprender?
    –Tal vez.
    –Si aprendieras, ¿qué te parecería si te enviase a Ottawa?
    –¿Por qué allí?
    –Nos hace más falta la falsificación en la capital que aquí. Y así te sacaríamos también de Toronto.
    –Y me tendrías cerca para ir a tocarme las narices, ¿eh?
    –Tienes prisa por salir de aquí, ¿no?
    –Cuanto antes me vaya, mejor.
    –Pues eso es lo que te propongo.
    –Aunque ir a la capital no era lo que esperaba.
    A Kim no le gustó mucho la idea de irse a una ciudad que no entraba en sus planes. Al menos le daba la oportunidad de alejarse de Toronto, de las monjas y del internado.
    –De todos modos, no sé si tu amiga lo aceptará –comentó Rodney, que dirigió su mirada hacia Ciara–. Se le ve muy cómoda aquí –afirmó sonriente.
    Kim miró también para ver que su amiga ya se besaba con Blake. Eso empezaba a disgustarle.
    –Vendrá –Esa promesa fue más para sí misma que para el contrabandista.
    Siguió observando pensativa y ceñuda a Cia, preocupada por la posibilidad de que hubiese encariñado demasiado y se negase a salir de la ciudad, hasta que notó que Rodney se movía. Al mirarle, vio que aquel se acercaba despacio, con la boca entreabierta. Alarmada y con su pulso acelerando, su primera reacción fue retroceder. El
contacto físico le daba un miedo que rozaba el pánico. Con todo, se sobrepuso a su temor para disfrutar de un contacto agradable, lo que, al mismo tiempo, echaba de menos. Como el tipo siguió avanzando, dudó. Le habría empujado para librarse de él, pero recordó lo que nunca había podido hacer durante los largos años en el internado. Temblorosa aunque llena de rabia, llevó sus propios labios al encuentro de los de Rodney. A pesar de no ser su primer beso, fue para ella una nueva y enormemente sofocante sensación, aunque mantuvo las manos en el pecho del contrabandista, lista para volver a poner cierta distancia entre ellos. Con los ojos cerrados, saboreó el anís de la boca del hombre mientras se dejaba tumbar en el sofá con él encima. Ni el dolor de la espalda se lo impidió.
    De pronto oyó un fuerte golpe. No fue eso lo que le obligó a detener aquello, pero sí que despertó en ella un gran temor. Sintió posarse en su costado la mano de Rodney, que se sumó al mayor tamaño y al cada vez más apasionado ímpetu del contrabandista.
    –No –dijo al mismo tiempo que empujaba a Rodney para incorporarse rápidamente, temblando con energía.
    Entonces vio a Chuck, que se retiraba con prisa. El resto de los presentes tenían también la mirada puesta en él.
    –¿Me he pasado? –preguntó Rodney. Kimberly temió cómo pudo haber sonado su voz si respondía. Ni siquiera le miró–. No te preocupes por mi primo –Él le acarició un brazo–. Sólo está preocu…
    –No es por él –Kim se desprendió de su mano con violencia.
    –¿Me dirás al menos tu nombre?
    Ella comprobó que la asfixia y su enfurecido corazón le hacían difícil pensar. Justo antes de levantarse con prisa para buscar a Ivonne y a Ciara, dijo:
    –Kimberly. Me llamo Kimberly.

Primer capítulo aquí.
Tercer capítulo aquí.
Cuarto capítulo aquí.

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