Relato: Amor real



Relato inspirado en la historia de Warcraft:

Yo era un soldado llamado Edmund. Un soldado de la guardia del último refugio humano. La ciudad de Theramore se había edificado al estilo del destruido reino de Lordaeron, y todas las costumbres seguían vivas también allí.
Durante un torneo en el que únicamente podían competir caballeros, yo estaba contemplando el espectáculo. Observaba a esos orgullosos guerreros enfrentarse entre sí y soñaba con ser uno de ellos. Pero la única forma de ser caballero era ser nombrado por la propia reina, Jaina Valiente. Ella era una de los héroes de la Tercera guerra, y una joven hechicera nombrada reina tras llevar a los supervivientes de Lordaeron hasta el continente de Kalimdor


Era tan hermosa… A pesar de su cargo, nunca dejó de vestir al estilo de los hechiceros. Desde su lado, a cierta distancia de ella, la observaba, sentada en su trono. Su rostro daba muestras de que no le interesaban las peleas.
“Sólo asiste a los torneos porque es su deber como reina”, supuse.
Cuántas veces me imaginé acercándome a ella, para susurrarle al oído que nos fuéramos a hacer algo más divertido. Muchas veces Jaina pasaba por mi lado, y lo la contemplaba desde el anonimato de mi yelmo y la invisibilidad de mi rango. Contemplaba esa cabellera de oro y aquellos ojos celestes. Uno de los motivos por los que deseaba ser caballero era por poder disfrutar al menos por un instante el tenerla frente a mí, que me devolviera la mirada, que me nombrara caballero en persona, que apoyara su cetro en mi hombro, que dijera mi nombre, que me sonriera. Aunque nunca me habría atrevido a mirarla a los ojos. Tal vez el ser caballero me permitiera estar un poco más cerca de ella, y un poco más cerca de que se interesase por mí.
Siempre podía soñar.
Una tormentosa noche, yo estaba como siempre en el castillo, haciendo guardia por los pasillos. Recorría la galería por la que estaban los aposentos de Jaina, y al pasar junto a ellos, ralentizaba el paso, observando fijamente los listones de madera de su puerta. Soñaba con entrar, acercarme a la reina con sigilo mientras dormía, acariciar su angelical epidermis, despertarla con un beso en aquellos preciosos labios creados para el amor y después meterme en su lecho con ella.
Un extraño olor me sacó de mis fantasías, un desagradable hedor como de alguna criatura mojada. Buscando la fuente, observé a mi alrededor, y vi un rastro de agua a lo largo de la pared que terminaba en la puerta de los aposentos de Jaina.
“¿Qué es eso?” me pregunté.
Miré a ambos lados del corredor. Pensé en llamar a alguno de mis compañeros. No había nadie cerca. Ni siquiera se oía el fuerte sonido de unas botas de metal al caminar. El silencio empezaba a inquietarme. Tras dudar por un momento, decidí actuar solo. Parecía que la reina tenía o había tenido compañía indeseada. ¡Podría estar muerta! Por mi honor, por mi reina y por mi deber de protegerla, tenía que hacer algo enseguida. Desenvainé mi espada y, con paso vacilante, manipulé el pomo de la puerta para atravesarla con extremo cuidado. La preocupación por ser descubierto y la posibilidad de encontrar a un extraño allí, me paralizaron por un momento.
Pero seguí caminando. Cerré la puerta al entrar y examiné el lugar bajo la escasa luz de la luna que entraba por las ventanas. Oí la respiración de alguien. La reina dormía en su lecho. No sé qué locura se habría apoderado de mí en aquel momento, pero sentí la necesidad de acercarme a ella, de aprovechar aquella oportunidad. Mi corazón parecía estar deseando salir de mi pecho a golpes, pero ni siquiera eso me detuvo. Me incliné sobre ella para olfatear su dulce aroma y contemplé hechizado sus labios.
“Te amo, Jaina. Te amo con cada resquicio de mi ser”. Me permití fantasear sobre las palabras que deseaba decirle.
Estuve tan cerca que casi la besé. Era frustrante que, a pesar de la cercanía, ese angel estuviera tan lejos de mi alcance.
Un leve sonido me devolvió a mi deber. Creí que provenía de un gran armario de aquella habitación.
“Aquí hay alguien”, deduje entre maldiciones.
En lo primero que pensé fue en la presencia de un maldito orco. Los humanos nos aliamos con esos monstruos de piel verde para combatir a la Legión de Fuego, aunque siempre sospeché que aquella alianza no podría durar mucho, que ellos volverían a intentar masacrarnos, como tantas veces hicieron en el pasado.
Armado con mi espada y mi escudo me acerqué con sigilo al armario. Sabía que, si descubría a alguien o algo allí, Jaina despertaría, pero no era necesario que ella me sorprendiese mientras la supuesta presencia no apareciera. Abrí el guardarropa con la mano que sujetaba el escudo, mientras que con la mano de la espada me preparaba para un posible combate. Apenas empecé a abrir el armario, una figura grande y musculosa se abalanzó sobre mí con un feroz rugido. El resplandor de un hacha de guerra me cegó por un instante. Era un maldito orco. Me derribó y me inmovilizó la mano de la espada, por lo que me defendí como pude de sus brutales hachazos con el escudo. Creí que acabaría atravesando mis defensas, seccionándome el antebrazo. Me golpeaba y me golpeaba hasta que oí un cántico, poco antes de que una bola de fuego alcanzase a mi enemigo en el costado, obligándole a cejar en su empeño con un rugido. Jaina había utilizado su magia. El orco me desarmó, sacó un cuchillo, me la clavó en el hombro, muy cerca del cuello, y se olvidó de mí para atacar a la reina. Ella saltó de la cama en camisón intentando escapar, pero esa bestia la alcanzó.
-¡Socorro! –gritó.
Soportando un gran dolor, me arranqué la daga, recuperé mi espada y me dispuse a ir hacia el orco. Ya era tarde. Estaba a punto de clavar su hacha en ella. Desesperado, lancé mi espada contra él, alcanzándole en la espalda. Cayó muerto tras otro rugido. Entonces corrí a socorrer a Jaina.
-¿Os encontráis bien, Alteza? –pregunté mientras me despojaba del yelmo.
Cogí su mano entre las mías, aquella mano suave y delicada. Me miró a los ojos. Sus grandes ojos celestes parecieron tener algo mágico que capturó mi alma. Estaba más hermosa en camisón de lo que la había visto nunca.
“Os amo”, quise decir, pero mi boca se negó a articular las palabras.
-Me habéis salvado, soldado –comentó-. Muchísimas gracias.
“Os amo, Jaina”, intenté decir una vez más.
Mis labios pronunciaron otra cosa.
-Es mi deber, Alteza.
“Estúpido. ¡Estúpido!”
La ayudé a ponerse en pie. No pude evitar clavar mi mirada en esas contorneadas y desnudas piernas de diosa.
-¡Estáis herido! –exclamó. Mi herida sangraba considerablemente, pero en ese momento me preocupaba más ella-. Haré que os sanen.
Salió del dormitorio e hizo que una doncella me guiara hasta un sacerdote. Así que seguí a la chica, lamentando tener que alejarme.
No pude volver a acercarme a Jaina para hablar con ella. Y la reina ni siquiera me visitó o me hizo llamar para hablar conmigo, el maldito soldado de su guardia que la salvó. Ni siquiera me preguntó por mi nombre. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo no era más que un soldado.
Sabía que no volvería a hablar con ella. Sin embargo mi corazón suplicaba por esa mujer. Mi deseo de ser caballero se hizo más fuerte, y se desvaneció cuando Jaina anunciaba a su pueblo que estaba prometida con uno de sus paladines, un héroe de la guerra que los orcos iniciaron al intentar asesinarla. Al verles besarse en público, algo murió en mi interior. Ya no sentía amor por ella. Ni siquiera envidia u odio hacia el paladín. Nada.
Vacío por dentro, seguí siendo un vulgar soldado que patrullaba por el castillo, casi como un alma en pena reviviendo noche tras noche en mi mente la noche en que rescaté a mi reina, la noche en que la toqué, la noche en la que nos miramos. Una parte de mí siguió lamentando no haberle dicho lo que sentía cuando tuve la oportunidad.

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