Relato: Eterno vagar



Desde que perdí mi vida he vagado por mi país constantemente, sin rumbo, siempre evitando los centros urbanos. Sólo la noche del treinta y uno de octubre de cada año hacía una pausa en mi viaje. Era la única ocasión en la que podía dejarme ver. Con la única idea de encontrar consuelo, me mezclaba entre la gente buscando a alguien, a un hombre que pudiera hacerme compañía, por efímera que pudiera ser. Lo necesitaba. Anhelaba el contacto de un cuerpo cálido, el latido de un corazón, el fervor del amor. Visitaba los lugares festivos y los recorría en busca de un varón que pareciera poseer gran fuerza y la vitalidad de la juventud.
Cuando creía dar con el adecuado, dejaba que me viera, clavaba mis ojos en los suyos para después esperarle en un rincón. Él aparecía. Todos lo hacían. Se acercaba con paso confiado, me saludaba, comentaba lo mucho que le gustaba mi supuesto disfraz y me hacía preguntas absurdas, triviales. Cuanto más pasaban los años más segura estaba de que los buenos juegos de seducción, así como los auténticos galanes, habían muerto hacía mucho tiempo. Pero ya no podía pedir nada mejor. Yo siempre evitaba responder, le besaba como a él más le gustaba, encendiendo su fuego, y le sugería que me llevase a su casa. Accedía sin dudar.
Impaciente, casi le dije en la última ocasión que detuviera el vehículo para satisfacer mis deseos allí mismo, en uno de esos horribles automóviles modernos. Pero no había nada como un buen colchón. ¿Por qué perder las buenas costumbres? Legamos a su pequeña pero acogedora vivienda, le desnudé despacio, notando cómo se hacía más fuerte aquel placentero calor de su cuerpo. Le arrojé sobre su lecho y le tomé. El calor que emanaba de su cuerpo y de sus manos al tocarme era maravilloso, pero el que me ofreció por dentro era lo más parecido al cielo que yo podría sentir jamás. Tras unos minutos de verdadero desenfreno, llegó el momento cumbre, el que había intentado evitar desde la primera vez. Incluso intentaba finalizar el encuentro antes de que el apogeo llegase. Nunca pude. Me sentía tan bien… Tan viva… Mi cuerpo se tensó y sufrió fuertes convulsiones. Intenté con todas mis fuerzas no gritar, pero era inevitable. Perdí el control por un momento. Sólo fueron unos segundos. Cuando todo terminó, él  me miraba con los ojos abiertos como platos, aunque su expresión era de terror y tu tez había palidecido. Estaba muerto.
Con gélidas lágrimas cayendo por mi rostro, me tumbé sobre él, manteniéndole aún en mi interior. Quería disfrutar de la poca calidez que su cuerpo aún conservaba, antes de irme de allí.
“Lo siento mucho”, le susurré al oído, como siempre había hecho. Volví a vestirme para iniciar otro largo año de éxodo.
-¡Lo has matado! –exclamó entonces otro hombre, que me apuntó con un arma y me disparó en el corazón.
Ojalá pudiera haber sabido al menos el nombre del hombre que me sacó de ese infierno sin fin y darle las gracias.
Mi nombre es Aibhill, y esta es la crónica de una banshee.

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