Mi segunda novela: Unión de ley

Unión de ley

Mi segunda novela, Unión de ley.

Sinopsis:

Un grupo de albano-kosovares ataca un hospital de Madrid buscando a un compañero herido, matando a los agentes de policía que lo custodian. Arturo Deleón, uno de los vigilantes del hospital, logra capturar a los atacantes antes de que puedan escapar, por lo que recibe una oferta de la policía para entrar en el cuerpo. Al aceptar la oferta conoce a Esther Salazar, su nueva compañera, una mujer que, al igual que él, no respeta la justicia que existe en el país, por lo que se siente obligada a aplicar su propia justicia. Arturo se verá obligado a intentar mantenerla a raya, aunque, en otras ocasiones, se sentirá obligado a ayudarla.

ISBN papel: 978-84-686-3265-0
ISBN ebook: 978-84-686-3266-7

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Prólogo


  Una noche de septiembre en la ciudad española de Madrid, una banda de albano-kosovares con pasamontañas y armados con pistolas ha robado en una joyería, colisionando un coche robado contra ella para poder acceder al interior. La policía pudo interceptarles en la huida y los ladrones se vieron obligados a dejar el vehículo. Se refugiaron en una tienda de electrodomésticos, donde utilizaron a algunos civiles como rehenes, y allí dio comienzo un tiroteo entre criminales y agentes de la autoridad.
   Después de haber sido heridos un agente y un rehén durante el fuego cruzado, fue herido también uno de los delincuentes. Por ello, la banda criminal huyó por la parte de atrás del comercio, abandonando allí a su malherido compinche, que fue arrestado por la policía y llevado a un hospital, donde se recuperaría custodiado por cuatro agentes. Una vez sanado, sería trasladado a prisión


   Tres días después de ser ingresado en el centro hospitalario, los compañeros del ladrón capturado, tres hombres en total, entraron en las instalaciones a altas horas de la noche en busca de su camarada perdido. Nadie sospechó de ellos, ni siquiera por su marcado acento. Preguntaron tranquilamente por la habitación en la que su compañero estaba ingre-
sado. Al llegar junto al cuarto, olvidaron la discreción para desenfundar sus armas y matar a sangre fría a los cuatro agentes de un disparo en la cabeza, justo antes de cubrir sus caras con pasamontañas.
   En cuanto los albano-kosovares asesinaron a los custodios, se desató el caos en el hospital. La mayoría de la gente, a excepción de los pacientes más incapacitados, huía aterrorizada. Algunos se escondían, entre éstos últimos los vigilantes de seguridad.
   Arturo Deleón, uno de los vigilantes del hospital y empleado de la empresa de seguridad Prosegur al igual que sus compañeros, esperando encontrar una oportunidad para hacer su trabajo, se ocultó con su arma desenfundada en un despachó de la misma planta donde estaba el criminal herido. Era un despacho junto al que los asaltantes debían pasar para dejar el edificio. Apostado tras la puerta, Arturo oyó desde el otro lado pasar a lo que parecían tres pares de hombres dialogando en su propio idioma. Uno de ellos parecía caminar de forma pesada, medio arrastrando los pies. Pero después de éstos pasaran junto al despacho, el vigilante oyó a otro hombre caminar más deprisa y, ya que no sabía cuántos eran los asaltantes en total, pensó que debía de ser otro de ellos que se había rezagado. O tal vez un compañero vigilante que perseguía a los agresores.
   “Hora de actuar”, se dijo, pensando que si el último hombre era uno de los criminales, podía haber cometido un error colosal al retrasarse. Eufórico ante la perspectiva de entrar en acción por primera vez después de haber pasado cinco años siendo vigilante, decidió seguir furtivamente a ese hombre. Su pulso se aceleró esperando una oportunidad para capturarle. Tenía la esperanza de que sus compinches estuviesen ya lo suficientemente lejos como para que ni siquiera se percatasen de su intervención.
   Cuando salió cuidadosamente del despacho, su objetivo parecía dirigirse hacia los ascensores, por lo que creyó que sería el mejor momento para interceptarle. Al ver que el sujeto llevaba algo que no reconoció en una mano y un arma en la otra, decidió acercarse a él cuidadosamente, arma en mano, dispuesto a disparar si el albano-kosovar le sorprendía,
pues supuso que aquellos tipos no estarían dispuestos a dejarse coger sin resistencia.
   Cuando creyó que ya estaba lo bastante cerca de su objetivo, inició una carrera hacia él. El albano-kosovar le sorprendió en el último momento pero, diestro en el arte del karate, el vigilante le propinó una patada en el rostro antes de que pudiera reaccionar. Lo derribó, y antes de que intentase defenderse, alejó su arma de él de una patada. Entonces le inmovilizó para esposarle mientras el apresado gritaba algo en su idioma. Al ver que el detenido llevaba vendajes, Arturo los utilizó para amordazarle, no sin encontrar resistencia, y después le colocó el pasamontañas de forma que le impidiera ver para evitar que le viera la cara.
   Como el tipo podría intentar escapar ya que tenía las piernas libres y no le quedaban vendajes, Arturo le arrastró hasta un quirófano buscando algo con lo que asegurarse de que el capturado permaneciese quieto y en silencio y poder continuar con su trabajo. En cuanto abrió la puerta del primer quirófano que encontró, oyó un agudo pero reprimido grito
femenino. Se trataba de una joven e inexperta enfermera acurrucada en un rincón, que se había escondido allí cuando se impuso el caos.
   –Beatriz –la nombró Arturo en cuanto vio a la asustada mujer mientras sujetaba con fuerza a su captura, que intentaba liberarse de su garra entre maldiciones–, ¿puedes ayudarme a mantener quieto a este cabrón? ¿Puedes ponerle una anestesia o algo?
   –Nunca he puesto una anestesia –respondió la aludida mientras se levantaba.
   –Pues ahora es un buen momento –trató de incitarla el vigilante–. Por favor, hazlo. Aún quedan más de los suyos en el hospital, si no se han ido ya. ¿Sabes hacerlo?
   La enfermera reflexionó un instante, dudosa, hasta que finalmente accedió, insegura.
   –Sí, tráelo aquí –ordenó, indicando al guardia que acercase a su presa hasta la mascarilla de la anestesia.
   Arturo acercó al cautivo y lo levantó para depositarlo sobre la mesa de operaciones e intentar mantenerlo quieto mientras Beatriz le ponía la mascarilla. El albano-kosovar no tardó en perder el conocimiento.
   –Gracias –agradeció Arturo cuando el criminal estaba ya inconsciente–. ¿Te importa quedarte aquí vigilándole, por favor? Tengo que ocuparme de los demás. No creo que venga nadie aquí, al menos de sus... compañeros, para buscar a éste –estaba convencido de que los asesinos ya solo pensarían en salir del hospital antes de que llegase la policía aunque dejasen allí a uno de los suyos. Intentó tranquilizar a la enfermera para que accediera controlar a aquel hombre–. Probablemente sea la policía quien venga a por él.
   –No me moveré de aquí –accedió ella, aunque el temblor de su voz y de sus manos delataban su miedo.
   Al ver mascarillas de médico en aquella sala antes de irse, Arturo pensó que podría convenirle llevar una para tapar su rostro de sus enemigos. Se puso una y después, sabiendo que necesitaría las esposas, se las sustituyó al inconsciente criminal por unas hechas con vendas. Aunque no se sentía tranquilo dejando a la enfermera sola con un asesino, debía hacerlo, debía seguir con su trabajo. Así que salió raudo del quirófano dispuesto a dar con el resto de los delincuentes.
   En lugar de utilizar el ascensor para bajar a la planta baja del edificio, ya que podría delatar su presencia y encontrarse de cara a los albano-kosovares, eligió el camino más sigiloso: las escaleras. Emprendió ese camino mientras se preguntaba dónde estaría el resto de sus compañeros vigilantes. Deseaba tener algo de ayuda. En parte no le habría disgustado que los asaltantes que faltaban se hubieran ido ya, evitando así el riesgo de enfrentarse al menos a dos hombres armados más. Pero si seguían allí, era su obligación encontrarles, y deseaba cogerlos.
   Cuando llegó a la planta baja, Arturo oyó las sirenas de la policía que se acercaba y gritos desesperados en un idioma desconocido, que sólo podían provenir de los albano-kosovares. Dirigiéndose hacia los hombres de la banda, oyó que éstos caminaban no muy rápido pero con prisa en su dirección. Tal vez iban lo más rápido que les permitía el herido. Podrían estar buscando otra salida o a su compañero neutralizado, por lo que el guardia corrió a esconderse en el lugar más cercano antes de que le sorprendieran y le acribillaran a tiros: un servicio de mujeres. Supuso que aquellos no entrarían allí, pero aun así se apostó a un lado de la puerta, arma en mano.
   Desde allí oyó pasar primero a uno de los hombres corriendo, que parecía adelantarse a sus compañeros. Creyendo que era una buena oportunidad, o tal vez la única de cogerle sin que sus compinches lo vieran siquiera, salió del servicio sin más dilación y se lanzó sobre el albanokosovar, aun a riesgo de que los demás le sorprendiesen. Empleó una vez más golpes de karate, decidido a no utilizar armas de fuego. Prefería no utilizar esas armas, ni siquiera porras si podía evitarlo, en favor de sus propias manos. Las armas de fuego le parecían algo deshonroso y cobarde. En primer lugar le asestó una patada en el pecho a su rival justo cuando éste se dio la vuelta para dispararle, que le hizo soltar su arma y caer al suelo. Entonces lo agarró por un pie y lo arrastró rápidamente hasta el servicio, donde quizá podría tener más intimidad para ocuparse de él.
   En aquella estancia, cuando el criminal se levantó mientras el vigilante cerraba la puerta, éste se lanzó de forma enérgica contra el criminal, ofreciéndole una implacable lluvia de puños y pies favoreciéndose de su superioridad en combate cuerpo a cuerpo. Estaba dispuesto a impedirle que gritara pidiendo ayuda. Consiguió volver a tumbarle y, cuando le tuvo de nuevo en el suelo, se situó sobre él para propinarle puñetazos en el rostro con una mano mientras con la otra intentaba evitar que se defendiera.
   El agredido rugía con rabia algo que parecían improperios hacia su agresor. Al ver que el delincuente estaba más calmado tras unos cuantos golpes, Arturo volvió a forcejear para esposarle las manos y amordazarle con los vendajes. En ese momento oyó a otro de los albano-kosovares repetir algo que parecía un nombre.
   –¡Afrim! ¡Afrim! –gritaba.
   Ya neutralizado, el detenido empezó también a gritar con desesperación, intentando pronunciar algo a través de la mordaza. El vigilante se situó junto a la puerta, con objeto de encargarse de los hombres que faltaban si accedían al servicio al oír a su compañero. Percibió unos pasos más ágiles y otros más pesados que se acercaban, así que se preparó para enfrentarse al último par de hombres.
   Creyó que el herido no le daría muchos problemas. Cuando los últimos criminales abrieron la puerta, se distrajeron momentáneamente observando a su compañero amordazado, momento que el guardia aprovechó para propinarle al más cercano una patada en el cráneo por la que hizo que el agredido se golpeara también la cabeza contra la puerta. Acto seguido le arrebató el arma de la mano y la dejó caer justo antes de propinarle al sorprendido albano-kosovar un potente codazo en la cara con el que le partió el tabique nasal. Posteriormente embistió al asesino para empujarle hacia el último de los criminales sanos antes de lanzarse sobre éste y neutralizarlo también a base de golpes. Les arrebató las armas y procedió a inmovilizarles las manos sin demasiados problemas aunque con prisa, pues el albano-kosovar herido escapaba, aunque no muy rápido.
   El guardia decidió no perder más tiempo amordazándoles la boca a los dos últimos detenidos ya que había acabado con las amenazas más importantes, por lo que emprendió la carrera para coger al fugitivo y acabar así por fin con el conflicto. Pero cuando giró una esquina tras él, vio que dos de sus compañeros vigilantes y amigos, Jacobo y Rafael, ya se estaban ocupando de él. Dejó de correr y se acercó a ellos, aliviado de que el problema hubiera terminado.
   –¿Dónde estabais, cabrones? –preguntó sonriendo al llegar junto a sus colegas, agotado–. He tenido que ocuparme yo de todo.
   –¿Los has cogido a todos? –indagó Jacobo, sorprendido.
   –Sí.
   –Perdona, tío –dijo ahora Rafael–. Íbamos a interceptarles en la salida. ¿Y por qué llevas esa máscara? –preguntó extrañado.
   –Para que ésta basura no me vea la cara –explicó el enmascarado, refiriéndose con desprecio a los albano-kosovares.
   –Ah... –El interrogador asintió.
   –En fin... Habrá que salir a contarle todo esto a la policía –comentó Arturo, sabiendo que la policía estaría fuera del edificio, quizá preparándose para entrar a por los albano-kosovares–. Jacobo, acompáñame. Tengo aquí a tres de ellos. Vamos a entregarlos.
   Pretendía que el nombrado le ayudase a llevarle a uno de los asaltantes a la policía mientras él llevaba a los otros dos y Rafael se ocupaba del herido.
   –¿Cuántos eran? –quiso saber Jacobo mientras se dirigían en busca de los dos detenidos.
   –Cinco con el herido, que yo sepa –respondió Arturo tras reflexionar un momento.
   –¿Y dónde está el que falta?
   –Arriba, durmiendo plácidamente.

1
Negociación


   Después de que los albano-kosovares fueran puestos en manos de la policía, los agentes de la ley convocaron a todos los empleados del centro hospitalario que habían estado allí aquella noche para tomar sus declaraciones sobre lo que había pasado. Incluso el director del hospital Esteban Anieva, que no estuvo allí durante el ataque, se presentó. Durante las declaraciones, los empleados del hospital, incluido el director, agradecieron a Arturo lo que hizo, quien fue el héroe de la noche. Algunos estrecharon su mano y otros le abrazaron. Además le comunicaron que uno de los albano-kosovares había muerto.
   –¿Cómo ha muerto? –preguntó a sus compañeros vigilantes.
   –Por dosis excesiva de anestesia, al parecer –respondió Rafael.
   Por aquella respuesta, Arturo supo que quien mató a aquel hombre fue Beatriz, aunque quizá el culpable fuera él por pedirle a la enfermera que le anestesiara, aun sabiendo que carecía de experiencia. Se preguntó cómo estaría la chica después de aquello.
   “Tengo que hablar con ella”, se dijo.
   Un oficial de la policía se interesó por él.
   –¿No le interesaría entrar en el cuerpo de policía, Arturo? –preguntó cuando el guardia dio su declaración–. Nos vendría bien alguien como usted.
   Pero el director de las instalaciones médicas oyó la pregunta, por lo que intervino antes de que Arturo pudiese responder.
   –¿Nos dejarás, Arturo? –indagó, severo, como si le disgustase la idea de perder a aquel hombre.
   –Tendría que pensarlo –contestó el aludido.
   Ya había hecho las pruebas para ingresar en la policía. Sin embargo decidió en su momento que prefería ser vigilante. En ese momento empezó a preguntarse si habría elegido bien.
   –Si decides entrar, estaremos encantados –comentó por último el oficial, antes de alejarse–. Hasta la vista, Deleón.
   –Me gustaría que hablásemos si decides entrar en la policía, Arturo –anunció Esteban.
   –Claro, señor.
   Al echar un vistazo a su alrededor cuando se quedó solo, el guardia vio a la enfermera Beatriz, acompañada por otra enfermera, dando su declaración a un agente. Ella trataba de reprimir el llanto, por lo que Arturo, que creía que su estado era debido con mayor probabilidad a la muerte del criminal que al ataque en sí, se dirigió hacia ella para intentar
ayudarla.
   Cuando se acercaba, escuchó la conversación.
   –... Yo le maté, sí –decía la mujer–. Creo que me pasé con la anestesia.
   –Así que le administró la anestesia sin conocer siquiera la dosis adecuada –afirmó más que preguntó el agente.
   –Sí –Beatriz parecía avergonzada.
   –Muy bien... –el agente anotó la información.
   –Es culpa mía, agente –intervino entonces Arturo–. Yo le pedí que le anestesiara, aun conociendo su falta de experiencia.
   –Mmmm... –el agente apuntó la revelación de Arturo en su libreta–. Bien, gracias a los dos.
   Entonces el policía se alejó.
   –Gracias, Arturo –agradeció Beatriz.
   –¿Estás bien? –preguntó el aludido, preocupado.
   La enfermera tardó unos segundos en contestar mientras se limpiaba los ojos.
   –No –dijo–. He matado a un hombre.
   –Ese... hombre... –Arturo pronunció la última palabra con desprecio– ha matado a cuatro hombres aquí esta noche, por lo que tengo entendido. Cuatro policías. Y quién sabe a cuántos más habrá matado antes –el vigilante intentaba animar a la entristecida enfermera. Le molestaba que se sintiera mal por eliminar a un criminal–. Puede que matándole hayas salvado vidas inocentes. Quizá esto te parezca cruel o cualquier cosa, pero lo cierto es que se lo merecía, digan lo que digan otros. No te sientas mal por eso, por favor. Seguro que él no hubiera dudado en matarte de haber podido. Además es culpa mía. Tal vez no debí pedirte que le anestesiaras.
   Al guardia no le disgustaba demasiado la muerte del albano-kosovar o de cualquier persona de su calaña, pero no quería revelar algo así por lo que pudiera pasar.
   –Gracias –dijo otra vez Beatriz tras un instante de silencio. Se la veía algo más animada ahora.
   La enfermera alargó los brazos hacia el vigilante, pidiéndole un abrazo en silencio, y él accedió a dárselo.
   Al día siguiente el hospital se llenó de reporteros de prensa, radio y televisión para informar de lo que pasó aquella noche. Todos ellos preguntaron por Arturo, “el héroe”, pero éste prefirió evitar darse a conocer por precaución. Dejó que el director y sus compañeros vigilantes, que eran quienes más le conocían allí y quienes más informados estaban de lo que pasó, hablasen por él.
   Mientras esperaba e intentaba descansar algo para la próxima noche –ya que únicamente trabajaba en horas nocturnas–, estuvo cavilando sobre la oferta de entrar en la policía. Aunque no le atraía demasiado la idea de tener que dejar su trabajo de vigilante para ello, sí lo hacía la perspectiva de tener un empleo con más acción, donde tuviera que actuar más y capturar delincuentes en lugar de oxidarse patrullando por un hospital. Después de todo el de vigilante le parecía un trabajo muy aburrido, pues pocas eran las ocasiones que subieran la adrenalina, y él era un hombre al que le encantaba el riesgo, la tensión de las situaciones límite. Era para él una necesidad, como el respirar. Toda su vida había buscado alguna actividad mínimamente excitante, lo único que podía entretenerle, divertirle. Siempre había participado en las actividades lúdicas de sus amigos, al menos cuando éstos le requerían, pero pocas eran las cosas en la sociedad moderna que no le matasen de aburrimiento, que llamasen su atención y se ganasen un lugar entre sus intereses, y aún menos de éstas podían practicarse con regularidad. Únicamente su oposición a ser un delincuente había logrado persuadirle –aunque no sin pensárselo bien antes– de varias de las actividades en las que se fijó.
   “Quizá podría compaginar ambos trabajos. ¿Podría estar en uno durante el día de lunes a viernes y en el otro por la noche algún día de los fines de semana? Lo consultaré”, se decía.
   Llegó la noche y Arturo volvió al hospital, se puso su uniforme, cogió sus armas y complementos y ocupó su puesto, donde permaneció, dándole vueltas al asunto de la policía hasta que una mujer le llamó por megafonía:
Arturo Deleón, acuda al despacho del director”.
   En cuanto oyó aquello, el guardia se encaminó hacia el despacho de Esteban. Había llegado el momento de hablar con él. Por el camino intentó planificar un poco cómo sacaría el tema de la policía, qué palabras utilizaría.
   –¿Quería verme, señor? –preguntó en cuanto abrió la puerta del despacho.
   –Siéntate, Arturo –le ofreció Esteban, quien permaneció sentado en su silla y alzó la mirada sólo por un instante para mirar al guardia.
   El director escribía algo con prisa en un pequeño cuaderno, quizá una agenda. Usualmente un hombre alegre y sonriente, Esteban Anieva tenía ahora el semblante inusualmente severo, lo que inquietó al vigilante.
   –Antes que nada quería felicitarte por lo de ayer otra vez. Aquí no se habla más que de ti y de los albano-kosovares desde el ataque –informó Esteban, esbozando una leve sonrisa.
   –Gracias, señor –agradeció el aludido con una tímida sonrisa. No se sentía cómodo siendo el centro de atención.
   –Y ahora vamos a lo que interesa –Esteban dejó sobre la mesa el bolígrafo que estaba utilizando cuando Arturo se sentó frente a él. Miró su interlocutor a los ojos. Apoyó los codos sobre el escritorio y la cabeza sobre los dedos de ambas manos entrelazados–. Me ha llamado el comisario de la policía nacional. Me ha dicho que busca gente que haga más
eficiente su comisaría y que le has interesado por lo de ayer. Le han impresionado tus habilidades y le gustaría que te pasases por la comisaría para hablar contigo. Para entrevistarte. Supongo que querrá que ingreses en la policía. ¿Te lo has pensado ya?
   –De eso quería hablarte –empezó a decir el vigilante, olvidando las formalidades–. No lo tengo claro todavía. Quería saber si habría alguna posibilidad, en caso de que quisiera entrar en la policía, de que pudiera trabajar allí unos días de la semana y aquí otros. De lunes a viernes en un sitio y los fines de semana en otro, por ejemplo –ahora hubo una pausa mientras el director meditaba–. Pasaré por la comisaría y lo hablaré con el comisario también. No quiero dejar este trabajo, pero me atrae la idea de entrar en el cuerpo de policía.
   –Si es por dinero... quizá podamos hablarlo –comentó el dirigente del hospital, dispuesto a negociar.
   –No es por dinero. No tengo ninguna queja por el salario. El problema es que este trabajo es demasiado... aburrido para mí –se sinceró Arturo–. Demasiado... tranquilo. La de ayer fue la primera vez que tuve que hacer algo más que patrullar en todos los años que llevo ya de vigilante. La única vez que hubo algo de acción –También pensaba que dos empleos le vendrían bien para ahorrar algo más, ya que con el alquiler de su apartamento y demás apenas podía hacerlo, pero no dijo nada al respecto. No lo consideraba algo de gran importancia. El director asintió, reflexivo, con la mirada perdida en un punto cualquiera–. Podréis llamarme cuando queráis, si surge algo, aunque yo ya no trabaje aquí –se ofreció Arturo. Creía que, de dejar ese empleo, podría echar en falta tanto al amable director como a sus compañeros vigilantes e incluso a los médicos–. Estaré encantado de volver por aquí si al final dejo este trabajo.
   –De acuerdo –accedió Esteban, con una leve sonrisa–. Pues hablaremos otra vez cuando lo consultes con el comisario, ¿te parece?
   –Claro.
   –Pues hasta mañana entonces. O hasta que volvamos a hablar.
   Al despedirse del director, Arturo volvió a su puesto y siguió pensando en la posibilidad de cambiar de empleo o adquirir un segundo mientras hacía guardia. Incluso lo comentó con sus compañeros Rafael y Jacobo en cuanto se cruzó con ellos.
   Por la mañana, acudió a la comisaría. Allí preguntó a una mujer de rubio cabello si conocía la ubicación del comisario. Ella pretendía también entrar en la policía y reunirse con el dirigente.
   –Arturo Deleón –dijo la mujer, sonriendo al reconocer al vigilante. Le miró de arriba abajo–. Un placer. Me enteré de lo que pasó en el hospital. Hiciste un buen trabajo con esos albano-kosovares de mierda –añadió guiñándole un ojo, coqueta.
   –Gracias –agradeció el aludido, algo incómodo por ser reconocido.
   –¿Qué haces aquí?
   –El comisario quiere que entre en el cuerpo.
   –¿Vas a entrar? –Los ojos de la mujer brillaron con esperanza.
   –Aún lo estoy pensando. Voy a ver qué me cuenta y a estudiarlo.
   –Ah. Pues a mí también me gustaría tenerte por aquí –Ella volvió a guiñar el ojo–. ¿Te apetece o no?
   –Me atrae la idea, sí.
   –Es parecido al trabajo de vigilante, pero más... activo. Seguro que no te arrepientes.
   –¿Quién eres?
   –Esther Salazar –La mujer le dio dos besos sin vacilar, dos besos que a él le parecieron más lentos y pasionales de lo que creía normal en dos personas que acaban de conocerse–. Yo no soy nueva en la policía pero sí en esta comisaría –informó.
   –¿Llevas mucho tiempo en esto?
   –Algunos años.
   –¿Una buena experiencia?
   –Bueno... No todo han sido buenos momentos. Pero está bien. La verdad es que no se me ocurre nada mejor. O sí... Tal vez ser un agente secreto o algo parecido sea aún mejor. No lo sé.
   –¿Como de la CIA o algo así?
   –Exacto.
   –Me gusta tu perspectiva.
   Ya presentados, ambos empezaron a preguntar por el comisario. Él se identificó como Arturo Deleón e informó de que aquel quería verle. Reconociéndole, los empleados del lugar le indicaron inmediatamente la ubicación del despacho del dirigente. Pero cuando se dirigía allí con Esther, por el camino les interceptó un oficial para que le acompañasen, pues éste les haría una entrevista, y les guió hasta su propio despacho.
   –Bien... Arturo Deleón y Esther Salazar... –nombro el oficial Samuel cuando estaban ya los tres sentados mientras revisaba unos papeles. Después miró a la mujer–. Tú eres a quien han destinado aquí, ¿correcto?
   –Sí –confirmó ella.
   –Muy bien... –El oficial revisó de nuevo los documentos–. Empezaremos por usted –Entonces miró a Arturo–. Es el vigilante al que el comisario pidió venir, ¿correcto?
   –Eso es.
   –Bien. Tengo que decirle que sus habilidades nos han impresionado. Sin embargo sus métodos parecen demasiado... –El oficial buscó la palabra adecuada– violentos. Detuvo a los albano-kosovares agrediéndoles directamente, según dijo en su declaración, ¿no es así? A alguno de ellos le dio una buena paliza.
   Arturo ya había supuesto que la policía le pediría actuar con violencia sólo en los casos más extremos, como último recurso.
   “Se lo merecían”, caviló.
   –Sí. No creo que se hubieran dejado coger sin resistencia –empezó a explicar–. Y yo no me voy a arriesgar a recibir un disparo si puedo evitarlo –Se sinceró, fiel a sus propios métodos e ideales, aquellos que le dieron el éxito la noche del ataque al hospital.
   Esther, que estaba a su lado, pareció prestar más atención ahora a lo que decía.
   –Pues para entrar en la policía tendrá que emplear unos métodos más pacíficos. Al menos cuando no sea absolutamente necesario servirse de la violencia.
   –¿Y el comisario opina lo mismo? –intentó defenderse el guardia–. ¿No le he interesado por mis métodos? Si voy a tener que utilizar los métodos de la policía y arriesgarme tanto con alguien que podría matarme sin más, creo que no vale la pena entrar en el cuerpo. ¿Por qué iba a quererme el comisario aquí si voy a tener que cambiar?
   –Tiene razón –intervino Esther, ceñuda y decidida–. Os quejáis de que esta comisaría no es eficiente, según he oído, ¿no? Quizá sea hora de trabajar en serio.
   A Arturo le sorprendió la osadía de la mujer. Sin embargo también le alegró haber encontrado a alguien que parecía pensar como él, por lo que reprimió una sonrisa de alegría.
   –Tendrán que emplear los métodos establecidos –concluyó el oficial con firmeza.
   –Ya –Arturo tenía la decepción en su rostro. Esther volvió a mirarle, con la misma expresión que el vigilante en su semblante, aunque se mostró más inquieta–. Entonces no voy a quedarme. Gracias.
   El guardia se despidió del oficial y de la mujer antes de salir de la comisaría y por el camino pensaba sobre si volver a su casa o buscar otra comisaría en la que no le pusieran objeciones. Aunque tampoco esperaba que existiera un lugar así.
   –Bueno, Salazar, vamos ahora usted –fue lo último que oyó de boca del oficial antes de salir de su despacho.
   Caminando por la calle en dirección a su coche para dirigirse a su vivienda, el vigilante oyó a alguien llamarle a su espalda.
 –¡Arturo! –llamó una voz femenina, que el aludido reconoció como la de Esther. Se detuvo y se dio la vuelta para mirar a la mujer, que se acercaba a él a paso raudo.
   –¿No te han aceptado? –preguntó él en cuanto ella llegó a su lado.
   –He decidido pasar –respondió ella con gesto de indiferencia–. A mí tampoco me hace gracia hacer el payaso ante un posible asesino y tratar a los criminales como a “reyes” –Pronunció la última palabra con desprecio–. No soporto arriesgar mi vida por alguien que no merece vivir.
   –Me ha gustado que pensases como yo –confesó él–. No esperaba encontrar a nadie así jamás.
   Esther sonrió.
   –Bueno, es lamentable pero parece que sólo unos pocos sabemos cómo hay que tratar a la escoria. ¿Qué vas a hacer ahora?
   –Puede que busque alguna comisaría en la que acepten mis métodos. Aún no lo sé.
   –Eso es lo que iba a hacer yo.
   –¿Pues por dónde quieres empezar?
   Mientras planificaban su búsqueda, el teléfono móvil de Arturo empezó a sonar. Cogió la llamada.
   –¿Sí? –dijo en primer lugar–. Sí, soy yo –una pausa–. Bien, voy para allí. ¿Esther puede venir también? Ella piensa como yo –otra pausa, durante la cual la mujer, al oír su nombre, prestó más atención a la conversación–. Esther Salazar, la chica que ha estado allí también –una pausa más–. Voy hacia allí.
   –¿Quién era? –preguntó Esther con interés.
   –El comisario de esta comisaría. Quiere que vuelva para hablar con él en persona, pidiéndome disculpas de parte del oficial Samuel. Le he preguntado si podías venir tú también, y ha dicho que sí. ¿Vienes?
   –Vamos. Y gracias por pensar en mí –añadió ella cuando ya estaban de camino hacia la comisaría.
   Al volver, ambos fueron guiados por Samuel hasta el despacho del comisario Cristóbal Polanco, el cual debía ser el único de toda la comisaría que iba con traje en lugar de uniforme de policía.
   –Hola, muchachos –saludó el comisario cuando los invitados llega-ron. Estrechó sus manos con energía y les invitó a sentarse frente a su escritorio, serio su semblante en todo momento. El comisario Cristóbal, un hombre cercano a los sesenta años de edad, de pelo cano, mirada cansada y un antiguo héroe galardonado, se acomodó en su silla, con la espalda completamente apoyada en el respaldo y los dedos de las manos entrelazados sobre su ligeramente abultado abdomen–. Tiene razón, señorita Salazar –El hombre inició la conversación en cuanto se sentó después del dúo–. Buscamos a gente competente. Hace mucho que esta comisaría no obtiene resultados de verdad. Por eso quería hablar con vosotros –después se dirigió al vigilante–. Arturo, he visto que eres un hombre con valor y habilidades asombrosas. Puede que lo que necesitemos sea personal como tú. Me gusta tu forma de pensar y de trabajar. Y la tuya, si es igual que la de él, también –Ahora se dirigió a la mujer.
   –¿No nos darán problemas nuestros métodos entonces? ¿Ni aunque se quejasen los detenidos? –indagó Arturo con recelo.
   –Seamos sinceros... Los detenidos suelen ser quienes menos derecho deberían tener de quejarse, excepto quizá los casos menos graves, ¿no están de acuerdo? Después de todo, algo habrán hecho esos rufianes para ser detenidos.
   Arturo y Esther se miraron sonrientes, tan sorprendidos como complacidos ante la opinión del comisario.
   –Pero la ley... –volvió a hablar Arturo, aún receloso sobre lo que se estaba discutiendo en aquel despacho.
   –No os preocupéis por la ley –sugirió simplemente Cristóbal, creando así un ambiente misterioso que ni Arturo ni Esther quisieron intentar desentrañar–. ¿Qué me dicen? ¿Quieren formar parte de este cuerpo?
   –¿Sus subordinados saben algo de esto? –indagó el vigilante. Creía que sus métodos de actuación podrían seguir siendo desaprobados por alguien.
   –Lo sabrán –se limitó a responder el comisario.
   Arturo dijo que le gustaría entrar en aquella comisaría, pero preguntó si se le permitiría no ir algún día a la semana, como los fines de semana completos o solo los sábados, por ejemplo, intentando mantener el trabajo de vigilante si podía compaginarlo con el de policía. Al oír eso, Esther volvió a mirar, de reojo, al vigilante. La decepción ensombrecía su faz.
   –Un hombre trabajador... –comentó el comisario, sonriendo–. Me gusta –añadió para sí mismo mientras bajaba un instante la mirada hacia unos papeles que tenía sobre la mesa frente a él–. Creo que puede arreglarse. ¿Le parece bien venir de lunes a viernes?
   –Creo que es perfecto.
   –Supongo que habrá pasado ya las pruebas de acceso, ¿no es así?
   –Sí.
   –Entonces usted ya está dentro. Quiero verle en el oficio.
   –De acuerdo. Gracias.
   –¿Podría empezar... pasado mañana, quizá?
   –Creo que sí, pero aún tengo que hablarlo con el hospital.
   –Podría tener que trabajar tanto de día como de noche.
   –No tengo objeción.
   –Bien. Pues volveremos a hablar si hay novedades, ¿de acuerdo?
   –Sí.
   –¿Y usted, señorita? –Cristóbal se dirigió otra vez a Esther–. ¿Está dentro?
   –Estoy dentro –asintió ella con una sonrisa.
   –¿Quiere empezar pasado mañana también?
   –Sí –contestó la mujer tras pensarlo un instante–. Yo no tengo problema con la fecha.
   –Muy bien. Hasta la próxima entonces, agentes –el comisario enfatizó la última palabra con una sonrisa.
   Tras eso, Arturo y Esther se lanzaron sonrientes una mirada de complicidad, antes de despedirse de su nuevo superior.
   Antes de despedirse entre ellos, los dos agentes intercambiaron sus números de teléfono y se entretuvieron un rato hablando, conociéndose mejor. Ella resultó ser una mujer de férreos valores y fuerte carácter, criada en el extrarradio y a la que le gustaría que se impusiera en su país una justicia “de verdad”, algo que, en su opinión, no había. Además contó que cuando estaba en la comisaría anterior –de la que la echaron por mala conducta– detuvo a un par de hombres armados con pistolas a base de patadas y puñetazos, sin obtener ella más herida que una pequeña cicatriz en un brazo, lo que impresionó al vigilante, que sonrió complacido.
   Él por su parte, aunque en el fondo coincidía con Esther en lo de la justicia, le interesaba más una vida con riesgo. En su opinión, una vida sin adrenalina, una vida que para él solo podía ser aburrida y monótona, valía la pena poco o nada.
   Cuando la pareja de agentes se despidió, Arturo cavilaba, ufano por haber conocido a alguien como Esther, en aquella mujer y él mismo trabajando juntos, ya que ambos pensaban igual con respecto a los métodos con los que combatir el crimen. Creía que deberían estar en el mismo equipo.
   Pero le preocupaba que acabasen echando de allí también a la agente por su conducta o que les asignasen otros compañeros.

Segundo capítulo aquí.
Tercer capítulo aquí.
Cuarto capítulo aquí.

Comentarios

  1. Bueno la sinopsis llama mucho la atención. Parece como si fuera de drama y suspenso.

    ¡Gracias! :)

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    Respuestas
    1. Gracias a ti por pasarte por aqui. En este enlace está mi primera novela, por si no la has visto ya :)

      http://albertodiaztormo.blogspot.com/2012/11/mi-primera-novela-en-el-mundo-opuesto.html

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