Capítulo 2: Unión de ley
Segundo capítulo de mi segunda novela:
2
Compañías
Compañías
Por la noche de aquel mismo día, Arturo volvió al hospital para hablar de nuevo con el director sobre el nuevo empleo, dispuesto a cumplir allí con su jornada después.
–Buenas noches, Arturo. ¿Has hablado con el comisario? –empezó a decir Esteban.
–Sí. ¿Qué le parece si trabajo aquí uno o dos días los fines de semana? –preguntó directamente el aludido.
–Buenas noches, Arturo. ¿Has hablado con el comisario? –empezó a decir Esteban.
–Sí. ¿Qué le parece si trabajo aquí uno o dos días los fines de semana? –preguntó directamente el aludido.
–¿Es lo que él te ha propuesto?
–No. Lo he propuesto yo, pero aún se puede renegociar.
–¿Trabajarías allí de día o de noche?
–En principio de día. Puede que por la noche también.
–¿No te importa cobrar menos por este trabajo?
–No.
–Mmm... –el director meditó largos segundos sobre el nuevo horario del vigilante–. Bien, pues teniendo en cuenta que si trabajas aquí los domingos no tendrás tiempo para descansar entre un trabajo y otro... ¿Qué tal si vienes sólo los sábados? –sugirió amablemente el director. –Me parece perfecto –respondió Arturo, quien ya había pensado en esa teoría. Aunque no le hacía sentirse muy bien trabajar allí un único día semanal–. Gracias.
–De nada –el director esbozó una leve sonrisa, con gesto indiferente–. Hablaré con Prosegur sobre tu nuevo contrato. Puedes irte.
Al salir del despacho de Esteban, Arturo volvió a su rutina. Mientras pensaba distraído e impaciente en que llegase el día de empezar a trabajar como policía, vio a la enfermera Beatriz con la espalda apoyada en una pared, con su uniforme, junto a una máquina de café, tomándose el que tenía en una mano a pequeños sorbos, distraída. Así que se dirigió hacia ella.
–Hola –saludó Beatriz con una amplia sonrisa cuando vio al guardia.
–¿Qué tal, Bea? –Arturo le devolvió la sonrisa, aunque menos amplia. Creyó que podría tomarse familiaridades utilizando el diminutivo de su nombre. Evitó mencionar el asunto de los albano-kosovares para no arriesgarse a que la mujer se sintiera mal de nuevo.
–Me he enterado de que vas a dejar este trabajo para irte a la policía. ¿Es verdad? –indagó ella, más seria ahora.
–No voy a dejar del todo este trabajo –le informó Arturo–. Simplemente vendré a trabajar únicamente los sábados. Con la policía trabajaré de lunes a viernes. No vais a perderme de vista para siempre –bromeó.
La enfermera y el vigilante siguieron conversando tranquilamente hasta que otra enfermera requirió la ayuda de la primera. Pero antes de que Arturo perdiera de vista a Beatriz después de darse un cálido abrazo, ésta se dio la vuelta rápidamente para decirle una última cosa al guardia.
–Mañana no trabajo –comentó con prisa–. ¿Quieres venir conmigo al teatro a ver Macbeth? Es por la tarde.
–Al teatro...
A Arturo no le atraía demasiado el teatro, pero tampoco creía conveniente negarse.
“¿Me está proponiendo una cita?” se preguntó, entre curioso e intranquilo.
–O podemos ir a otro sitio si lo prefieres –propuso de nuevo Beatriz al ver su indecisión.
–No. Lo he propuesto yo, pero aún se puede renegociar.
–¿Trabajarías allí de día o de noche?
–En principio de día. Puede que por la noche también.
–¿No te importa cobrar menos por este trabajo?
–No.
–Mmm... –el director meditó largos segundos sobre el nuevo horario del vigilante–. Bien, pues teniendo en cuenta que si trabajas aquí los domingos no tendrás tiempo para descansar entre un trabajo y otro... ¿Qué tal si vienes sólo los sábados? –sugirió amablemente el director. –Me parece perfecto –respondió Arturo, quien ya había pensado en esa teoría. Aunque no le hacía sentirse muy bien trabajar allí un único día semanal–. Gracias.
–De nada –el director esbozó una leve sonrisa, con gesto indiferente–. Hablaré con Prosegur sobre tu nuevo contrato. Puedes irte.
Al salir del despacho de Esteban, Arturo volvió a su rutina. Mientras pensaba distraído e impaciente en que llegase el día de empezar a trabajar como policía, vio a la enfermera Beatriz con la espalda apoyada en una pared, con su uniforme, junto a una máquina de café, tomándose el que tenía en una mano a pequeños sorbos, distraída. Así que se dirigió hacia ella.
–Hola –saludó Beatriz con una amplia sonrisa cuando vio al guardia.
–¿Qué tal, Bea? –Arturo le devolvió la sonrisa, aunque menos amplia. Creyó que podría tomarse familiaridades utilizando el diminutivo de su nombre. Evitó mencionar el asunto de los albano-kosovares para no arriesgarse a que la mujer se sintiera mal de nuevo.
–Me he enterado de que vas a dejar este trabajo para irte a la policía. ¿Es verdad? –indagó ella, más seria ahora.
–No voy a dejar del todo este trabajo –le informó Arturo–. Simplemente vendré a trabajar únicamente los sábados. Con la policía trabajaré de lunes a viernes. No vais a perderme de vista para siempre –bromeó.
La enfermera y el vigilante siguieron conversando tranquilamente hasta que otra enfermera requirió la ayuda de la primera. Pero antes de que Arturo perdiera de vista a Beatriz después de darse un cálido abrazo, ésta se dio la vuelta rápidamente para decirle una última cosa al guardia.
–Mañana no trabajo –comentó con prisa–. ¿Quieres venir conmigo al teatro a ver Macbeth? Es por la tarde.
–Al teatro...
A Arturo no le atraía demasiado el teatro, pero tampoco creía conveniente negarse.
“¿Me está proponiendo una cita?” se preguntó, entre curioso e intranquilo.
–O podemos ir a otro sitio si lo prefieres –propuso de nuevo Beatriz al ver su indecisión.
–No, al teatro está bien –accedió finalmente Arturo.
A pesar de que le ponía algo nervioso lo que pudiera pasar al ir a aquel lugar con la enfermera a solas, no quería desilusionarla.
Aquello hizo que Beatriz esbozara otra amplia sonrisa llena de júbilo. Después le dio a Arturo un impulsivo abrazo y se despidió de él antes de irse a toda prisa. De nuevo a solas, él se distrajo pensando una vez más en Esther Salazar, cuya existencia no acababa de asimilar.
A pesar de que le ponía algo nervioso lo que pudiera pasar al ir a aquel lugar con la enfermera a solas, no quería desilusionarla.
Aquello hizo que Beatriz esbozara otra amplia sonrisa llena de júbilo. Después le dio a Arturo un impulsivo abrazo y se despidió de él antes de irse a toda prisa. De nuevo a solas, él se distrajo pensando una vez más en Esther Salazar, cuya existencia no acababa de asimilar.
Arturo se ofreció a ir a recoger a la enfermera de castaño y lacio cabello a su piso para ir al teatro. Ella carecía de vehículo propio. Cuando la mujer le invitó a subir a su casa, tuvo que esperar unos minutos a que ella terminara de prepararse después de que le presentara a Dafne, su compañera de piso, una abogada que se iba a trabajar en ese momento.
Cuando Beatriz terminó de arreglarse, al vigilante se le hizo extraño verla tan bella. Iba maquillada no de forma excesiva, con el pelo recogido en una sencilla coleta –igual que cuando está en el hospital– y vestida con una camiseta de tirantes y pantalones, prendas muy ceñidas que tanto marcaban su figura. Estaba acostumbrado a verla con el holgado uniforme de enfermera, pues no la había visto vestida de otra manera desde que la conoció en el hospital. Pensó que quizá debió arreglarse más para aquella ocasión, ya que no llevaba más que una sencilla camiseta y unos pantalones vaqueros, lo que solía llevar casi siempre en su día a día. Se sintió algo desconsiderado, fuera de lugar.
–Estás guapísima –la halagó asombrado.
–Gracias –la enfermera bajó la mirada, sonriendo con timidez–. Tú también –comentó, mirando de nuevo al su interlocutor.
–No me ofenderás si me dices la verdad –bromeó él, simulando indiferencia después de echar un rápido vistazo a su propio aspecto.
–¡No, en serio! –insistió Beatriz, ampliando la sonrisa mientras le propinaba un suave empujón al vigilante.
En el teatro, los dos empleados del hospital vieron la obra cogidos de una mano. Ella lo disfrutó más. Entre lo poco que le entusiasmaba el teatro y la oscuridad del lugar, Arturo se esforzaba por reprimir los bostezos. Aburrido, le pasó por la mente coger la mano de la mujer. Pero no llegó a hacerlo; pudo ser un error que les pusiese a ambos en una situación comprometida.
Al terminar la obra, Beatriz le propuso con entusiasmo dirigirse a la residencia de ella para hablar y tomar algo después de cenar en algún restaurante. Más temeroso ahora, él aceptó tras vacilar un momento. Supo que una negativa la habría decepcionado, así que la pareja se dirigió caminando en busca de algún restaurante que les llamase la atención, pero, antes de encontrar el establecimiento, alguien llamó por teléfono a Arturo.
–Perdona –le dijo el vigilante a la enfermera mientras buscaba el terminal.
Al coger su teléfono y mirar la pantalla, vio que era Esther quien le llamaba. Se preguntó extrañado por qué le llamaría a esas horas de la noche.
–¿Esther? –preguntó al responder a la llamada–. ¿Qué pasa?
–Arturo, ¿podría ir a alojarme en tu casa? –preguntó la agente sin preámbulos. Parecía impaciente–. ¿Tienes espacio?
–¿Por qué? –indagó el aludido, atónito.
–Estoy pensando en irme de la mía. Diferencias con mis compañeras.
–Emm... –Arturo meditó un momento la posibilidad de que su compañera de la policía se fuera a vivir con él. Recordó aliviado que su apartamento contaba con dos dormitorios y que le vendría bien contar con alguien más para pagar el alquiler, ya que vivía solo. Le pareció algo sospechoso que aquella mujer pretendiese instalarse en su casa al día siguiente de haberla conocido, pero ella era también nueva en su comisaría. Podría haberse mudado desde otro lugar lejano hacía poco y sólo intentaba encontrar un buen lugar en el que alojarse, ya que en su anterior residencia no estaba cómoda. Además quería creer que una mujer con la que tenía las cosas que parecía tener en común no tramaba nada malo, ni le disgustaba la idea de convivir con ella, por lo que decidió darle una oportunidad, aunque inseguro–. Claro... Vente.
–Voy hacia allí –anunció Esther después de que el vigilante de revelara la dirección de su apartamento.
–¿Ahora?
–Sí. Si no te pillo en mal momento.
“Vaya, qué precipitado”, pensó el guardia.
–N... no. Vente –A Arturo no le gustaba dejar en aquel momento a Beatriz, pero tampoco hacer esperar a la mujer policía, que tanta prisa parecía tener. Así que se vio obligado a ir con la agente, ya que a la enfermera la conocía algo más–. Pero yo no estoy allí ahora mismo. Si llegas antes que yo, espérame –sugirió–. Voy hacia allí yo también.
–Vale.
–Tengo que irme, Bea –anunció Arturo en cuanto colgó la llamada–. Lo siento.
–¿Por qué? –preguntó la aludida, decepcionada–. ¿Quién era?
–Una compañera de la policía. Se viene a vivir a mi apartamento ahora mismo.
–¿A tu apartamento? –aquello no pareció gustarle demasiado a mujer.
–Sí.
–¿Y confías en ella? Acabas de conocerla.
–Seremos compañeros. Y parece impaciente. No se lleva bien con sus compañeras de piso.
–Vale...
–¿Te llevo a tu casa?
–Te lo agradecería.
Llevando a Beatriz en su coche, Arturo vio incómodo que ella ya no sonreía. Ni siquiera dijo nada.
–Adiós, Bea. Queda pendiente esa cena, ¿eh? –le dijo sonriendo a cuando llegaron a vivienda de ésta.
Le hacía sentirse mal tener que anular la cita con aquella encantadora mujer. Ella sonrió también, sin mucho entusiasmo, antes de despedirse. Arturo encontró a Esther esperando junto a la puerta de su edificio, apoyada su espalda contra la pared y con los brazos cruzados, con su áureo cabello suelto y algo desaliñado en lugar de la coleta que llevaba cuando la conoció. Junto a ella, en el suelo, había un par de maletas.
Cuando Beatriz terminó de arreglarse, al vigilante se le hizo extraño verla tan bella. Iba maquillada no de forma excesiva, con el pelo recogido en una sencilla coleta –igual que cuando está en el hospital– y vestida con una camiseta de tirantes y pantalones, prendas muy ceñidas que tanto marcaban su figura. Estaba acostumbrado a verla con el holgado uniforme de enfermera, pues no la había visto vestida de otra manera desde que la conoció en el hospital. Pensó que quizá debió arreglarse más para aquella ocasión, ya que no llevaba más que una sencilla camiseta y unos pantalones vaqueros, lo que solía llevar casi siempre en su día a día. Se sintió algo desconsiderado, fuera de lugar.
–Estás guapísima –la halagó asombrado.
–Gracias –la enfermera bajó la mirada, sonriendo con timidez–. Tú también –comentó, mirando de nuevo al su interlocutor.
–No me ofenderás si me dices la verdad –bromeó él, simulando indiferencia después de echar un rápido vistazo a su propio aspecto.
–¡No, en serio! –insistió Beatriz, ampliando la sonrisa mientras le propinaba un suave empujón al vigilante.
En el teatro, los dos empleados del hospital vieron la obra cogidos de una mano. Ella lo disfrutó más. Entre lo poco que le entusiasmaba el teatro y la oscuridad del lugar, Arturo se esforzaba por reprimir los bostezos. Aburrido, le pasó por la mente coger la mano de la mujer. Pero no llegó a hacerlo; pudo ser un error que les pusiese a ambos en una situación comprometida.
Al terminar la obra, Beatriz le propuso con entusiasmo dirigirse a la residencia de ella para hablar y tomar algo después de cenar en algún restaurante. Más temeroso ahora, él aceptó tras vacilar un momento. Supo que una negativa la habría decepcionado, así que la pareja se dirigió caminando en busca de algún restaurante que les llamase la atención, pero, antes de encontrar el establecimiento, alguien llamó por teléfono a Arturo.
–Perdona –le dijo el vigilante a la enfermera mientras buscaba el terminal.
Al coger su teléfono y mirar la pantalla, vio que era Esther quien le llamaba. Se preguntó extrañado por qué le llamaría a esas horas de la noche.
–¿Esther? –preguntó al responder a la llamada–. ¿Qué pasa?
–Arturo, ¿podría ir a alojarme en tu casa? –preguntó la agente sin preámbulos. Parecía impaciente–. ¿Tienes espacio?
–¿Por qué? –indagó el aludido, atónito.
–Estoy pensando en irme de la mía. Diferencias con mis compañeras.
–Emm... –Arturo meditó un momento la posibilidad de que su compañera de la policía se fuera a vivir con él. Recordó aliviado que su apartamento contaba con dos dormitorios y que le vendría bien contar con alguien más para pagar el alquiler, ya que vivía solo. Le pareció algo sospechoso que aquella mujer pretendiese instalarse en su casa al día siguiente de haberla conocido, pero ella era también nueva en su comisaría. Podría haberse mudado desde otro lugar lejano hacía poco y sólo intentaba encontrar un buen lugar en el que alojarse, ya que en su anterior residencia no estaba cómoda. Además quería creer que una mujer con la que tenía las cosas que parecía tener en común no tramaba nada malo, ni le disgustaba la idea de convivir con ella, por lo que decidió darle una oportunidad, aunque inseguro–. Claro... Vente.
–Voy hacia allí –anunció Esther después de que el vigilante de revelara la dirección de su apartamento.
–¿Ahora?
–Sí. Si no te pillo en mal momento.
“Vaya, qué precipitado”, pensó el guardia.
–N... no. Vente –A Arturo no le gustaba dejar en aquel momento a Beatriz, pero tampoco hacer esperar a la mujer policía, que tanta prisa parecía tener. Así que se vio obligado a ir con la agente, ya que a la enfermera la conocía algo más–. Pero yo no estoy allí ahora mismo. Si llegas antes que yo, espérame –sugirió–. Voy hacia allí yo también.
–Vale.
–Tengo que irme, Bea –anunció Arturo en cuanto colgó la llamada–. Lo siento.
–¿Por qué? –preguntó la aludida, decepcionada–. ¿Quién era?
–Una compañera de la policía. Se viene a vivir a mi apartamento ahora mismo.
–¿A tu apartamento? –aquello no pareció gustarle demasiado a mujer.
–Sí.
–¿Y confías en ella? Acabas de conocerla.
–Seremos compañeros. Y parece impaciente. No se lleva bien con sus compañeras de piso.
–Vale...
–¿Te llevo a tu casa?
–Te lo agradecería.
Llevando a Beatriz en su coche, Arturo vio incómodo que ella ya no sonreía. Ni siquiera dijo nada.
–Adiós, Bea. Queda pendiente esa cena, ¿eh? –le dijo sonriendo a cuando llegaron a vivienda de ésta.
Le hacía sentirse mal tener que anular la cita con aquella encantadora mujer. Ella sonrió también, sin mucho entusiasmo, antes de despedirse. Arturo encontró a Esther esperando junto a la puerta de su edificio, apoyada su espalda contra la pared y con los brazos cruzados, con su áureo cabello suelto y algo desaliñado en lugar de la coleta que llevaba cuando la conoció. Junto a ella, en el suelo, había un par de maletas.
–¿Llevas mucho tiempo esperando? –preguntó el guardia después de saludarse.
–N... no. No.
–Vamos para arriba –Después de abrir la puerta con su llave, Arturo se ofreció a llevar alguna de las maletas de su nueva compañera de piso–. ¿Te ayudo?
–Sí, gracias –aceptó ella.
Entonces ambos subieron al apartamento, cada uno cargado con una maleta. Al llegar al piso, Arturo le enseñó su dormitorio a la agente, dejó allí la maleta que él llevaba y salió de allí para que ella se instalara tranquilamente. Pero antes de alejarse del dormitorio, se detuvo para decirle algo más.
–Voy a cenar. ¿Quieres que te haga algo?
–¿Qué vas a cenar? –la agente abría la cremallera de una de sus maletas con gesto despreocupado.
–Simplemente un tazón de leche con magdalenas. Me gusta cenar ligero.
–Pues me apunto a eso –A Esther le gustó aquello.
Cuando el vigilante cenaba tranquilamente, Esther salió de su cuarto. Sin poder evitar fijarse en su figura, él vio que ella llevaba ahora una fina camiseta negra de tirantes semitransparente, que permitía apreciar que la mujer llevaba en ese momento un sostén oscuro. Por debajo llevaba una ceñida prenda también negra, por cuyo aspecto Arturo casi hubiera jurado que eran también ropa íntima, pero no era un gran conocedor de la moda femenina. Aunque le hubiera gustado resolver aquella duda, acabó olvidándolo, cohibido ante el aspecto tan impúdico de su nueva compañera. Dadas las circunstancias, creía que ya habría suficiente confianza entre ellos y que una mujer con la personalidad que ella tenía no tendría inconveniente alguno en responder a una pregunta así. Sin embargo decidió no tomarse demasiadas familiaridades, al menos hasta que la conociese mejor. Siempre atento a los detalles, pensó en la posibilidad de que el aspecto de la agente, además de para estar más fresca, podía tener también otro objetivo oculto.
–N... no. No.
–Vamos para arriba –Después de abrir la puerta con su llave, Arturo se ofreció a llevar alguna de las maletas de su nueva compañera de piso–. ¿Te ayudo?
–Sí, gracias –aceptó ella.
Entonces ambos subieron al apartamento, cada uno cargado con una maleta. Al llegar al piso, Arturo le enseñó su dormitorio a la agente, dejó allí la maleta que él llevaba y salió de allí para que ella se instalara tranquilamente. Pero antes de alejarse del dormitorio, se detuvo para decirle algo más.
–Voy a cenar. ¿Quieres que te haga algo?
–¿Qué vas a cenar? –la agente abría la cremallera de una de sus maletas con gesto despreocupado.
–Simplemente un tazón de leche con magdalenas. Me gusta cenar ligero.
–Pues me apunto a eso –A Esther le gustó aquello.
Cuando el vigilante cenaba tranquilamente, Esther salió de su cuarto. Sin poder evitar fijarse en su figura, él vio que ella llevaba ahora una fina camiseta negra de tirantes semitransparente, que permitía apreciar que la mujer llevaba en ese momento un sostén oscuro. Por debajo llevaba una ceñida prenda también negra, por cuyo aspecto Arturo casi hubiera jurado que eran también ropa íntima, pero no era un gran conocedor de la moda femenina. Aunque le hubiera gustado resolver aquella duda, acabó olvidándolo, cohibido ante el aspecto tan impúdico de su nueva compañera. Dadas las circunstancias, creía que ya habría suficiente confianza entre ellos y que una mujer con la personalidad que ella tenía no tendría inconveniente alguno en responder a una pregunta así. Sin embargo decidió no tomarse demasiadas familiaridades, al menos hasta que la conociese mejor. Siempre atento a los detalles, pensó en la posibilidad de que el aspecto de la agente, además de para estar más fresca, podía tener también otro objetivo oculto.
–Qué fresca vas –dijo con naturalidad a modo de comentario, justo después de apartar la mirada de la mujer para fijarla en su tazón.
Esther se miró a sí misma por un instante antes de contestar.
–¿Te molesta que vaya así? –preguntó ella con indiferencia, sonriendo de forma pícara mientras se sentaba frente al guardia. Cuando se sentó, adoptó, quizá sin pretenderlo, una postura que a su interlocutor le pareció sensual–. Si quieres me tapo un poco –se ofreció mientras removía la leche con una cucharilla.
Por aquello, Arturo creyó confirmadas sus sospechas.
–No, no –respondió él tranquilamente, antes de volver a mirar a su interlocutora. Se percató de que ésta no llevaba maquillaje alguno en ese momento, igual que cuando la conoció en la comisaría, y comprobó, a pesar de la ausencia de cosméticos, el gran atractivo de aquella mujer, con el pelo despeinado colgándole por la cara, su preciosa sonrisa y sus ojos grandes y oscuros, rasgos que parecían acentuados por la luz de la lámpara fluorescente de su cocina y el pelo cayéndole por el rostro–. Ahora también es tu casa. Haz lo que quieras –sugirió, dispuesto a no censurar nimiedades como esa.
–¿Trabajas esta noche en el hospital? –indagó ella después mientras cogía una magdalena despacio.
–No. Ahora solamente trabajo allí los fines de semana –informó Arturo. Evitaba mirar a la mujer demasiado tiempo, mientras que ella mantenía la mirada en él. Una mirada penetrante que le incomodaba.
–¿Dónde estabas antes?
Tras esa pregunta, Arturo contempló, cautivado por un instante, la forma en que la agente mordía distraída un trozo de magdalena después de sumergirlo en la leche de almendra, la sensual manera en la que sus bonitos labios se adaptaban a la estructura del dulce alimento.
–Con una compañera del hospital. Una enfermera.
–¿Tu novia? –indagó Esther, aunque no pareció muy interesada.
–No –respondió el vigilante.
Esther se miró a sí misma por un instante antes de contestar.
–¿Te molesta que vaya así? –preguntó ella con indiferencia, sonriendo de forma pícara mientras se sentaba frente al guardia. Cuando se sentó, adoptó, quizá sin pretenderlo, una postura que a su interlocutor le pareció sensual–. Si quieres me tapo un poco –se ofreció mientras removía la leche con una cucharilla.
Por aquello, Arturo creyó confirmadas sus sospechas.
–No, no –respondió él tranquilamente, antes de volver a mirar a su interlocutora. Se percató de que ésta no llevaba maquillaje alguno en ese momento, igual que cuando la conoció en la comisaría, y comprobó, a pesar de la ausencia de cosméticos, el gran atractivo de aquella mujer, con el pelo despeinado colgándole por la cara, su preciosa sonrisa y sus ojos grandes y oscuros, rasgos que parecían acentuados por la luz de la lámpara fluorescente de su cocina y el pelo cayéndole por el rostro–. Ahora también es tu casa. Haz lo que quieras –sugirió, dispuesto a no censurar nimiedades como esa.
–¿Trabajas esta noche en el hospital? –indagó ella después mientras cogía una magdalena despacio.
–No. Ahora solamente trabajo allí los fines de semana –informó Arturo. Evitaba mirar a la mujer demasiado tiempo, mientras que ella mantenía la mirada en él. Una mirada penetrante que le incomodaba.
–¿Dónde estabas antes?
Tras esa pregunta, Arturo contempló, cautivado por un instante, la forma en que la agente mordía distraída un trozo de magdalena después de sumergirlo en la leche de almendra, la sensual manera en la que sus bonitos labios se adaptaban a la estructura del dulce alimento.
–Con una compañera del hospital. Una enfermera.
–¿Tu novia? –indagó Esther, aunque no pareció muy interesada.
–No –respondió el vigilante.
Después se dijo mentalmente que eso, teniendo en cuenta lo que pasó aquel mismo día, podría cambiar en un futuro.
–¿Tienes novia? –Esther se mostró más interesada en esa pregunta.
–No –Al responder, el vigilante creyó ver en la mirada y la sonrisa de su compañera unas intenciones que le intranquilizaron antes de que ésta desviara por un momento la mirada hacia la magdalena que sostenía en la mano. Le habría gustado descubrir lo que podía estar tramando, pero no preguntó–. ¿Y tú estás con alguien? –Quiso saber más de su nueva compañera, aprovechando la confianza que parecía haber ya entre ellos.
–No.
Ella esbozó una ligera mueca de desprecio mientras respondía, por lo que el guardia no quiso averiguar más por precaución.
–¿Puedo preguntar por qué has dejado exactamente tu anterior piso o no es asunto mío? –siguió indagando el guardia.
–No me llevaba bien con mis compañeras. Es sólo eso –respondió la mujer con indiferencia. Después miró fijamente al vigilante durante unos segundos, con una sonrisa, antes de decir algo más–. Gracias por dejarme vivir en tu casa.
–Bueno... vamos a ser compañeros, ¿no? –dijo él sonriendo, como insinuando que era su obligación–. Y bien, señorita Salazar –ahora bromeó adoptando una actitud formal–. ¿Qué puede aportar usted a esta coalición?
Una sonrisa pícara, quizá algo maliciosa, volvió a aflorar el nos labios de la aludida.
–No –Al responder, el vigilante creyó ver en la mirada y la sonrisa de su compañera unas intenciones que le intranquilizaron antes de que ésta desviara por un momento la mirada hacia la magdalena que sostenía en la mano. Le habría gustado descubrir lo que podía estar tramando, pero no preguntó–. ¿Y tú estás con alguien? –Quiso saber más de su nueva compañera, aprovechando la confianza que parecía haber ya entre ellos.
–No.
Ella esbozó una ligera mueca de desprecio mientras respondía, por lo que el guardia no quiso averiguar más por precaución.
–¿Puedo preguntar por qué has dejado exactamente tu anterior piso o no es asunto mío? –siguió indagando el guardia.
–No me llevaba bien con mis compañeras. Es sólo eso –respondió la mujer con indiferencia. Después miró fijamente al vigilante durante unos segundos, con una sonrisa, antes de decir algo más–. Gracias por dejarme vivir en tu casa.
–Bueno... vamos a ser compañeros, ¿no? –dijo él sonriendo, como insinuando que era su obligación–. Y bien, señorita Salazar –ahora bromeó adoptando una actitud formal–. ¿Qué puede aportar usted a esta coalición?
Una sonrisa pícara, quizá algo maliciosa, volvió a aflorar el nos labios de la aludida.
–Ya lo verás.
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