Capítulo 4 de MANZANA DE HIERRO

Manzana de hierro

Cuarto capítulo de mi novela.



4
Extraño
   –¡Me cago en la puta! –exclamé.
   Contemplé impotente cómo nos salíamos de la carretera para que el taxi acabara volcando. Fue inútil intentar sujetarme. Me golpeé en la cabeza y los brazos. Casi me rompo el cuello al caer sobre el techo del vehículo cuando quedó invertido. Dolorido, me arrastré para salir con cuidado por la ventana rota. Me puse en pie y, tras comprobar que no
estaba herido, fui a ver al taxista. Palpé su pulso. No tenía. Una larga flecha, hecha al parecer de madera con el estabilizador de plumas de ave auténticas, había atravesado el
parabrisas para clavársele en el pecho.
   “Joder, la puta arquera. Zorra, aquí estoy. Da la cara...”
   Parecía que todo aquel al que me acercaba, moría. Lleno de frustración, casi deseé volver a encontrarme con aquella asesina, aunque no me atreví a pedir aquello en voz alta. Necesitaba descargar mi ira de alguna forma. Miré a mi alrededor, listo para reaccionar. No parecía haber nadie, pero no iba a fiarme de las apariencias. ¿Debía avisar del accidente? Indeciso, eché otro vistazo al taxista. La flecha ya no estaba allí. ¿Qué iba a contar entonces? ¿Y si intentaban inculparme de asesinato? O tal vez sólo intentaban asustarme, evitar que me encontrara con Carisiteas. Evité volver a tocar al difunto o al coche con objeto de imprimir en ellos mis huellas lo mínimo posible. Aunque disgustado, me sentí obligado a irme de allí enseguida. Probablemente la arquera me acechaba. Podría haber recibido un flechazo en cualquier momento. De todos modos no tardaría demasiado en
descubrir alguien el accidente.
   No quedaba demasiada distancia hasta Atenas. Tal vez fuera más difícil de encontrar yendo a pie, intentando ponerme a la vista lo mínimo posible, con paso acelerado, y busqué directamente la sede de la emisora. Esperé por los alrededores a que el empresario saliese de allí mientras lamentaba no tener una radio con la que oír lo que el tipo decía. Buscaba la manera de acercarme a él. Pensé que la mejor forma sería seguirle cuando se fuera. Estaba dispuesto a sorprenderle cuando llegase a su residencia particular si era necesario.
   Cuando rondaban ya las ocho y media, vi una figura encapuchada en una esquina. No le veía la cara, pero estaba seguro de que su vista estaba fija en mí.
   “Mierda...”
   Desvié la mirada y busqué dónde meterme para eludir su observación. Al principio supuse que sería la arquera. Sin embargo me había parecido ver que aquella figura era de menor estatura, y hasta encorvada. No parecía ser la misma persona, sino posiblemente un anciano. Al volver a mirar en su dirección para examinar mejor su aspecto, ya no estaba allí. Eso de aparecer y desaparecer me crispaba los nervios cada vez más, joder. Decidí largarme de allí, pero entonces vi otra figura encapuchada similar en otra esquina, por delante de mí. ¿O fue la misma? Una persona normal no habría podido recorrer una distancia de unos cincuenta metros aproximadamente en sólo unos pocos segundos, debiendo dar además un rodeo para eludir mi vista. Sentí que me vigilaban por todas partes. Giré aleatoriamente en distintas direcciones, moviéndome entre los edificios sin rumbo fijo, pero siempre había una esquina desde la que me acechaba una de esas... ¡Lo que fueran! En cierto momento, todo empezó a moverse a mi alrededor. Los edificios oscilaban, cualquier luz se hizo cegadora y unos horribles y oscuros rostros fantasmales bailaban a mi alrededor. Oía sus inquietantes risas.
   –Argus –susurraban una y otra vez.
   –No sois reales –dije, aunque no con convicción, mientras intentaba recuperar cierta estabilidad y controlar mi miedo–. Dejadme en paz.
   Me metí en un bar intentando encontrar un lugar en el que reponerme. Cada persona que encontré allí tenía un rostro deforme, horrible. Cuando me miraron y empezaron a pronunciar mi nombre, me fui de allí. A pocos metros después, me detuve en seco y apreté los ojos para que todo volviera a la normalidad. Seguí oyendo aquellos susurros durante un rato. Pedí varias veces que se callaran y, de pronto, hubo silencio. Entonces vacilé. Temí que esas cosas volviesen si abría los ojos, pero los abrí, lentamente. No había fantasmas, ni jodidos edificios de goma, ni luces cegadoras de mierda. A varios metros frente a mí, vi una figura humana tirada en el suelo. Parecía una mujer. Ella y el suelo a su alrededor estaban cubiertos por una sustancia de un rojo oscuro. Aunque preocupado por lo que pudiese ver, me acerqué con la idea de ayudar.
   Aquella visión inundó mis ojos de lágrimas. Era Leah. Estaba allí, inmóvil, con una expresión de terror en su rostro. Su boca, abierta en un grito mudo. Sus ojos muertos mira-
ban al cielo. Pero lo peor fue su barriga: estaba abierta en un agujero enorme, como si le hubieran arrancado el feto, a nuestro hijo. Quise alejarme para no ver aquello, pero decidí agacharme a su lado, permanecer junto a ella, llorando como un crío. No pude dejarla allí así.
   –Leah –nombré, con voz temblorosa–. ¿Quién...?
   Las palabras se me atragantaban. Llegué a cuestionarme si valía la pena seguir viviendo. Extendí una mano para acariciar su rostro. En cuanto mis dedos llegaron hasta ella, mi esposa se evaporó.
   “No era real –me dije para convencerme, algo más repuesto–. Estoy alucinando. Leah está viva y lejos de aquí. Sólo ha sido una alucinación”.
   Olvidé el propósito que me llevó allí. Rendido –y reconozco que también acojonado...– me dispuse a buscar un transporte con el que salir de ese lugar y tal vez así librarme de lo que me estaba pasando. No me importaba a dónde me llevase. Únicamente quería largarme y descansar.
   –Perdona –dijo entonces una voz femenina mientras me tocaba un brazo.
   Al volverme, vi a otros dos de esos monstruos deformes.
   –¡Dejadme! –exclamé.
   Reaccioné retrocediendo espantado para alejarme, utilizando las manos como escudo. Entonces aquellos rostros se transformaron para convertirse en los de dos chicas.
   –¿Qué coño te pasa, tío? –preguntó con despreció una de ellas.
   Una era rubia, de ojos verdes más separados y la otra, la que preguntó aquello, de pelo castaño, ojos oscuros, piel más oscura y rostro más afilado. La castaña, Talestris, tenía más pecho y unos hombros más anchos que la otra, unas caderas más estrechas y era algo más alta que yo.
   –Perdonadme –pedí avergonzado al darme cuenta de que no eran alucinaciones–. No tengo un buen día.
   –¿Eres de por aquí? –me preguntó la que me había detenido: la rubia, Ainia, con una sonrisa en su cara.
   Ambas sonreían. Parecían vestir para ir de fiesta, con prendas ceñidas, faldas muy cortas y maquillaje poco discreto. Me sorprendió que ninguna de las dos llevase escote en pleno junio, aunque era obvio que tampoco llevaban sostén. Sus melenas, largas hasta la mitad de la espalda, iban sueltas. Ainia no apartó la mirada de mis ojos en ningún momento, mientras que yo intentaba ser más discreto. Talestris me miraba con la misma osadía, pero parecía examinarme de arriba abajo de tanto en tanto. Llamaron mi atención las botas de montaña y las pequeñas plumas blancas que ambas utilizaban de pendientes.
   –No, no... No lo soy –contesté.
   Por precaución, evité revelar mi procedencia. Aunque... ¿qué coño? Eso no parecía ser un secreto para mis enemigos. Al pensar en mi ciudad, recordé a mi esposa, y que hacía mucho que no sabía nada de ella. ¿Se encontraría bien? Me dije que debía llamarla en cuanto pudiera, en cuanto encontrase un momento de paz.
   –Nosotras tampoco –comentó la de ojos esmeralda con tono apenado.
   Por su perfecto griego, di por hecho que no eran extranjeras. Me preguntaron si conocía la ubicación de algún lugar donde tomarse unas copas y bailar. Al no poder darles respuesta, las preguntas pasaron a ser más personales. Parecían interesadas en conocerme. Me contaron que eran modelos. Demasiado cansado para pensar mentiras, me sinceré en las respuestas menos importantes. Tenía demasiada prisa como para hacerles preguntas a ellas. Buscaba un buen momento en el que escapar. Sólo quería que me dejasen en paz de una vez.
   Durante la conversación, la alta sacó un teléfono móvil de su bolso y se alejó. Receloso, escuché con atención lo que decía mientras yo dialogaba con la rubia, pero sólo pareció pedirle a algún amigo que las recogiera. Habló con normalidad. Yo miraba a mi alrededor cada poco tiempo para comprobar si la figura encapuchada aún me observaba. No parecía ser así, aunque no por ello me tranquilicé.
   –Perdonadme, tengo bastante prisa –Intenté zanjar la conversación cuando la castaña volvió.
   –Ven con nosotras a nuestro hotel –pidió entonces Talestris.
   “Será mejor que no”, cavilé.
   –Sí, por favor –intervino la rubia mientras me cogía del brazo, entusiasmada por la idea–, ven con nosotras.
   Pensé que trataban de simular la mirada, esa que sólo las mujeres saben adoptar cuando se sienten atraídas por alguien. No obstante, la de esas chicas carecía de su intensidad característica. Aunque estaba decidido desde el principio a negarme, me permití imaginarme por un momento largándome de allí con ellas. No me disgustaba el físico de ninguna de las dos. Quizá la de ojos verdes me resultaba un poco más atractiva.
   “Que vas a tener un hijo, por favor...”, me recriminé.
   –No, no puedo –respondí, y aunque dudé un momento, revelé también el motivo–. Estoy casado.
   Eso no sirvió para que mis insistentes interlocutoras cejaran en su empeño. De haber estado soltero, tampoco me habría ido con dos desconocidas. Me dispuse a alejarme ya, pero me impidieron el paso. Casi me detuvieron por la fuerza.
   –Por favor, nos encantaría que vinieras –suplicaba Talestris mientras me agarraba cada una por un brazo.
   –Lo siento –Yo buscaba la manera de liberarme.
   –Por favor, por favor, nos encantaría conocerte –aportó Ainia.
   “¿Conocerme? ¿Para qué?”
   La situación empezaba a preocuparme. Estaba seguro de que no era ni la atracción ni el sexo lo que las movía, sino algo mucho más inquietante. ¿Iba a tener que mostrarme desagradable para quitármelas de encima?
   –¿Quieres que nos arrodillemos? Si quieres nos arrodillamos –comentó la rubia.
   “¿Arrodillaros?”
   Aquello me sorprendió. ¿Estarían lúcidas esas zorras? ¿Irían ya con alguna copa de más? ¿O drogadas hasta las cejas? Supliqué que no me metieran en aquella embarazosa situación. Me quedé en blanco por un instante al ver que la rubia se arrodillaba, seguida por su amiga.
   –¡No, no, no, no! –Me apresuré a coger a cada una por una mano cuando volví en mí y las forcé a levantarse–. No hace falta.
   –¿Vienes entonces? –Ainia mantenía su entusiasmo.
   “Joder...”
   Me dije que era el momento de dejar el trato afable, pero fui incapaz. Mi jodida sonrisa se negaba a desaparecer de mi cara. Apareció un taxi que se detuvo a nuestro lado, y creí esperanzado que me libraría al fin de las insistentes mujeres.
   –El taxi nos llevará al hotel. Acompáñanos, por favor –suplicó Ainia, ahora con un tono más tierno.
   Reconozco que su expresión inocente, esa carita de ángel, me tentó a acceder. Iba a negarme una vez más. Entonces volví a ver a la figura encapuchada.
   “Me cago en la puta”.
   Vacilé, hasta que caí en la cuenta de que me preocupaba más aquella figura que las dos chicas. Quería largarme de allí cuanto antes. Ainia y Talestris me esperaban, con la súplica en sus miradas y una mano en el interior de sus bolsos. Supuse que, después de que el taxi las dejara a ellas, podría llevarme a mí a donde quisiera. Esperaba poder librarme de ellas antes de que me metieran en su hotel.
   –Voy –anuncié a regañadientes.
   La sonrisa volvió a sus caras. La rubia me cogió con gran alegría por una mano y me arrastró corriendo hacia el interior del vehículo. Procuré no fijarme en la porción de sus nalgas que quedó expuesta al agacharse para entrar. No vi rastro de otra prenda. Capaz de no llevar bajo la falda nada más que su propio ser. La alta entró después de mí y quedé atrapado entre las dos, fuera del alcance de una salida.
   Al estar ya los tres dentro, el taxi inició el camino rápidamente. Me pareció que iba a una velocidad algo excesiva. Las chicas borraron las sonrisas de sus caras para adoptar una expresión mucho más severa, algo ceñuda. Nos sumimos en el silencio más incómodo que yo había experimentado en la vida. Apenas me atreví a rascarme la nariz. Contemplé cómo recorríamos la ciudad, deseoso de llegar a mi destino de una vez. Ojalá hubiera podido seguirle el rastro a Adrastos Caristeas sin problemas. Por el momento, parecía que me había librado de la figura encapuchada.
   El taxista era una mujer, de mayor edad que las que me asaltaron en la calle y de cabello negro muy corto, rasurado casi al cero, a quien le habría agradecido que hubiera encendido la maldita radio si eso hubiera hecho el viaje más ameno. Talestris y Ainia mantenían una mano cada una sobre uno de mis brazos. La sensación de arresto era tal que empecé a preocuparme, a preguntarme si estaban con Paspala. Miraba a cada una de las chicas con disimulo de tanto en tanto para comprobar sus inquietantes expresiones. Ellas únicamente miraban por las ventanas o hacia delante. Parecían ansiosas por llegar al final del trayecto.
   Durante el viaje, me di cuenta de que salíamos de la ciudad.
   “¿Adónde vamos?”, me pregunté extrañado. Se suponía que el hotel de esas chicas estaba en Atenas. Habría preguntado en voz alta, pero, sin saber por qué, temí lo que aquello hubiese podido desencadenar. Preferí dar la mínima señal posible de mi presencia allí. Fijándome en las señales, vi que nos dirigíamos hacia el norte.
   “¿Me llevarán a Lárisa? Algo va mal...”
   Pensé preocupado en Leah. ¿Cómo podría escapar? Atacar a la taxista podría haber hecho que nos estrelláramos, y al agredir a las chicas podría haber conseguido que la conductora detuviera el vehículo sólo para ocuparse de mí, siendo entonces tres contra uno. ¿Y quién sabe lo que las más jóvenes escondían en sus bolsos?
   ¿Y si ninguna de las tres era mi enemiga? Busqué qué decirles, intentando indagar de forma sutil. Sin embargo la presencia de la conductora me molestaba. Recordé que el último taxista al que recurrí había sido asesinado.
   Frustrado y preocupado por la incertidumbre y el riesgo de mi situación, decidí arriesgarme a romper el silencio.
   –Perdonad. ¿Adónde vamos?
   ¿Fue la pregunta demasiado directa? Ainia y Talestris se miraron por un momento, antes de volver a centrarse en mí. La otra me observó por el retrovisor. Sus miradas poseían una preocupante hostilidad. ¿Dónde estaban su sonrisa y actitud tierna justo cuando más me habría gustado verlas?
   –Es una sorpresa –respondió la rubia, esbozando una leve sonrisa.
   –¿Qué sorpresa?
   –Vamos a llevarte con otras amigas nuestras –anunció la alta.
   “¿Con más?”
   Aquello iba cada vez peor. ¿Me llevarían a una maldita orgía o algo parecido? Seguro que no.
   –Yo no he accedido a ir con vosotras a ninguna parte –repliqué, aun a riesgo de resultar desagradable.
   –No va a pasarte nada malo –comentó la castaña, que ahora exhibía una leve sonrisa.
   –Relájate –sugirió Ainia con la misma expresión que su amiga.
   –No –Entonces me dirigí a la taxista–. Oiga, pare el taxi.
   Pudo ser una estupidez, pero me daba muy mala espina todo aquello. La zorra me ignoró por completo, como si no hubiera oído nada. Empezaba a irritarme de verdad.
   –Tranquilo, cariño. Te devolveremos a Atenas enseguida.
   Ainia se me echó sobre el regazo para besarme.
   “¿Qué coño...?”
   Antes de que nuestros labios se unieran, la forcé con suavidad a apartarse de mí.
   –¡No! –exclamé después–. ¡Oiga, he dicho...!
   La zorra de pelo castaño me impidió terminar la frase cubriéndome la boca y la nariz con algún tipo de trapo al mismo tiempo que, con la otra mano, me inmovilizaba un brazo contra su pecho. No debí perderla de vista. La rubia pasó a inmovilizarme también el otro brazo. Sus expresiones eran en ese momento las más crueles que yo había visto. No iba a dejar que me ahogaran sin resistirme con todo mi empeño. Intenté liberarme desesperadamente empleando toda la fuerza de la que disponía, agitándome como una bestia enfurecida, pero las muy putas eran fuertes. Hasta intenté patearle la cabeza a la conductora. Sufrir un accidente me parecía ya un riesgo aceptable, mi mejor opción. Con suerte mis secuestradoras se abrirían la cabeza y yo podría escapar. Por un instante, conseguí liberar un brazo, con el que le propiné, sin pensarlo, un codazo en el tórax a la rubia. Aulló de dolor, aunque no pude hacer nada para impedir que volviera a inmovilizarme enseguida.
   “¡Debí elegir a la figura encapuchada, joder!”
   Poseído por la cólera, deseé liberarme con el único propósito de estrangularlas con mis propias manos, aunque fuera lo último que hiciera. Traté de aguantar la respiración para resistir lo máximo posible. Sin embargo, con el forcejeo, no pude evitar acabar respirando. Un suave pero extraño olor proveniente de aquel trapo invadió entonces mis fosas nasales, y mi mente se fue nublando. Empezaba a darme por muerto. Me pareció notar que el recuerdo de mi esposa me infundía fuerza. No la suficiente. Al final perdí por completo el sentido.
   “¡Qué puta cagada!” fue lo último que pensé.

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Capítulo 2 aquí.
Capítulo 3 aquí.
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