Capítulo 4: Cristalino

Cristalino

Cuarto capítulo de Cristalino.


4

   La sugerencia de la señorita Wingfield debió de sorprender a Randa tanto como a mí. ¿Compartía realmente sangre con Murray? ¿Y por qué nos querían fuera de esas islas? Podía entender los motivos de la agente Grey. Los de Firtha, en cambio, se me escapaban.
   –¿Qué opinas de la joven Wingfield? –le pregunté a Randa cuando dejamos la casa–. ¿Te tragas que sea hija de Murray?
   –Desde luego no tiene un gran parecido con él. Al menos físicamente. Es mona, aunque algo flacucha. Esto no tiene nada que ver, claro.
   –Es extraño que no supiéramos de ella hasta ahora, ¿no? Justo cuando Murray está desaparecido.
   Rió.
   –Gruñón, no todo en la vida son tramas. ¿Estás pensando que esa chica tan adorable es en realidad un monstruo? ¿Qué pudo matar a Murray a sangre fría y quemar la casa? ¡Venga ya!
   –¿Qué sabemos de ella realmente? ¿Cómo sabemos que ha salido alguna verdad por su boca?
  –He visto la documentación de esa chica, Monroe. Si no es real, es una falsificación realmente buena. Parece innegable que es hija de Murray Wingfield.
   –La encontraste colándose en la casa a escondidas. Joder, Randa, ha podido mentirnos con sus motivos.
   –¿Querías que la arrestase cuando yo misma estaba quebrantando la ley?


   –Tal vez debiste hacerlo. No es policía. Sabes que no debía estar allí. Podría haber entrado para destruir pruebas. Ya la has oído: despreció a Murray durante toda su vida. Sus sentimientos hacia él podrían ir más allá del simple desdén. Y quiere que nos vayamos de aquí. ¿Porque se preocupa por nosotros? No me convence.
   –Pero Monroe, ¿por qué iba a quemar la casa si ni siquiera mató a Murray allí mismo? ¿Tanto te cuesta creer que sea una buena chica?
   –Puede que Murray escapase del incendio y ella le alcanzase posteriormente. O podría querer deshacerse de algo que pudiese delatar su culpabilidad. Eres policía: deberías saber estas cosas.
   –La casa ardió durante la noche. Murray desapareció…
   –¿Durante el día? ¿Antes de que la casa ardiera? Nadie ha podido asegurar eso, Randa. Deberíamos comprobar si la Wingfield es realmente quien dice ser. ¿Has visto ese pez? Estaban las escamas allí, por todo el plato. ¿Se lo ha comido crudo o qué?
   –¡Uy, la chica es una auténtica psicótica! –se burló entre carcajadas–. Hay quien prefiere comer las cosas crudas, mi ignorante gruñón. Como yo misma, sin ir más lejos. Suele tener más beneficios. Mira, he estado hablando con esa chica antes de que aparecieras. Es un angelito, Monroe. Lo sé.
   –He ahí la opinión profesional de Randa Green…
   –¿Quieres investigarla? ¡De acuerdo! No te estoy diciendo que no. A mí también me ha dado mala espina esa forma de echarnos.
   –Seguro que hay algo más importante detrás de eso que la preocupación por nosotros o el desprecio hacia los ingleses.
   –Preocupación… Le escribiré una carta a Audel. Él nos contará si hay algo raro en esa chica.
   –Pongamos que Murray no fue asesinado –planteé–. Quizá se suicidó.
   –¡¿Qué dices?!
   –De momento no hay nada que nos diga lo contrario. Y como tú misma has dicho, han podido cambiar muchas cosas en catorce años.
   –¿Por qué iba a quemar su casa entonces, eh? ¿Por qué iba a escribirme si pensaba matarse, antes incluso de que yo llegara?
   –Quería contarte algo. Quizá pretendía dejarte algún legado y algo le saliese mal. ¿Yo qué sé?
   Resopló airada.
   –Te daría una paliza ahora mismo, Monroe… ¿Es que sólo eres capaz de ver muerte desde lo de tu hi…?
   No sé cómo pude perder el control de esa manera. Ni siquiera le permití terminar la pregunta. Agarré a mi compañera por el cuello, arrinconándola contra una pared. Ella tenía los ojos muy abiertos, el miedo reflejado en ellos, mientras trataba de liberarse. Le costaba respirar.
   Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me dispuse a soltarla rápidamente. Antes de que pudiese hacerlo, ella me clavó sus largas uñas en torno a la tráquea. Creí que me la arrancaría si hacía el menor movimiento. Apreté los dientes para reprimir un alarido.
   –Suéltame, Randa –gemí tras soltarla yo.
   –¿Qué pretendes, Monroe? –me susurró airada al oído, sin aflojar su garra–. ¿Matarme?
   –No sé qué me ha pasado. Suéltame, por favor.
   Me soltó y me alejé de ella frotándome el cuello. Me había hecho sangrar. No me atreví a mirarla a la cara.
   Joder, qué ganas de beber…
   –Lo siento, Randa –farfullé–. Yo…
   –Cabrón, si no supiera que no estabas aquí cuando Murray desapareció, serías mi principal sospechoso.
   –¡Te he dicho que lo siento, maldita sea! Dame un poco de… Olvidémoslo, ¿de acuerdo?
   –Sí… Olvidémoslo.

   Mi hija me seguía a todas partes. Era algo que solía odiar más que agradecer. A menudo me pregunté si su fantasma me rondaba para evitar que la olvidase. Me daba muchos problemas.
   Tras varios minutos caminando junto a Randa, inmersos en un silencio que se hacía más incómodo a cada paso, no pude aguantar más. Aquello era ridículo; no éramos un par de críos peleados. Pero estaba avergonzado, furioso conmigo mismo. Mi malestar llegaba incluso a lo físico. Una extraña sensación en el estómago instalaba en mi faz una expresión de amargura.
   Mierda, era casi como si fuese Charisse la que tenía al lado, como si hubiese retrocedido catorce meses. Todo era culpa mía. Tenía que hacer algo, así que me sentí obligado a suavizar tensiones, a devolverle al menos a la relación un matiz quizá más frío aunque profesional. Al menos debía intentarlo.
   –¿Adónde vamos ahora?
   Randa tardó un momento en responder. Ni siquiera me miró.
   –A hablar con los pescadores de Murray –Fue una respuesta gélida, mecanizada–. Podrían contarnos algo interesante. Podrían incluso ser los últimos que le vieran.
   –¿Por qué se iría Murray con ellos?
   –Pues para llegar a una zona más profunda y alejada de la costa. ¿No te parece? ¿Qué otro motivo podría haber? Dudo que lo hiciera para disfrutar de la compañía de esos hombres en medio del mar o para verles pescar.

   –Sí, hemos oído lo del Hombre Pez –asintió con pesar el capitán del barco de pesca, que nos recibió en cubierta, un marinero llamado Fergus Cambell de pelo cano, rostro curtido con poblada barba, arrugados y pequeños ojos y anchos hombros que fumaba puros. El vello de su pecho asomaba por la abertura de la camisa que llevaba bajo el impermeable amarillo. Estaban preparando la embarcación para partir. Nos ofreció whisky, que rechazamos–. Ese hombre nos echaba una mano voluntariamente cuando estaba a bordo. Echaremos en falta su presencia, sí señor.
   –¿Siempre se sumergía cuando venía con ustedes? –preguntó Randa.
   –Siempre. Hasta cuando el tiempo estaba más agresivo. No le importaba en absoluto. Siempre se metía en su neopreno, se cargaba la bombona de oxigeno y se tiraba. Era todo un profesional.
   –Era biólogo, no buzo profesional.
   –¿En serio? Pues le aseguro que parecía un experto. Con todo ese equipo, la forma de lanzarse al agua…
   –Hacía días o semanas que no le veían, ¿verdad? –intervine.
   –¿Semanas? Meses, amigo. No he visto al Hombre Pez desde hace unos… seis o siete meses por lo menos.
   –¿Tanto tiempo? –No sé para quién era la pregunta, pero Randa me miró a mí con sorpresa al formularla.
   –Nos preguntábamos si había dejado de meterse en el agua o si simplemente habría dejado de interesarle acompañarnos. Si desapareció hace sólo días… ¿Creen que pudo tener problemas?
   –Bueno, su casa ardió y él desapareció misteriosamente. Es posible que los tuviera.
   –Murray, Murray…
   –¿Sabe por qué dejó de acompañarles?
   –Los lobos de mar también se hacen viejos, mi señora
   –Fergus exhibió una sonrisa cansada–. Si la edad no tuvo nada que ver, podría haber sido cansancio o pérdida de interés, digo yo. Ni siquiera parecía seguro de lo que iba a pasar. Simplemente dijo que podría dejar de venir con nosotros durante un tiempo, “por trabajo”. “¿Cuánto tiempo, amigo?” le pregunté. “No tengo ni idea, Fergus”, fue su respuesta. No puedo decirles más.
   –¿Tuvieron… diferencias? ¿Discutieron alguna vez?
  –¿Por qué íbamos a tenerlas? Siempre nos habíamos llevado bien. Él y yo nos conocíamos desde hace años, antes de que empezara a venir con nosotros.
   –¿Se conocían? Entonces podrá decirme si vio algún comportamiento extraño en él en algún momento.
   El capitán expulsó humo hacia el cielo con aire reflexivo antes de sus finos labios se afilaran en una sonrisa.
   –¿Qué calificaría de extraño en un hombre extraño, mi señora? ¿Más extraño que meterse en estas aguas en busca de focas? Siempre fue un hombre peculiar, el buen Murray.
   –¿Se mostraba inquieto? ¿Reservado? Puede que hubiera algo extraño en él últimamente.
   –Yo no vi nada inusual en él. Al menos hasta que dejó de acompañarnos. Pero ese día tenía que llegar alguna vez, de todos modos. Que yo sepa siempre ha sido el mismo desde que le conozco.
   –Háblenos de sus inmersiones, pues. ¿Le ocurrió algo durante alguna de ellas? ¿Volvió herido?
   –No. Nunca. El Hombre Pez era cuidadoso. Llevaba hasta un arpón consigo. “Por protección”, decía. Aunque a mí no me parecía muy dispuesto a utilizarlo.
   –¿Cree que ese arpón podía serle necesario, que hay algo peligroso en el mar?
   –Sólo soy pescador, mi señora. Conozco bien a las lubinas, pero esas aguas nunca han besado mi vieja piel. Si me pregunta por otro animal, no sabría qué decirle.

   Cuando Randa convenció a los pescadores de que nos echasen una mano buscando a Murray, nos prestaron un par de trajes de neopreno, aletas, gafas de buceo, escafandras autónomas y hasta nos fuimos con ellos en su barco. Sólo por evitar las burlas de Audel Winwood no intenté poner alguna excusa para evitar la posibilidad de tener que meter las pelotas en ese mar de ceniza. También sabía que podría tener que enfrentarme a una reprimenda de mi compañera, así que, soportando la vergüenza, accedí a desgana a embutirme en esa prenda que, desde luego, no estaba diseñada para mí.
   Maldición. Antes de llegar allí, había sido consciente de la posibilidad de tener que mojarme, aunque había esperado no tener que hacerlo. Murray había desaparecido en el mar. O eso era lo que más se sospechaba. ¿Qué le habría pasado? Sabía que Randa era también una buena nadadora. A mí, en cambio, nunca me gustó demasiado el agua.
   Tuve que soportar las miradas indiscretas y los esfuerzos de Randa por controlar su risa cuando me vio con esa pinta. Eso sí empezó a enfurecerme.
   –Como oiga una carcajada, bajas sola –amenacé.
   –No me río –replicó con voz ahogada. Me pidió que le subiese la cremallera del traje. Diría que con aire algo juguetón. No sé por qué pero me sentí obligado a apartar la mirada de su espalda impoluta. Ella me subió la cremallera a mí, pillándome la piel dolorosamente–. No estás tan mal –anunció–. Ahora que lo veo, tienes un culito muy… mono.
   Tras el azote dirigido a mi nalga, no pudo evitar emitir ese sonido nasal de revelaba una risa reprimida.
   –Se acabó –Viendo la oportunidad que había esperado, me dispuse a desprenderme ya de mi ridículo aspecto. Casi me desnudé allí mismo. Parecía menos bochornoso.
   –¡No, no, no, no! –Esa molesta mujer, aún con su irritante sonrisa en su rostro, se interpuso en mi camino a toda prisa–. Perdóname, gruñón. Es que no… ¡Venga, no seas crío! Tienes que tomarte las cosas con un poco de humor. No vayas a sufrir otro brote psicótico.
   Creí percibir un matiz peligroso en su advertencia. Gruñí indeciso, y molesto por que me recordase el incómodo episodio.
   –¿Cuánto tiempo estaremos ahí abajo? –indagué.
   –Como mucho una hora.
  –¿Una hora? Para buscar… ¿qué? Ni siquiera sabemos qué buscamos. Ni hablar. Que sea media hora.
  –Por Dios, Monroe –Su sonrisa desapareció, aunque no supe si agradecerlo–. Hemos venido a buscar a Murray. Estarás en el agua el tiempo que haga falta. ¿O voy a tener que esposarte a mí? Sé que no te gustaría. No creas que a mí sí. Pero lo haré si es necesario en cuanto vuelva al barco y me vista.
   –En estas aguas hay peces, ¿no? Soy alérgico a ellos –No quise decir que desconfiaba del mar, que ciertas criaturas marinas me inquietaban mucho–. ¡Y por favor, deja de mirarme el…!
   –¡Nadie ha dicho que te comas ningún pez! No te va a pasar nada. Un hombretón como tú no tendrá miedo, espero. Aquí no hay ni tiburones ni pirañas ni nada que deba preocuparle a ese culito tuyo.
   –¿Cómo estás tan segura de que no hay nada peligroso? No sabemos qué hay. No sabemos qué le pasó a Murray. Podría pasarnos a nosotros lo mismo.
   –¿Quieres ser el hazmerreír de la comisaría? Seguro que los imbéciles machistas se morirán de risa cuando se enteren de que yo me atreví a lanzarme al agua y tú no.
   –La policía local, con todo su despliegue, no ha encontrado nada. ¿Qué diablos vamos a encontrar nosotros dos, Randa? Ni Murray ni su secreto están ahí abajo escondidos esperando a que TÚ los encuentres. ¡Todo esto es absurdo! ¿Qué hacemos aquí, en medio de la nada? Deberíamos concentrarnos en Firtha Wingfield, no jugar
a los pececitos. Ella es la mejor pista que tenemos ahora mis…
   Me soltó tal puñetazo que me tambaleé con una mano en la mandíbula. No sé si fue más contundente la sorpresa o la agresión en sí.
   –Murray no te importa una mierda, ¿verdad? ¡¿Te importa alguien más que tú mismo, Monroe?!
   –Yo no…
   –¡Aparta! –Con un empujón, me echó a un lado para abrirse paso–. Ya veo que en esta relación soy yo la de los pantalones. Ya me ocupo yo sola de todo. Haz lo que quieras. ¡Vuelve a Londres! No te necesito para nada. Cabrón… ¿En qué estaría pensando Audel al enviarte aquí? Podría haberme enviado a alguien competente y maduro.
   Se equipó las aletas, la escafandra y, sin más dilación, se lanzó al agua de cabeza. Yo me quedé allí plantado como un imbécil. Mierda, ¿es que era inevitable que la cagara constantemente? ¿Era ese mi único y asqueroso don?
   Cual morcilla gigante, me acerqué a la borda del barco para mirar al mar, en el que se reflejaba mi cara de disgusto. Ni rastro de Randa.
   “Será aún peor si no me tiro –me dije con poca convicción. Seguía pensando que sería más útil investigar a Firtha o incluso la casa quemada–. He venido hasta estas malditas islas. Debo colaborar. Por mí. Por el viejo. Por… ¿Charisse? Vamos, desgraciado, encuentra a Murray. Si tienes que hacer lo que Randa ordene, que así sea”.
   Sin permitirme pensarlo, me cargué encima los bártulos y me arrojé al mar a mi poco estilosa pero segura manera.

   Nunca había hecho una inmersión así. El universo que existía bajo la superficie era frío, aunque el neopreno mantenía mi cuerpo a una temperatura bastante aceptable. Allí abajo no había demasiada vida o color. Al localizar a mi compañera, fui en su dirección. Se hallaba examinando las rocas. Cuando se dio cuenta de mi presencia, me miró con sorpresa un momento. Mediante señas, le pedí perdón y le comuniqué que iba a ayudarla. Ella me señaló unas rocas cercanas para que echase un vistazo, así que me desplacé hasta allí. Moví pedruscos. Una maldita anguila común me sobresaltó al mirar en un agujero. Una curiosa foca gris me rondó durante un rato. También pude ver bancos de lubinas nadando al unísono, casi como si fuesen un único ser. Una tortuga laúd realizaba su viaje sin prisa.
   No imaginé que sería tan hermoso ver nadar a esos bichos desde aquella perspectiva, desde su propio mundo.
   Cuando me di cuenta de que me había quedado embobado mirándolos, volví al trabajo. Pasados unos minutos, los brazos y las piernas me pedían descanso. Quise buscar a Randa para comunicarle que volvía al barco. No pude. Una maldita aleta se me quedó atrapada entre unas rocas.
   “Me cago en todo”.
   Tiré para liberarme, cada vez con mayor fuerza. No servía de nada. Me estaba poniendo muy nervioso, y los nervios pasaron a la desesperación. Sólo podía verme morir allí mismo, ahogado. Además, mi rugido de frustración me hizo perder el respirador, que intenté recolocarme sin éxito. Al final no tuve más opción que desprenderme de aquella aleta para volver a la superficie a toda prisa.
   Antes de subir dos metros, algo pasó ante mis ojos como un rayo.

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