Capítulo 2: Divididas


Segundo capítulo de Divididas.


2



Después de haber echado al ex policía del campamento de Alaska, Edén había vuelto al trineo para seguir con el recorrido que tan memorizado tenía. Había esperado que el viento le tranquilizara, como siempre había hecho. Pero no había aguantado mucho. Como no podía refugiarse en las tranquilas montañas de Alberta como cuando era niña, pronto había vuelto al campamento, en dirección a su dormitorio. Buscando un rato de soledad, había echado con improperios a cualquiera que se atreviera a molestarle preocupándose por ella.
Tratando de tranquilizarse tumbada sobre la cama con los pies en el suelo, con la vista borrosa por la humedad, había mirado el viejo sombrero de vaquero que reposaba en lo alto del armario, el viejo sombrero de su tío Evander Jacot que había robado del rancho de Calgary antes de desaparecer catorce años atrás.

Los recuerdos le acosaban. Había logrado mantenerlos distantes durante los últimos catorce años, como si los hubiera encerrado con éxito en el rincón más profundo de su ser. El reencuentro con Gregor los había liberado, haciendo ahora que le acosasen brutalmente. Amy. Kaley. Evan. Incluso su viejo vecino, amigo y amante Edwin había reaparecido. Pero lo peor fue que también habían llegado otros mucho menos deseables, trayendo con ellos los peores recuerdos. Veía las caras de sus seres queridos casi como si les tuviera delante. Tras todo ese tiempo, recordaba ahora lo mucho que les echaba en falta.
Largaos, joder –había ordenado en voz alta, como si de verdad estuvieran allí–. Dejadme en paz.
Creyendo que sólo lo empeoraría todo, se había obligado a reprimir el fuerte deseo de volver a ver los pocos recuerdos que conservaba en una caja polvorienta, formados principalmente por fotografías y otras pequeñas figuras de arcilla elaboradas por su prima. Saber que no debía volver a acercarse a sus seres queridos le producía una impotencia insoportable. Apretando las manos contra su rostro, había intentado expulsarles a todos de su cabeza.

Durante el par de días siguiente, había procurado ocupar su mente con cosas rutinarias. Hasta se había deshecho de la fotografía del jinete y le había pedido a su amiga Olivia que le enseñase yoga, una tarea que, como había esperado, no había obtenido más resultado que el de ponerle aún más nerviosa. Las reuniones con sus compañeros, el ejercicio y sobre todo el trabajo habían logrado mantenerle distraída.
Por las noches, cuando se metía en la cama, había sido muy distinto.
Necesitaba algo que hacer, cualquier cosa que mantuviese a los demonios alejados, así que la inactividad nocturna resultaba insoportable. Si milagrosamente lograba dormirse, no tardaba en volver a desvelarse. Y podía pasarle eso varias veces en una misma noche. La falta de sueño junto con el sufrimiento le habían estado pasando factura. Lo había estado notando más y más cada mañana en el espejo. Lo había estado viendo en ese rostro decaído, en esas ojeras, en esos ojos húmedos inyectados en sangre. Una de esas mañanas se había cortado la mano al golpear el espejo, resquebrajándolo en un ataque de furia. Sentía cómo aquello le estaba matando. O arrebatándole la cordura.
Una mañana había liberado su cólera en un potente grito.
¡Ede! –sus preocupados compañeros se habían amontonado al otro lado de la puerta–. ¿Te ha pasado algo? ¿Qué ocurre?
Pero ella sólo había tenido a una persona en la mente. Sin pronunciar palabra, sin disimular siquiera su mala expresión ante sus amigos, había abierto la puerta y tirado de Artyom hacia el interior con brusquedad para después cerrar de un portazo.
Odiaba las despedidas. Tras algo más de una larga hora y la discusión siguiente sobre lo que necesitaba hacer, le había parecido lo mejor pedirle a un agotado y dolorido Artyom que se despidiera de los demás de su parte para después vestirse y disponerse a coger un avión.

En Calgary, mientras observaba el rancho El Refugio desde la distancia, había vuelto a distraerse, ahora con recuerdos felices. Durante el día había decidido seguir a su tía Amy por la ciudad, viéndole ir de compras y atendiendo algunos otros asuntos. A los cincuenta y dos años que debía de tener ya, aquella fotógrafa documental parecía conservar la misma melena rizada, algo canosa ya, pero negra, la misma figura delgada que su celiaquía le ayudaba a mantener. Aún sonreía, aunque era una sonrisa más triste de lo que Edén recordaba. Ella no se había ocultado demasiado. Aunque sabía que no debía dejarse ver, deseaba con toda su alma que su madre adoptiva, la única figura materna de verdad que había tenido, lo hiciera. Quería que le reconociera, que le saludara, que le sonriera. Quería hablar con ella una vez más, abrazarle, contárselo todo, descargar su añoranza sobre su hombro. Oculta tras la capucha del grueso abrigo y tras las gafas de sol, incluso había corrido el riesgo de acercarse para pasar justo por su lado sin que le viera.
Allí, con aquella mujer a la que tanto quería al alcance de su mano, todo el deseo reprimido se había manifestado en forma de revuelto de estómago, una sensación que le enfurecía y le dificultaba el mantenerse erguida, una sensación que pedía a gritos ser contrarestada mostrándose ante Amy.
Por la noche, había seguido a su prima Kaley. Le asombró ver cómo la traviesa chiquilla de nueve años se había convertido en una bella mujercita de unos veintitrés. Apenas le reconoció. La muchacha llevaba ahora esa melena rojiza recogida en una coleta. Su aspecto, a pesar del aire de intelectual que le daban las gafas graduadas, le daba cierto parecido a la Edén adolescente, lo que instaló una sonrisa en la faz de la observadora. Sólo una sombra de sonrisa. Aquello podía significar que tenía aún mucha presencia en los pensamientos de Kaley, que la que consideraba su hermana de sangre aún podía echarle también mucho de menos, cosa que habría agradecido y lamentado al mismo tiempo.
Kaley se había ido con unos amigos a tomar algo, pasando cerca del hipódromo, el mismo al que Edén había ido en numerosas ocasiones soñando con poder participar en las carreras algún día. Sueño que había quedado tan atrás como Kimberly Rayder. Kaley parecía feliz. Y soñadora. Llevaba en casi todo momento un pequeño cuaderno en la mano en el que anotaba algo de vez en cuando y mordisqueaba un bolígrafo en sus momentos de reflexión, lo que despertó la curiosidad de Edén.
Al volver su prima a casa, el único lugar del mundo que había sido y era sagrado para Edén Neville, había esperado a que todos estuvieran durmiendo. Entonces, aunque había intentado resistirse, había accedido al rancho. Ni durante el día ni por la noche había visto por allí a los zorros Camus y Reny. Quizá habían desaparecido finalmente para vivir en estado salvaje. O quizá habían fallecido ya, lo que tampoco habría sido de extrañar después de tantos años. Tampoco parecían haber dejado allí ni siquiera cachorros o, de haberlos tenido, Amy se había librado también de ellos de algún modo. En parte Edén agradeció que los alegres animales no estuvieran en ese momento, pues habrían podido delatarle con su ruidosa alegría si le reconocían. Al dirigirse directamente al establo, halló lo más decepcionante: estaba vacío. Ni un solo caballo. Ni siquiera quedaba Xie, su vieja yegua Appaloosa a la que tanto le había apetecido acariciar una vez más. Echó en falta incluso el olor a heces. Con la ausencia de Evander (y tal vez también por la de la propia Edén), aquel negocio debió de haber terminado años atrás.
Yo podría haberme ocupado de él”, lamentó, pensando que, como su tío, podría haberlo hecho con la ayuda de Edwin Collins.
Era como si la vida en el antes tan activo rancho estuviese decayendo profundamente y para siempre. ¿Estaría condenado a cambiar de dueño o a quedar abandonado algún día no muy lejano, principalmente por los dolorosos recuerdos que podía traer a los habitantes? Si era así, Edén parecía tener parte de la culpa. Sólo quedaban allí Amy y Kaley, y era muy probable que la segunda, o quizá ambas, y cada una por su lado, se fuesen también del viejo rancho algún día, algo por lo que Edén podría perderles definitivamente la pista si no se decidía a cumplir el difícil hecho de recuperar el contacto. Era algo profundamente desalentador.
El progresivo abandono del que había sido su hogar, así como la probable fragmentación de su familia, le entristeció profundamente. Y al mismo tiempo le inspiró una fuerte frustración, el deseo de volver a casa para mantener a los últimos miembros unidos como fuese.
Quizá había sido una estupidez volver a Calgary.
Con su linterna y con una lágrima cayendo ya por su rostro, había recorrido el establo intentando recordar a los últimos animales que había visto allí para después pasar los dedos por la superficie de su vieja silla de montar.
Después, huyendo de ese nido de dolor, se dirigió con prisa a la casa. Muchas noches se había escapado para estar con su viejo amigo Edwin Collins, así que sabía muy bien cómo entrar en la casa en silencio.
Todo parece seguir como lo dejé,” había cavilado cuando accedió a su antiguo dormitorio por la ventana, después de comprobar que nadie dormía allí.
Lo único que había llamado su atención era lo infantil que le parecía el cuarto, sorprendiéndose de que ella misma hubiese sido así en algún momento. Las estrellas que le habían atraído en la niñez seguían vergonzosamente allí, en las paredes. Además, aunque los tonos rosados nunca habían sido lo suyo, también seguían allí los cursis dibujitos. Se había tumbado sobre su vieja y cómoda cama, y había maldecido al darse cuenta de que se estaba entreteniendo demasiado. Así de bien se sentía bajo aquel techo, sobre aquella cama. Había vuelto a levantarse antes de cometer un error para después borrar lo mejor que pudo todo rastro de su presencia.
Tras dejar su cuarto, se había asomado con cuidado al interior del dormitorio de Kaley. Al asegurarse de que aquella estaba dormida, entró en silencio. El escritorio estaba repleto de cuadernos y papeles. Había cogido uno de los cuadernos más pequeños para echarle un vistazo. Así había descubierto que había cosas apuntadas que no parecían tener conexión entre sí pero que, al fijarse mejor, parecían ser algo así como ideas para una película. Quizá para una obra de teatro. Sobre la mesa había también una cámara de video, así como una cámara fotográfica. El resto de papeles parecían contener algo así como relatos.
¿Era Kaley una estudiante de cine o algo similar? Fuera como fuese, había estimulado el orgullo de Edén el pensar que podía haber despertado en su prima sus propios antiguos intereses.
Y al mismo tiempo, le había inspirado cierto miedo que la muchacha tuviese alguna relación con ese mundo.
Por último, se dio cuenta de que había varias fotografías de ella misma con su prima o con Evander Jacot, una de las cuales tenía sobre su propia figura la marca de un beso hecha con pintalabios. Había sido reconfortante ver esa muestra de afecto, algo que para nada había esperado. Y ver a su antigua yo había sido casi como ver a alguien que no era ella. Habían cambiado tantas cosas y desde hacía tanto tiempo…

Satisfecha su curiosidad, se había acercado a la durmiente. Había observado aquel casi desconocido rostro de aquel cuerpo de no muy alta estatura pero tan desarrollado. Estiró la mano con el guante puesto con intención de acariciar su epidermis. Antes de cometer ese posible y grave error, la desvió hacia el pelo.
¿Habrá sentido Gregor al verme en Alaska lo mismo que ahora siento yo al ver a Kaley?” se había preguntado, aun pensando al mismo tiempo en lo absurdo que era, que Gregor ni siquiera era de la familia. Ni siquiera se habían llevado bien jamás.
Ka…
Mordiéndose los labios con fuerza, ahogó el casi irresistible deseo por despertar a la chica, por tocarle, por abrazarle. La impotencia volvía a nublar su vista. Se maldijo a sí misma por no haber estado allí para verle crecer.
¿Qué es eso?”
De pronto algo le sacó de sus dolorosos pensamientos.
Con la mano sobre su daga, permaneció a la espera. Un sonido proveniente de la ventana le había alarmado. Había permanecido inmóvil para escuchar con atención, para comprobar qué estaba pasando. Entonces había caído en la cuenta de que alguien iba a entrar por la ventana. Dudó. Por un momento no supo si debía esconderse o intervenir, proteger a Kaley del intruso. Al final había salido por la puerta con cuidado pero con prisa para permanecer escuchando desde el otro lado.
Allí, esperando el transcurso de los acontecimientos con el pulso acelerado, recordó que ella misma había recibido inesperadas visitas nocturnas de Edwin.
¿Será él?”
La idea de Edwin pudiese haberle sustituido para tener ahora un romance con Kaley, con su propia prima y una chica cinco años más joven que él, le produjo asco e ira, un fuerte deseo de encontrarse con su viejo amante, partirle la nariz de un puñetazo y dejarle claro que no debía acercarse a la muchacha. Escuchó con más atención intentando descubrir la identidad del invasor. Durante un largo rato no oyó nada. De nuevo se preguntó qué estaría pasando, si debería intervenir antes de que algo malo ocurriera.
Kaley –había oído de repente decir en voz baja a un muchacho–. Kaley.
Peter –había nombrado la aludida después, con sueño pero con alegría.
Al menos no era Edwin. Eso había tranquilizado un poco a Edén. Siguió escuchando. El sentido fraternal, aquella vieja obligación moral de proteger a su prima, casi le había llevado a entrar de golpe para interrumpir la amorosa escena en la que ya había empezado a desembocar aquello, echando al intruso por la ventana a patadas. Pero… ¿quién era ella para interrumpir? ¿Qué derecho tenía a meterse en los asuntos de esa familia catorce años después? Había sido difícil tener que reconocer tan repentinamente que Kaley había dejado de ser una menor. No obstante, ese había sido uno de los motivos que le disuadieron de intervenir a pesar de que para Edén seguía siendo en parte aquella chiquilla de nueve años.
Con una sonrisa, sabiendo con pesar que tal vez no volvería y deseando poder al menos ver la cara del desconocido que se relacionaba tan íntimamente con su hermana adoptiva, se había obligado a dejar la casa en silencio.

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