Capítulo 3: Rotas
Tercer capítulo de mi novela Rotas.
3
–Encontradlas
–Sor Meredith se enfureció cuando descubrió el robo de las llaves
y la fuga de Kimberly Rayder y de Ciara Snow, por lo que encargó a
una de sus súbditas que diera con ellas–. Tenemos que darles un
castigo ejemplar.
–Las
buscaré, sor Meredith. Pero sólo son niñas –recordó sor
Odette–. ¿Es necesario el castigo?
–¡Por
supuesto! –Como estaban en un pasillo sin una mesa al alcance, la
anciana de sesenta y seis años exteriorizó su ira dando un fuerte
pisotón contra el suelo–. Tenemos que disciplinar a esas pequeñas
salvajes.
Preguntándose
dónde quedaba el perdón de Dios, la esbelta profesora de origen
francés de veintinueve años estaba preocupada por las jóvenes
desaparecidas. Al contrario que a sor Meredith, le preocupaba más lo
que podría pasarles, tanto en la calle como a manos de su superior,
que el hecho de fugarse.
Ella
tenía una buena relación con todos los estudiantes del internado, o
eso creyó hasta que se enteró de que aquellas dos escaparon. Había
intentado ser como una madre adoptiva, especialmente para Kimberly.
Lo mejor que supo, había intentado ganarse su afecto. Creía que
había empezado a lograrlo y, aun así, no le sorprendió demasiado
su ida. De hecho, había temido que ese día pudiese llegar.
De
Ciara, en cambio, sí que no lo había esperado.
Conocía
la historia de Kimberly, tanto o incluso mejor que la de los demás.
Se sentía obligada a encontrarle, a devolverle a la seguridad del
internado, y no por orden de sor Meredith. Estaba segura de que la
fuga había sido idea de Rayder. Empezó preguntando a los alumnos
que mejor conocían a las chicas. Aiden estaba especialmente
disgustado. Como ninguno sabía nada del plan de las fugitivas, Sor
Odette siguió indagando por las cercanías del centro estudiantil,
con un par de fotos de las adolescentes. Revelaba la edad y hasta la
altura aproximada. Sólo el camarero de una cafetería le dijo que
creía haberlas visto en su local, aunque no tenía ni idea de hacia
dónde habían ido. Un anciano, que se alejó con prisa agitando las
manos en cuanto vio la foto, le dio también una negativa. Al ver a
un hombre con trenzas y un tigre en el cuello, la profesora le
examinó con atención, preguntándose si sabría algo de las niñas.
Habría jurado que ellas no habrían tenido vínculo alguno con un
sujeto como aquel, como tampoco quería tenerlo ella. ¿O era lo que
quería creer? Teniendo en cuenta a quién estaba buscando, la duda
se hacía más fuerte por momentos.
Decidió
que podría valer la pena hacer una simple pregunta, que no iba a
dejar de investigar por el aspecto de aquel tipo.
–Perdone
–dijo al acercarse a él–, ¿ha visto a estas chicas?
El
hombre cogió las fotos para examinarlas con aire pensativo.
–¿Se
han perdido? –preguntó.
–Se
han escapado –Aunque a Sor Odette le avergonzaba revelar aquello
por la imagen que pudiese dar de su internado, no debía mentir.
–¿De
dónde?
–Del
internado Hermanas de la Fe. Por favor, si sabe algo de ellas…
Cualquier cosa.
–No.
No las he visto, hermana –anunció él–. Suerte en su búsqueda.
La
mujer mantuvo su mirada fija en la espalda del sujeto cuando aquel se
alejaba. Sospechaba que le había mentido, que sabía algo. Creía
haberle visto sonreír con disimulo por un instante, lo que casi le
hizo seguirle. Prefirió no arriesgarse y seguir con su búsqueda,
desplazarse hacia el extremo oeste de la ciudad para visitar al padre
de Kim.
Drake
Rayder era un hombre de cuarenta y siete años que dedicaba casi la
totalidad de su tiempo ahogándose cerveza barata, un mensajero en
paro de pelo cano desaliñado con algo de sobrepeso. En cuanto le
abrió la puerta de su piso a Sor Odette, se dejó caer en su sillón.
Llevaba una camisa abierta sobre una camiseta de tirantes con algunas
manchas amarillentas. El televisor estaba encendido, emitiendo
carreras de motos.
–Así
que Kimberly se ha escapado –El tipo no demostró ni sorpresa ni
preocupación.
–¿Tiene
idea de adónde puede haber ido? –A Odette no le hacía la menor
gracia tener que visitar a un sujeto como ese. Ni siquiera esperaba
que supiera nada. Se mantuvo de pie, a cierta distancia de él y de
su hedor a comida precocinada. Estaba segura de que Kimberly nunca
habría visitado a su progenitor por voluntad propia. Preguntó
igualmente–. ¿Le ha visto recientemente?
–Hace
mucho que no sé nada de esa cría, señora –El tipo rió–. ¿Sabe
cuánto hace que no le veo? Desde que se fue a vivir con sus tíos,
hace unos… tres años, si la memoria no me falla. Para ser sincero,
no me importa. ¿Por qué no le pregunta al cabrón de su tío?
–Lo
haré. En cuanto…
–Seguro
que ese ladrón de mierda sabe algo de la pequeña zorra. Él me la
robó. Ahora es cosa suya, ¿no? Es su problema.
–Es
su hija –recordó Odette–. Debería hablar de ella con respeto. Y
le agradecería que lo hiciera también en mi presencia.
–¡No
es mi hija! –Drake se levantó airado de su sillón para acercarse
a ella, que permaneció estática, con la cabeza alta, sin dejarse
intimidar–. ¡Y no me digas lo que debo hacer, mujer! Esa mocosa no
me ha traído más que problemas desde que nació. Probablemente la
puta de su madre le haya engendrado con otro. Yo quería a esa cría,
pero…
–¿Es
consciente de lo que le hacía a su hija, señor Rayder? –Sor
Odette casi le preguntó había estado siempre demasiado borracho
como para darse cuenta de lo que hacía cuando hacía sufrir a
Kimberly. Tuvo que esforzarse mucho por mantener lejos de su mente
las ofensas que la invadían–. Debería dejar la bebida.
–¡A
la mierda! Mi mujer me abandonó por culpa de esa mocosa. ¿Que
quiere vivir con los hijos de puta de sus tíos? ¡Pues perfecto! No
quiero volver a ver a ninguno de ellos.
Odette
no creía que lo de Sierra Rayder, la esposa de Drake, fuera cierto.
Al menos completamente cierto. No iba a discutirlo de todos modos.
Como a su padre, hacía también mucho tiempo, aún más tiempo, que
Kim no veía a su desaparecida madre, una mujer con la misma adicción
que su marido que un día abandonó a su familia sin dar ningún tipo
de explicación.
–Si
sabe algo de su hija, por favor, llámenos al internado –pidió Sor
Odette, que se giraba ya para irse, deseando perder de vista a ese
hombre–. Que Dios le ayude, señor Rayder.
–¿Si
sé algo? ¡Si viese a esa mocosa tendría que darle una buena…!
Sor
Odette no pudo seguir manteniendo el comportamiento pacífico al que
estaba obligada. Antes de que Drake terminase de hablar, se quitó el
velo liberando su larga y lacia melena tostada para retorcer el brazo
de su interlocutor contra su espalda, obligándole a inclinarse. Él
aulló entre insultos.
–¿Es
que los tribunales no le enseñaron nada, señor Rayder? –gruñó
la profesora, que reprimía sus propios improperios–. Voy a
encontrar a Kimberly. Y como le vuelva a poner una mano encima, me
encargaré personalmente de que pase una buena temporada en prisión.
¿Me ha entendido?
–¡Suéltame,
zorra!
–¡¿ME
HA ENTENDIDO?! –Ella ejerció mayor presión.
–¡SÍ,
JODER, TE HE ENTENDIDO!
Odette
le soltó. Con aire desafiante, le dio la espalda para irse.
–Maldita
zorra… –gruñó Drake mientras se frotaba el hombro dolorido.
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