Capítulo 4: Divididas
Cuarto capítulo de mi novela Divididas.
4
La
noche en la que Gregor y Edén volvieron a Surrey, ella se encontraba
en la pensión, en la habitación de Gregor. Estaba ocupada afilando
las nuevas armas con una piedra de afilar mientras veía los
informativos en la televisión. Esperaba ver u oír algo que
pareciese relacionado con vampiros, quizá incluso reconocer a alguno
de ellos que hubiese podido sobrevivir a Toronto. No obstante, su
atención estaba más en canturrear en susurros la única y vieja
canción country que conocía y que tan a menudo había cantado con
su padre adoptivo.
De
todos modos, le parecía ver la “marca vampírica” en casi
cualquier cosa.
Cuando
alguien tocó a la puerta, se situó junto a la entrada sin decir
nada, machete en mano.
–Soy
yo –informó Gregor desde el otro lado.
Como
no había peligro, ella abrió la puerta y volvió a su labor con
normalidad.
–¿Algo
raro? –preguntó él con poco interés al entrar.
–¿Aparte
de que nos sigamos soportando tú y yo? –sonrió ella sin mirarle–.
No. Nada raro –Entonces algo le golpeó en la cara–. ¡Au! ¿Qué
coño…? –Después de examinar el extraño trozo de cuero negro
sin entender nada, miró a Gregor–. ¡¿Qué haces?! –preguntó
muerta de risa.
El
motivo de su divertimento era que Gregor se había puesto un antifaz.
–No
te rías –ordenó aquel, aunque sin poder evitar sonreír–. No es
un juego. Vamos a tener que ocultar nuestras caras. ¿O piensas ir
por ahí diciéndoles “¡Eh, estoy aquí! ¡Venid a por mí!”?
–Supongo
que tienes razón. No había pensado precisamente en… –Edén
levantó su antifaz– esto. Pero sí en algo que ayudará –Se fue
al baño para reaparecer unos minutos después, posando con el
antifaz puesto y con un nada discreto maquillaje negro en los
labios–. ¿Qué te parece? Night Cat, la pesadilla de Vamcover.
–¿Vamcover?
–Gregor volvió a sonreír–. Muy apropiado… Y muy sexy el…
disfraz.
–¡Gracias!
–Pero
no esperes que te llame “Night Cat” ni nada parecido. Esto no es
una película de superhéroes.
Edén
rió.
–Voy
a lavarme.
–Ni
se te ocurra, super heroína.
–¿Eh?
–¿Por
qué crees que estamos aquí? No somos una maldita pareja de luna de
miel, cariño. Por mucho que mi magnetismo animal altere tus jóvenes
hormonas, no vamos a pasar la noche amándonos. ¡A trabajar!
En
Vancouver, hacían guardia desde el interior del BMW gris de Gregor,
vigilando quién entraba y salía de la catedral. Edén sólo veía
ya la verdad que se ocultaba bajo los edificios religiosos, bajo
aquellas antiguas y enormes mentiras de piedra y ladrillo.
–¿Catedral
de Nuestra Señora Meredith?
–Sólo
es un nombre –Gregor entendió el tono airado de Edén–. No tiene
por qué tener algo que ver con aquella Meredith –comentó sin
apartar la mirada del edificio.
–Odio
a las monjitas y a todo lo relacionado con ellas –Edén se movía
inquieta en su asiento, como si no encontrase una posición cómoda–.
¿Qué hacemos aquí?
–Parece
ser que la iglesia es una de sus mayores tapaderas. Quizá la mayor
de todas. Tanto que incluso podría estar relacionada con lo de los
bebés.
–No
me sorprendería que fuera todo un asunto de la iglesia. Según mi
propia experiencia, no vacila en secuestrar a quien haga falta. ¿A
qué esperamos exactamente?
–Llevo
un tiempo vigilando los movimientos de alguien.
–Bueno,
¿vas a decirme de quién?
–Del
padre Corentine.
–¿Uno
de ellos?
–Eso
es lo que intento averiguar. El caso es que al salir de la catedral
se reúne con una mujer. Y los dos se muestran muy…
–Que
podría tirársela.
–Dicho
según tu refinado estilo lingüístico, sí.
–Vaya
con el padre… –Eso divirtió a Edén, a quien tampoco le
sorprendió.
–Estoy
esperando a ver si intenta morder a la mujer.
–¿Morderle?
Me dijeron que ya no mordían, que eso llamaba demasiado la atención
en estos tiempos.
–Te
lo dije: las cosas han cambiado. Uno de ellos me confesó antes de
morir que estaban hartos de vivir escondiéndose de los humanos, que
querían recuperar su naturaleza, su posición en el mundo como la
cúspide de la escala alimenticia. Y que ahora son lo bastante
poderosos como para lograrlo. Seguramente sean ahora más peligrosos
que hace catorce años. Debemos tener mucho cuidado.
–Vale.
¿Alguno… te habló de mí? ¿Me conocían por lo del Consejo?
–No
parece que sepan de tu culpabilidad. O de tu identidad, la nueva o la
antigua. Ni siquiera he encontrado a ninguno que no se muestre
satisfecho con desaparición del viejo Consejo. No he oído más que
maldiciones hacia él.
–Bien
–Edén respiró algo más tranquila por que en principio nadie
parecía buscarle–. Bien.
–Claro
que tampoco he ido por ahí revelando tu nombre para ponerles tras tu
pista.
Pasó
un silencioso rato de observación, hasta que Gregor se fijó en
Edén.
–Estás
muy callada –comentó sorprendido.
–¿Y
qué? ¿Estamos de cháchara o vigilando? Yo no soy de las que
cacarean sin parar sobre cotilleos.
–No
puedes dejar que el odio te domine, niña.
–¿Odio?
–rió ella.
–Puedes
ahorrarte el fingir. Sé que les odias. Tu cara lo dice todo. Pero es
posible que ese Corentine ni siquiera sepa nada de ellos.
–Estoy
perfectamente, Gregor. Lo que me enerva es que sigas llamándome
niña, joder. Ya no tengo catorce añitos. Y ese Corentine es un
“religioso”. ¿Inocente? Psché.
Estoy segura de que está enterado de todo. Si hubieras visto lo
mismo que yo, tú también lo estarías.
–Mmm…
Cuando
el tal Padre Corentine dejó la catedral sin el atuendo de su cargo,
Gregor y Edén salieron del coche para seguirle, cogidos del brazo
para fingir ser una simple pareja dando un paseo.
–Edén,
más despacio –insistió el ex policía al verse obligado a
adaptarse al acelerado paso de su inquieta compañera–. No creo que
les perdamos. Y las prisas podrían levantar sospechas.
La
aludida bajó la velocidad, pero en ningún momento apartaba la vista
del religioso, de aquel hombre rubio de sonrisa vanidosa, al que
observaba de soslayo. Si aquel era uno de sus enemigos, sólo podía
pensar en librar al mundo de su existencia cuanto antes.
Corentine
se reunió con una rubia joven y elegante. Se besaron, y no de forma
fraternal. Ese hecho, junto con el de que el propio religioso fuese
aparentemente más joven de lo que había esperado, aumentó las
sospechas de Edén de que fuera uno de sus enemigos. Entre arrumacos,
la pareja caminó hasta un monovolumen de color granate al que ella
abrió a distancia, como demostraron los pitidos y las luces
parpadeantes. Allí, la mujer se apoyó de espaldas contra el
vehículo. Tras otros besos aún más apasionados, entraron.
Edén
y Gregor tuvieron que esperar otro largo rato, preguntándose si
debían de volver a su coche para seguir a la pareja. No pareció
pasar nada extraño hasta que el monovolumen empezó a zarandearse
ligeramente.
–O
están en plena faena o alguien está mordiendo a alguien –aventuró
Edén, estando ya a unos dos coches de distancia–. Si es la primera
opción, sí que son rápidos los cabrones. Aunque desde aquí no
oigo ni el menor gemido. A lo mejor deberíamos acercarnos más.
Gregor
vaciló un momento.
–¡En
marcha!
Edén
tuvo que correr tras él hacia el monovolumen, pero se adelantó para
asegurarse de que el religioso fuera suyo. Irrumpieron con brusquedad
para agarrar cada uno a un miembro de la pareja desde los asientos
traseros, sorprendiendo a la pareja de Corentine sobre él y a ella
con algunos de los botones superiores de su blusa desabrochados.
–Buenas
noches, tortolitos –saludó Edén con alegría.
–¡Corentine!
–Asustada, la rubia se apresuró a ocultar su intimidad expuesta,
volviendo a su asiento.
–¡Uy!
Perdón. No queríamos interrumpir –se burló la invasora.
–¡¿Quién
diablos sois?! –bramó furioso el tipo.
–Qué
boca tan sucia, padre –sonrió divertida Edén–. Quieto.
Antes
de que aquel pudiera moverse, ella le retuvo por el cuello contra el
asiento con una mano mientras con la otra mano le apuntaba al corazón
con un cuchillo. Gregor hacía lo propio con la mujer. Aunque se
habían puesto los antifaces antes de presentarse allí, ambos se
aseguraban de evitar que les viesen el rostro.
–¿Qué
ocurre? –La cautiva se dirigía a su pareja–. ¿Quienes son?
–No
lo sé, cielo. Tú sólo no te muevas, ¿de acuerdo? –Después
Corentine se dirigió a sus captores–. Si es dinero lo que queréis,
os lo daremos. Aunque no es mucho. Por favor, nadie tiene que salir
herido.
–No
es dinero lo que queremos –respondió Gregor.
–¿Entonces
qué?
–No
te preocupes por tu rubia –Edén empleó un tono burlón–. Eres
tú el que nos interesa. Sé bueno y no le pasará nada.
–¿Pues
qué queréis de mí? Sólo soy sacerdote.
–Si
te corto un poquito… ¿sangrarás como un hijo mortal de Dios,
sacerdote?
–Por
favor, no nos hagáis daño. Os daremos lo que…
–¡Responde
a la pregunta!
–¿Qué?
¡Pues claro que sangraré! ¿Qué clase de juego enfermizo es este?
¿Qué pretendéis hacer?
–Comprueba
su cuello –le ordenó entonces Edén a su compañero. Gregor
examinó tanto el cuello como los brazos de la mujer. Al terminar,
negó con la cabeza en silencio. No había rastro de mordiscos,
aunque a ambos les habría gustado examinarle más a fondo–. Pues
mira su bolso.
El
bolso tampoco contenía nada útil.
–¿Qué
queréis? –La rubia no pudo seguir callada ante el registro de sus
pertenencias–. Por favor, tenemos un…
–¡Cierra
la boca! –rugió Edén.
–¡No!
–Corentine agarró a Gregor para impedirle registrar la guantera.
–¡Que
no te muevas, sacerdote! –Edén apretó más el cuchillo contra el
pecho del religioso, cuyos gritos alteraron aún más a la rubia–.
¿Qué escondes ahí, eh?
–¡No
le hagáis daño! –bramó la mujer, y mordió a Gregor en el cuello
justo cuando aquel abrió la guantera.
Mientras
el ex policía forcejeaba para librarse de la dolorosa agresión,
Corentine, quizá de forma accidental mientras intentaba ayudar a su
pareja, hizo sonar el claxon.
El
riesgo de ser descubiertos llevó a Edén Neville a poner fin a todo
acuchillando en el cuello a la pareja.
–¿Qué
has hecho? –preguntó encolerizado Gregor tras superar el shock del
acto, tapándose la herida sangrante de su cuello–. ¡¿Qué coño
has hecho?!
–No
me grites, Gregor –Edén se tapaba los oídos y mantenía los ojos
cerrados intentando tranquilizarse.
–¿Qué
no te…? Es impresionante el valor que tienes. ¡¿Has visto lo que
has hecho, joder?!
–He
hecho lo que había que hacer –Ella procuraba no levantar la voz–.
Ninguno de los dos era un chupasangre.
–Oh,
sí. Supongo que su inmovilidad y esa cantidad de sangre no dejan
lugar a dudas.
–¡Pero
eran sus esclavos! Aspirantes. Por lo menos él.
–¿Y
cómo cojones sabes eso?
–Mira
en la guantera.
Gregor
sacó de la guantera una pequeña cruz plateada. Después miró a
Edén sin entender.
–¿No
ves nada raro en ese Cristo? –preguntó ella.
–Pues
no.
–Fíjate.
Tiene los ojos abiertos. Y sangre cayéndole de la boca. Ese es el
auténtico Jesús. Al menos el de ellos. Me lo enseñaron en las
criptas del… internado. En Toronto. Solo que a escala mucho mayor.
–¿Ese
internado tenía…?
–Oh,
sí. Y muy bien escondidas. Un auténtico lugar de pesadilla. De ahí
son algunas de las cicatrices de mis piernas.
–Supongo
que siguen manteniéndolas en secreto después del derrumbamiento.
Probablemente ese sea el motivo por el que yo no he oído nada sobre
ello. ¡Pero eso no explica lo que has hecho aquí! ¿No ves en qué
situación nos has metido? ¡Has masacrado a dos personas, a dos
humanos, como si nada! Y la chica sí que podía ser inocente. ¡El
plan era interrogar a Corentine, no este desastre! Debí imaginar que
no podría hacer esto contigo. El odio que sientes va a estropearlo
todo, si es que no acaba de hacerlo.
–¡Deberíamos
estar exterminando tanto a esos engendros como a sus mascotas! No
andar acechando parejitas como pervertidos.
–¡Oh,
un plan magnífico! Vayamos por ahí cortando cuellos. A ver cuánto
tarda la policía en echársenos encima.
–Pero
mi odio es lo de menos. No podíamos dejar a estos dos vivos.
¿Quieres que la policía o todos los chupasangre del país se pongan
tras nuestra pista? No podemos dejar cabos sueltos. Creía que tú
como poli y después del tiempo que llevas en esto lo tendrías
asumido. Ya has estado matando, ¿no? ¿Creías que iban a ser todos
engendros de esos? Tienen seguidores humanos. En algún momento
habrías tenido que tratar con alguno de ellos. ¿Qué pensabas hacer
entonces, eh? ¿Qué ibas a hacer con el sacerdote después de
interrogarle? Un antifaz no te hace intocable o invisible.
–Joder…
Vale, Neville. ¿Y qué diablos sugieres que hagamos con la pareja
ahora?
–Ahí
entras tú.
–Fantástico…
Gracias. Gracias por avisar al menos de lo que pretendías hacer.
–No
lo tenía planeado. Ha sido espontáneo. Y tú has sido descuidado.
–¿Qué
YO he sido descuidado? ¿Estás diciendo que esta catástrofe es
culpa mía?
–Has
dejado que esa zorra te hiera.
–¿Por
eso los has matado?
–¡No
lo sé! He reaccionado por instinto. Déjame ver ese mordisco. Vale.
Tienes suerte de que la puta no fuera una de ellos. O ahora podías
estar muerto con medio cuello menos.
–Aun
así, debería ir al hospital. Parece bastante grave.
–Sí
claro. Cuéntales a los médicos que te ha mordido un perro y justo
cuando estos dos murieron. A ver qué pasa. De eso nada. Yo me hice
con un buen botiquín antes de meterme en esto. Está en tu coche.
Puedo coserte si hace falta.
Gregor
echó un vistazo a los cuerpos. Después miró por las ventanas del
monovolumen como si quisiese asegurarse de que no había nadie por
los alrededores.
–Estamos
muy jodidos.
–Tendrás
alguna idea sobre cómo sacarnos de esta, ¿no, inspector? –Edén
puso énfasis en la última palabra–. ¿Qué has estado haciendo
con tus víctimas antes de que llegara yo?
–Hasta
ahora me había asegurado de tratar con una sola víctima cada vez.
Ahora hablamos de una pareja. Y por supuesto del maldito monovolumen,
al que tu heroica intervención ha cubierto de sangre.
–Aún
no está todo perdido. Llevamos guantes y estos dos no les hablarán
a nadie de esto. Le limpiamos a la zorra la boca de tu sangre y
listo.
–Oh,
sí… Qué fácil lo pones todo. Sólo falta que tú olvides de una
vez la muerte de Evan antes de que nos meta en una de la que sí que
no podamos librarnos.
–¡Evan
no tiene nada que ver!
–Ah,
¿no?
–¡No
le metas en esto!
–¡Claro
que tiene que ver! Ese odio que rezumas por todos los poros no puede
salir de la nada. Mira lo que ha pasado. Estás descontrolada. Más
que cuando eras una cría. Así que deja de negar lo que ambos
sabemos o vuelve a tu maldito santuario de hielo. Me iba mejor sin
ti.
La
sola mención de Evan llenaba a Edén de ira y tristeza. Miraba a
Gregor, a ese hombre que osaba profanar el nombre de su tío
nombrándolo, con la idea de acuchillarle rondando su mente. Le
habría mandado al infierno, pero en el fondo veía la razón en sus
palabras. El recuerdo de Evander le condicionaba, le consumía por
dentro como un voraz parásito, llegando incluso al dolor físico.
Aunque detestaba la idea de olvidarle, tal vez era lo mejor. Su
pariente muerto podría acabar matándole si se negaba.
–No
me eches, Gregor –pidió con una expresión más suavizada,
limpiándose rápidamente una lágrima–. Estaré más tranquila a
partir de ahora. Lo prome… ¿Gregor?
Él
siguió la mirada de Edén hasta los últimos asientos del vehículo.
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