Capítulo 4: Rotas
Cuarto capítulo de mi novela Rotas.
4
–Ten
cuidado –Ivonne se había enterado de lo que pasó aquella noche y
advirtió a Kimberly cuando llegaron a casa de la artista.
–Lo
tendré –Kim creyó que exageraba.
No
había perdido el interés por la falsificación, aunque ahora tenía
mayor interés por enriquecer sus habilidades, más por sí misma que
por Rodney. Decidió pasar el día siguiente aprendiendo con la
señora Hoffman. No le importaba que ello supusiera un retraso en
cuanto al dinero. Aquella era una anciana divertida y encantadora a
la que podría haber llamado abuela. Lamentó saber que tendría que
despedirse de ella pronto para, probablemente, no volver a verla
nunca. La señora sacó de su escondite su viejo equipo de trabajo y
dio comienzo la enseñanza.
A
Ciara no le interesaba aquello. Cuando se tomaban un descanso,
acosaba a Kim con comentarios como “Quiero volver a ver a Blake”,
“Vamos a volver, ¿no, Kim?” Eso molestaba cada vez más a
Kimberly. Por eso y porque se distrajo con sus propias
preocupaciones, acabó cortándose un dedo con un cúter. Gritó
aterrada por la importante cantidad de sangre que escapó, aunque la
herida no resultó ser muy grave. La señora Hoffman se la desinfectó
y vendó enseguida.
–Te
veo distraída, cariño –anunció la anciana–. ¿Ocurre algo?
–Me
buscan, señora Hoffman –informó la chica–. Estoy…
“Nerviosa”.
No
quiso decir que lo que pasaba por su mente en realidad era Rodney.
Sin estar segura de por qué, se sentía cada vez más atraída por
él, y eso le hacía sentir también cada vez más obligada a
mantener la distancia. Le habría preguntado a la anciana por el
contrabandista y los demás, pero ella apenas los conocía por algo
más que por negocios.
Encontraron
a los contrabandistas preparándose para salir de la ciudad.
–La
última vez no te jodió, ¿verdad? –El malhumorado Chuck estaba
hablando en privado con Rodney. Kim no pudo oír nada más de la
conversación.
Pretendían
ir hasta unas caravanas junto a la bahía Georgian para celebrar la
despedida de las jóvenes antes de enviarlas a Ottawa unos días más
tarde.
–Esto
no es necesario –dijo Kim.
–¿Quién
es la amarguras ahora? –replicó Cia con alegría–. ¡Vamos a
irnos de Toronto! ¿No es lo que querías?
–¿Quieres
ir con Ivonne y Blake? –le preguntó Rodney a Ciara.
–¡Sí!
–No
–susurró Kimberly, que agarró a su amiga.
–Kim,
déjame.
Cia
se alejó corriendo.
–¿Y
tú, petit
perroquet?
–siguió el contrabandista–. ¿Vienes conmigo?
–¿Tengo
elección? –Kimberly miraba de reojo a su amiga con disgusto.
–En
realidad no –rió él–. Creo que los demás coches están
completos.
Kimberly
tuvo que acceder a ir con él. Al ver a Ivonne, le leyó los labios:
“Ten
cuidado”.
Deseando
que la desgana superase a la ilusión por estar con Rodney a solas,
comprobó que viajarían solos en su pequeño vehículo. Se sentó al
lado del contrabandista y fingió aburrimiento apoyando el brazo
contra la puerta y la cabeza sobre su mano para mantenerse mirando
por la ventanilla. Sintiendo la mirada del conductor clavarse en ella
de tanto en tanto, esperó que dijese algo durante el trayecto, como
le pareció que estaba deseando hacer.
No
intercambiaron una palabra hasta que llegaron a la bahía, donde Kim
descubrió a algunos miembros más que no conocía y con los que
compartió algunos tragos de cerveza. Ivonne y algunos otros tocaron
varios instrumentos como la bandurria. Entre ellos había una mujer,
a la que llamaban Han, que pertenecía al pueblo de los hurones. Era
la mayor de todos, de no menos de cincuenta años. Tenía la piel más
oscura y hablaba un inglés tan burdo que Kimberly apenas entendía
nada de lo que decía. La nativa canadiense pintó con una sustancia
pastosa distintas marcas en las caras de cada uno como hacía
antiguamente su tribu.
Durante
la conversación, empezaron a hablar de música.
–Kim,
canta bien –señaló Ciara con entusiasmo cuando preguntaron si
alguien sabía cantar.
Kimberly
maldijo.
–No
exageres.
–No
seas tímida, nena –animó Ivonne–. Canta algo. Por favor. A
todos nos gustaría oírte.
–¡Sí,
canta! –insistió Cia.
Cantar
era para Kimberly algo privado, algo familiar. Se habría negado
rotundamente. Sentir la mirada expectante de Rodney clavada en ella
le hizo dudar un momento.
–Vale
–Al final accedió, aunque a desgana.
Todos
aplaudieron dando paso a su actuación. Ella bebió un trago más
largo de cerveza. Reposando en su silla con una postura muy poco
formal, revisó un momento en su mente, con la mirada en el cielo
nocturno, lo que cantaría: una vieja canción country que les
encantaba tanto a ella como a su tío. Vacilante, empezó a cantar en
voz tan baja que los demás tuvieron que aguzar el oído. Fue extraño
para ella cantarla en esas circunstancias, sin la compañía se su
pariente y sin estar a lomos de un caballo. Su mirada pasó por las
caras de sus espectadores de una en una hasta que miró de reojo a
Rodney, quien le observaba con atención. Eso y los agradables
recuerdos que la música traía a su mente le animaron a subir el
volumen progresivamente. Hasta acabó levantándose de su asiento
para bailar en compañía de algunos otros. Llegó un momento en el
que se desató completamente y animaba a los demás a bailar. Ellos
intentaban con torpeza acompañarle en el canto mientras reían.
Quiso
dejar a Rodney para el final. Cuando iba a acercarse al
contrabandista, aquel tenía sobre su regazo a otra chica, una rubia
con piercings
en nariz y labio. Parecían muy cariñosos.
“¿Por
qué me molesta?” se preguntó malhumorada.
Olvidó
su intención para seguir con su función. Al terminar, exhausta, iba
a volver a su silla entre los aplausos del público cuando vio a Han
ir hacia ella entre exclamaciones. Con dedos temblorosos, la indígena
le tocó la cara con las yemas de sus dedos mientras le decía algo
que no entendió, aunque parecía completamente encantada, a punto de
llorar de la emoción.
–Le
gusta tu voz, cielo –informó Ivonne.
La
contable le pidió que le acompañase hasta una de las caravanas,
donde comprobaría el estado de su tatuaje y hablarían en privado.
–Entonces
vais a iros tu amiga y tú, ¿no? –fue una de las preguntas de
Ivonne–. Está decidido.
–Sí
–asintió Kim.
–Bien.
–Es
como si no nos quisieras aquí –comentó la joven, con una sonrisa
sorprendida aunque algo molesta.
–A
mí no me importaría que os quedarais. Ni siquiera me importa que a
mi hermano le guste tu amiga. ¿Sabías esto?
–Sí,
lo sé…
–Es
que estáis mejor lejos de nosotros.
–¿Por
qué? ¿Por nuestra edad?
–Puede
que por eso también. Y…
–¿Qué?
–Te
lo parezca o no, somos delincuentes. Cualquiera de nosotros podría
acabar en prisión en cualquier momento. No es una buena vida.
–¿Hay
algo que quieras decirme sobre Rodney? Parece que te preocupa que
esté con él.
Alguien
llamó a la puerta en ese momento.
–¡Pasa!
–exclamó Ivonne.
–¿Interrumpo?
–preguntó Anais, la chica de veinticuatro años que había ocupado
el regazo de Rodney.
“Sí”,
pensó Kim.
–No,
pasa –repitió la artista.
–Kim,
ha sido genial tu actuación –anunció la rubia.
–Gracias
–Kimberly se mostró algo incómoda.
–¿Te
gusta cantar?
–En
realidad no. Sólo lo hacía a veces, con mi… Sólo es un
pasatiempo.
–Iv,
yo y algunos otros estamos pensando en formar un grupo de música.
–Ah,
¿sí? –Kimberly miró a Ivonne, que forzó una sonrisa.
–No
todos queremos estar en esto para siempre –explicó Anais
sonriendo, como si fuese algo impensable–. Tú tienes una voz
potente y bonita.
–Serías
nuestra cantante –intervino Ivonne, que no compartía el entusiasmo
de la rubia.
–¿Qué
te parece?
–Pues…
yo no…
A
Kimberly le gustaba la idea. Tantos comentarios positivos sobre su
talento para el canto empezaban a hacer que se plantease abandonar su
propio plan, algo más arriesgado cuya posibilidad de éxito todavía
desconocía. Lo más preocupante era que no sabía qué sería de
Ciara si decidía unirse a la banda. Sus caminos podrían separarse.
–¡Toc,
toc!
–Rod,
es una reunión de chicas –Ivonne recuperó su alegría habitual.
–Perdón.
¿Podría hablar con Kimberly un momento?
–Claro.
Antes
de irse, Anais le pidió a Kimberly que se pensase la oferta. Ivonne
se fue también. En esa ocasión no fueron sus labios, sino su mirada
lo que volvía a transmitir aquel inquietante mensaje.
–¿Qué
quieres ahora? –preguntó la menor con hastío cuando se encontraba
ya a solas con Rodney.
–¿Seguro
que quieres ir a Ottawa?
Entonces
ella le miró.
–Es
lo que debo hacer, no de lo que yo quiera. En Toronto me están
buscando y no pienso volver a…
–¿Al
internado del que te has escapado?
Como
Kim se mostró sorprendida, Rodney le explicó sonriendo por qué
sabía del internado.
–¿Quieres
que me quede, contrabandista? –preguntó la menor después,
burlona.
–Tal
vez –sonrió él.
–Debo
de ser muy importante para tus… “negocios”. ¿Sin mí se irán
a la mierda o qué?
Kimberly
esperaba oír que se sentía atraído por ella o algo similar, aunque
habría seguido fingiendo indiferencia. Se acomodó en el asiento
apoyando la espalda con las manos en los bolsillos de su chaqueta y
cruzó las piernas para balancear despacio el pie que quedaba en el
aire.
–Eres
importante…
–¿Qué?
¿Qué quieres decirme, contrabandista?
Él
sonreía otra vez.
–He
estado pensando en que quizá no podrías soportar estar lejos de mí.
Kim
rió sorprendida.
–¿Quién
te crees que eres?
–Me
besaste.
–¡Ja!
Ya te habría gustado, capullo. Recuerdo perfectamente que te
abalanzaste sobre mí como un perro en celo. Me llenaste la boca de
tus asquerosas babas. Si no me hubiese librado de ti y de tu
calentón…
Ahora
rió él, y se sentó junto a ella.
–Vale,
tal vez lo empezase yo. Pero sé perfectamente que sientes algo por
mí, petit
perroquet.
–¿Cómo
dices?
–El
beso. Te gustó.
–Pf…
Si te hace feliz creer eso…
–Tú
me lo hiciste saber, pequeña. Me permitiste saber eso y algo más.
Algo te da miedo, y no parece que sea yo. ¿Qué es? ¿Chuck?
–No.
–¿Entonces
es estar con un delincuente? –Kimberly bajó la mirada, sin
responder–. Es tarde para negar que te atraigo, pequeña. También
he visto cómo me miras.
–¡Ja!
Eres increíble…
–¿De
qué tienes miedo? No te haría daño. Mi primo ni siquiera ha venido
con nosotros. No tienes de qué preocuparte.
–Que
os den por el culo a ti y a tu primo, par de gilipollas. Sigues
siendo mala gente. No estás tan bueno como crees. Y yo…
–Tú
eres una señorita, hermosa y divertida. Y una ladrona muy hábil.
Kim
no pudo evitar mirarle por un instante con una sonrisa. No estaba
acostumbrada a los cumplidos. Cuando Rodney fue a tocar su rostro,
desvió enseguida la mirada y recuperó la seriedad, eludiendo el
contacto. Se distrajo un momento mirando con desagrado a través de
la ventana a su amiga Ciara, que no se separaba de Blake.
–Hermosa
y divertida, ¿eh? Igual que un papagayo, claro. Da igual, no pienso
ser tu segunda opción.
–¿De
qué hablas?
–Te
he visto con Anais antes, imbécil.
–¡Ah,
no! –sonrió de nuevo el contrabandista–. Todos somos una
familia. Anais es algo así como mi hermana pequeña. No tenemos
nada.
–Bah…
De todos modos no estoy tan desesperada. Y no veo motivos para volver
a ver tu cara después de que me vaya.
–Tendré
que dártelos entonces.
Kim
vio cómo Rodney empezaba la camiseta. De reojo, observó su marcada
musculatura mientras lo hacía, sus pronunciados pectorales, las
baldosas irregulares de su abdomen, las marcadas venas de sus brazos.
Se sintió tentada de acariciar aquel velludo tórax, el pecho de un
hombre adulto. Lo que empezó siendo una curiosidad juguetona mutaba
rápidamente a otra cosa. Su lengua humedeció su labio superior. Sus
piernas empezaron a frotarse entre sí despacio pero con fuerza.
Verse en aquella situación, con un hombre mayor, le estaba poniendo
cada vez más tensa. Pero era una tensión agradable.
Del
mismo modo, aumentaba su interés por experimentar una relación más
madura.
Cuando
él se levantó para quitarse el cinturón, trató de detenerle, sin
estar completamente segura de obrar bien.
–No
te humilles más.
–No
serás una chica religiosa, ¿no?
–¿Te
parece que lo sea?
–No
lo sé. Teniendo en cuenta quién te busca…
–Pf…
¡Ni hablar! No lo soy. Por favor, ¡eres un viejo! Podrías ir a
prisión.
–¿Es
una amenaza, petit
perroquet?
Haciendo
caso omiso, el contrabandista se quitaba ya los pantalones. Kimberly
no tardó ni un segundo en levantar la mirada rápidamente,
apartándola de la protuberancia de sus boxers, tan nerviosa que casi
despegó el trasero del asiento al hacerlo.
–¿Y
si lo fuera? –preguntó.
Sin
dar respuesta, Rodney la agarró repentinamente por el cuello para
besarla. Con asco, Kim empujó con fuerza durante segundos hasta que
por fin pudo poner distancia entre ellos.
–¿No
te ha gustado? –preguntó él.
Sin
saber qué hacer o decir, atrapada entre el miedo y la curiosidad,
ella permaneció mirándole fijamente con los ojos muy abiertos. Bajó
la mirada al darse cuenta de que sus propias manos descendían por la
áspera y cálida superficie de aquel tórax. El corazón de Rodney
estaba tranquilo en comparación con el suyo. Eso y su mayor edad le
transmitieron confianza, cierta seguridad.
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