Mi sexta novela: Rotas
Ya está publicada mi sexta novela Rotas, la primera parte de la serie de ficción Perdidas.
ISBN papel: 978-1-365-83295-6
ISBN ebook: 978-1-365-83302-1,
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Sinopsis:
Kimberly Rayder, una chica sin un pasado agradable, decide escapar del internado. Harta de sufrir, y aunque sus planes se ven truncados una y otra vez, no cede en su empeño de poner rumbo hacia el oeste canadiense para hacer su vida por fin. A pesar de todo, su mundo cambiará por completo.
Fragmento del libro:
PRÓLOGO
“¡Las tengo, las tengo, las tengo!”
Kimberly Rayder corría de vuelta a su dormitorio con una sonrisa, con su larga coleta castaña oscilando de unlado a otro, tras haber eludido a los centinelas de turno.
El insomnio le había animado a rondar por el edificio de noche. Su corazón golpeaba en su pecho enérgicamente. Su afición por correr le facilitó moverse con rapidez pero con sigilo por los pasillos y las escaleras hasta llegar junto a su amiga más íntima.
–Cia, despierta –susurró mientras le agitaba en la oscuridad.
No quería despertar al resto de sus compañeras.
–¿Kim? –preguntó la aludida, adormecida, apartándose el flequillo de los ojos–. ¿Qué pasa? Son… –Miró su reloj– casi las tres de la madrugada. ¿Qué…?
–Chist. Baja la voz. Vamos a salir de aquí esta noche.
–¿Qué dices? ¿Cómo…? No podemos. Deja de decir tonterías y vuelve a la cama, por favor.
Ciara Snow se dispuso a abandonarse al sueño otra vez. Kimberly insistió.
–Mira lo que tengo.
Agitó un manojo de llaves ante su amiga. Por un momento temió que el tintineo hubiese despertado a alguien. Sus ojos claros brillaban de entusiasmo.
–¡¿Las has robado?!
–¡Chist! Las he cogido prestadas. Las devolveré. Vístete y vámonos.
–¿Estás loca? –La chica de origen irlandés, morena y de grandes ojos marrones, se incorporaba ya–. ¿Quieres que nos escapemos?
–Volveremos antes de que amanezca.
–Si Sor Meredith se entera…
–La vieja duerme como una momia. Nadie se enterará de que nos hemos sido. Confía en mí. No tardaremos mucho.
–No sé si…
–Oye, dijiste que también te gustaría salir de aquí alguna vez, no sólo los días festivos.
–Sí. Pero…
–Venga, Cia, es nuestra oportunidad. ¡Y es sábado! Necesito salir de esta prisión. Me muero por hacerlo. ¿Tú no? Sólo quiero dar una vuelta por la ciudad. No me lo estropees, por favor –ronroneó Kim.
Ciara vaciló un momento, negando con la cabeza.
–Prométeme que volveremos pronto.
–Volveremos, claro.
–Prométemelo.
–Te lo promeeeto –asintió Kim con cansancio–. Vístete rápido.
Cuando estuvieron listas, Kimberly guió a Ciara hasta la salida. Giró cuidadosamente la antigua llave de hierro en la cerradura y salieron del internado Hermanas de la Fe para adentrarse en la ciudad de Toronto. La joven canadiense se desprendió de las llaves y saboreó la libertad respirando el aire fresco con la alegría reflejada en su faz. Cia, acomodándose sus gafas graduadas, seguía mostrando sus dudas. Volvía la vista atrás cada poco tiempo.
–Esto no es buena idea –señaló Ciara.
–Vamos –Kimberly le agarró de la mano y corrieron alejándose del lugar con prisa.
Recorrieron parte de la ciudad por las zonas más festivas. Kim se planteó entrar en algún local. No lo diría, pero su intención no era divertirse.
–Sólo tenemos catorce años –replicó Ciara–. Probablemente nos echen.
Al final llegaron hasta la orilla del Lago Ontario, donde se sentaron para hablar de cosas como de sus familias o de sus sueños de futuro. Con una mueca, Kimberly mostraba su disgusto al hablar de ciertas cosas de sí misma. Ciara parecía estar olvidándose de su fuga. Hasta empezaba a sonreír. Kim se dio cuenta antes que su amiga de que empezaba a amanecer. No dijo nada y siguieron hablando hasta que la morena se percató.
Kimberly Rayder corría de vuelta a su dormitorio con una sonrisa, con su larga coleta castaña oscilando de unlado a otro, tras haber eludido a los centinelas de turno.
El insomnio le había animado a rondar por el edificio de noche. Su corazón golpeaba en su pecho enérgicamente. Su afición por correr le facilitó moverse con rapidez pero con sigilo por los pasillos y las escaleras hasta llegar junto a su amiga más íntima.
–Cia, despierta –susurró mientras le agitaba en la oscuridad.
No quería despertar al resto de sus compañeras.
–¿Kim? –preguntó la aludida, adormecida, apartándose el flequillo de los ojos–. ¿Qué pasa? Son… –Miró su reloj– casi las tres de la madrugada. ¿Qué…?
–Chist. Baja la voz. Vamos a salir de aquí esta noche.
–¿Qué dices? ¿Cómo…? No podemos. Deja de decir tonterías y vuelve a la cama, por favor.
Ciara Snow se dispuso a abandonarse al sueño otra vez. Kimberly insistió.
–Mira lo que tengo.
Agitó un manojo de llaves ante su amiga. Por un momento temió que el tintineo hubiese despertado a alguien. Sus ojos claros brillaban de entusiasmo.
–¡¿Las has robado?!
–¡Chist! Las he cogido prestadas. Las devolveré. Vístete y vámonos.
–¿Estás loca? –La chica de origen irlandés, morena y de grandes ojos marrones, se incorporaba ya–. ¿Quieres que nos escapemos?
–Volveremos antes de que amanezca.
–Si Sor Meredith se entera…
–La vieja duerme como una momia. Nadie se enterará de que nos hemos sido. Confía en mí. No tardaremos mucho.
–No sé si…
–Oye, dijiste que también te gustaría salir de aquí alguna vez, no sólo los días festivos.
–Sí. Pero…
–Venga, Cia, es nuestra oportunidad. ¡Y es sábado! Necesito salir de esta prisión. Me muero por hacerlo. ¿Tú no? Sólo quiero dar una vuelta por la ciudad. No me lo estropees, por favor –ronroneó Kim.
Ciara vaciló un momento, negando con la cabeza.
–Prométeme que volveremos pronto.
–Volveremos, claro.
–Prométemelo.
–Te lo promeeeto –asintió Kim con cansancio–. Vístete rápido.
Cuando estuvieron listas, Kimberly guió a Ciara hasta la salida. Giró cuidadosamente la antigua llave de hierro en la cerradura y salieron del internado Hermanas de la Fe para adentrarse en la ciudad de Toronto. La joven canadiense se desprendió de las llaves y saboreó la libertad respirando el aire fresco con la alegría reflejada en su faz. Cia, acomodándose sus gafas graduadas, seguía mostrando sus dudas. Volvía la vista atrás cada poco tiempo.
–Esto no es buena idea –señaló Ciara.
–Vamos –Kimberly le agarró de la mano y corrieron alejándose del lugar con prisa.
Recorrieron parte de la ciudad por las zonas más festivas. Kim se planteó entrar en algún local. No lo diría, pero su intención no era divertirse.
–Sólo tenemos catorce años –replicó Ciara–. Probablemente nos echen.
Al final llegaron hasta la orilla del Lago Ontario, donde se sentaron para hablar de cosas como de sus familias o de sus sueños de futuro. Con una mueca, Kimberly mostraba su disgusto al hablar de ciertas cosas de sí misma. Ciara parecía estar olvidándose de su fuga. Hasta empezaba a sonreír. Kim se dio cuenta antes que su amiga de que empezaba a amanecer. No dijo nada y siguieron hablando hasta que la morena se percató.
–¡Está amaneciendo! –Se escandalizó y se puso en pie para irse con prisa–. ¡Tenemos que volver ya, Kim! ¡Nos pillarán!
–No vamos a volver –Kimberly mantuvo la mirada fija en el horizonte.
–No vamos a volver –Kimberly mantuvo la mirada fija en el horizonte.
–¿Cómo que no…? Me lo prometiste.
–Mentí –afirmó la más delgada de las dos con alegre naturalidad, mirando ahora a su amiga.
–Kim, no estoy para bromas. Tenemos que volver. ¡Nos castigarán! Volvamos, por favor. Todos están a punto de despertar.
Con tranquilidad y sin borrar la sonrisa, Kimberly se puso también en pie.
–No vamos a volver –repitió.
–Kim, estás loca. Por favor. Ya me has asustado bastante.
–¡Es nuestro momento, Cia! –La aludida cogió a su amiga por los brazos–. Quiero ir a donde dijimos. Y tú ¡también.
–Sí. Pero no ahora. ¡No… así! ¿Qué pasará si se enteran de que nos hemos escapado? ¿Qué pasa con los estudios?
–No necesitamos el estúpido internado –Kimberly le dio la espalda.
–¿Y no nos vamos a despedir de los demás? ¿Ni siquiera te vas a despedir de Aiden?
–Odio las despedidas. Y él… –Kim perdió la sonrisa al recordar a su más íntimo amigo del internado. Se preguntaba si podía considerarlo su novio, pues nunca habían podido hacer nada que les definiera como pareja. Nada en absoluto–. Es mejor así.
–¡Sólo somos niñas!
–Niñas… –repitió Kim con disgusto.
–¿Cómo vamos a llegar nosotras solas hasta allí?
–Es el momento de ir a por nuestro sueño. Ya hemos esperado bastante.
–Mentí –afirmó la más delgada de las dos con alegre naturalidad, mirando ahora a su amiga.
–Kim, no estoy para bromas. Tenemos que volver. ¡Nos castigarán! Volvamos, por favor. Todos están a punto de despertar.
Con tranquilidad y sin borrar la sonrisa, Kimberly se puso también en pie.
–No vamos a volver –repitió.
–Kim, estás loca. Por favor. Ya me has asustado bastante.
–¡Es nuestro momento, Cia! –La aludida cogió a su amiga por los brazos–. Quiero ir a donde dijimos. Y tú ¡también.
–Sí. Pero no ahora. ¡No… así! ¿Qué pasará si se enteran de que nos hemos escapado? ¿Qué pasa con los estudios?
–No necesitamos el estúpido internado –Kimberly le dio la espalda.
–¿Y no nos vamos a despedir de los demás? ¿Ni siquiera te vas a despedir de Aiden?
–Odio las despedidas. Y él… –Kim perdió la sonrisa al recordar a su más íntimo amigo del internado. Se preguntaba si podía considerarlo su novio, pues nunca habían podido hacer nada que les definiera como pareja. Nada en absoluto–. Es mejor así.
–¡Sólo somos niñas!
–Niñas… –repitió Kim con disgusto.
–¿Cómo vamos a llegar nosotras solas hasta allí?
–Es el momento de ir a por nuestro sueño. Ya hemos esperado bastante.
–Nos buscarán. Llamarán a la policía.
–Tengo intención de dejar la ciudad cuanto antes.
–¿Y cómo piensas hacerlo? Nos van a encontrar. Y nos castigarán. A ti ya te castigó Sor Meredith, ¿recuerdas? Por…
–¡Y no volverá a hacerlo! ¡Vamos!
Kimberly volvió a tirar de su amiga, que se oponía, pero notó con satisfacción cómo su resistencia aminoraba a medida que corrían.
–Tenemos que volver –insistía Ciara–. No podemos irnos. Por favor, Kim, volvamos.
A Kimberly le resultó extraño deambular tan temprano entre adultos que se dirigían al trabajo, pero sobre todo entre estudiantes que se dirigían al colegio. Descubrió que había ya a esas horas mucho tráfico. El ponzoñoso hedor de la gran ciudad instaló en su semblante una poco discreta expresión de repulsa.
Se detuvieron frente a una cafetería.
–¿Qué piensas hacer aquí? –indagó Cia–. No tenemos dinero.
–Chist.
Dejando a su amiga atrás, Kim se adelantó. Chocó contra un hombre trajeado que miraba distraído su teléfono móvil cuando salía del local.
–¡Ay!
Fingió ser derribada cayendo de culo. El dolor que sintió sólo fue fingido en parte.
–Perdón –El tipo se apresuró a agacharse para ayudarle a levantarse–. ¿Estás bien?
Kim le dio una respuesta afirmativa y le preguntó dónde estaba la estación de autobuses. Al despedirse del hombre, le indicó a Ciara con la cabeza y con una extensa sonrisa que la siguiera con prisa hasta el servicio de un bar cercano, donde su amiga haría sus necesidades en un retrete mientras Kimberly se entretenía oculta en otro.
–¿Por qué le has preguntado la ese hombre por la estación de autobuses? –preguntó Cia cuando terminó.
–Entra aquí. Y cierra la puerta.
Ambas se encerraron en el cubículo de un mismo retrete para que Kim mostrase eufórica su botín.
–¿Qué es eso? –Cuando se dio cuenta de lo que era, Ciara se escandalizó–. ¡Le has robado la cartera a ese hombre!
–¡Chist! Mira.
–¡Dios mío! ¡¿Qué has hecho?!
–¡Mira! –Kim sacó de la cartera algunos billetes de cinco dólares canadienses para ponerlos delante de la cara de su amiga.
–No pensarás gastártelos, ¿no? Tienes que devolverlo.
–Tiene una foto de… una niña… –Kim inspeccionaba la cartera de la víctima. No le interesó demasiado fijarse en la sonriente chica de la fotografía, morena y aparentemente algo mayor que ella–, una tarjeta de crédito… La, la, la… –Apenas miró nada más–. Vale, vámonos.
–Kim, devuélvelo.
–Tarde –replicó la aludida con aire juguetón.
–¡Esto no tiene gracia!
–Con esto nos iremos de aquí.
La ladrona volvía a sujetar los billetes en alto. Se abanicó sonriendo con ellos. Maldiciendo por no poder utilizar la tarjeta, dejó la cartera con el resto de su contenidojunto a un lavabo y salió del bar, seguida por Cia. Bailoteaba y tarareaba sutilmente mientras caminaba por la calle. Se sentía ya un poco más cerca de su destino.
De camino a la estación, le pareció ver al tipo al que había robado, que parecía disgustado. Con la idea de ocultarse de él, se metieron en el lugar más cercano: una tienda de ropa. Allí se entretuvieron mirando prendas, mientras esperaban a que el hombre pasase de largo. Kim echó un vistazo a algunas camisas. Ciara se mostró interesada en unas botas.
–Me encantan –anunció la morena.
–¿Las quieres?
–No quiero comprarlas con dinero robado.
–No he dicho nada de comprar. Mira, nadie nos mira. Dámelas. Espérame fuera si quieres. Sólo tenemos que correr y…
–¡No! –Cia le arrebató las botas de las manos–. ¡No vamos a robar nada! –susurró histérica.
–Vale, vale –A Kimberly le divertían las reacciones de su amiga. En ningún momento tuvo intención de robar allí–. Te preocupas demasiado –comentó cuando salían del lugar.
–¡Tú haces que me preocupe! Joder, Kim, estoy muerta de miedo. Tenemos que volver al internado.
–Ya se habrán dado cuenta de nuestra ausencia. Te castigarán –afirmó Kimberly en tono jocoso–. Relájate.
–¿Qué me relaje? No debí irme contigo. Nos van a encontrar…
Ciara todavía seguía a Kimberly, aunque se mantenía a un par de pasos por detrás. En la estación se dieron cuenta de que no tenían dinero suficiente para un solo billete. Sin querer contarle a su amiga sus intenciones, Kim se planteaba seguir robando. Para ella era la única opción.
Al ver una tienda de juguetes, se detuvo frente al escaparate. Su semblante, ahora sin alegría, se reflejaba en el cristal. Las muñecas le hacían sentir como si le faltase algo por hacer, como si en su puzzle faltase alguna pieza.
–¿Estás bien? –le preguntó su amiga tras un rato de silencio.
–Estoy bien –gruñó Kimberly, que se alejó entonces con prisa de allí.
Pagando con el dinero robado, fueron a un restaurante de comida rápida para comer algo mientras pensaban qué hacer.
–Kim, no vuelvas a hacer eso –comentó Cia.
–¿El qué?
–¡Robar! ¡Es un delito! Para o… –La irlandesa parecía indecisa, así como estar pasando del miedo a la ira.
–¿Qué? ¿Volverás al internado? –Kim ocultó su preocupación tras una sonrisa socarrona. “¿Te atreverás?”–. Cia, necesitamos dinero para salir de esta ciudad apestosa. Sólo el suficiente para largarnos de aquí. ¡No es para tanto!
–¿Qué no es para tanto?
–Coño, ¡sólo es dinero!
–Dinero, carné de identidad…
–Piensa que todo esto es por nuestro futuro.
–Dios, Kim… ¿Vas a comerte eso?
–No –Kim no tenía demasiada hambre y ya se había saciado. Observó con repulsa cómo Cia devoraba con ansia las patatas fritas–. ¿No deberías controlarte un poco, chica emo? Recuerdas por qué te insultaban, ¿no? Recordarás por qué empezaste a vomitarlo todo.
–¡Vete a la mierda!
–Lo digo por tu bien.
–Estoy muy nerviosa y los nervios me dan hambre.
Con la excusa de comprobar el precio de transportes alternativos, Kim pretendió acercarse al metro. Creía que allí podría ser más fácil cometer otro hurto y, con suerte, sin que su amiga se diese cuenta.
Por el camino, a una mujer mayor se le cayó una bolsa, seguida de una segunda. Kim se agachó para ayudarla a recogerlas.
–Le ayudo, señora.
–Ay, muchas gracias, bonita. Eres muy amable.
–Lo has vuelto a hacer, ¿verdad? –susurró Cia cuando la mujer se alejaba–. Lo he visto. ¡Joder, Kim!
–No seas pesada –La sonrisa satisfecha de Kimberly se borró para adoptar una expresión de alarma cuando notó que alguien le arrancaba la cartera de la anciana de la parte trasera del pantalón, donde la había escondido–. ¡¿Qué…?!
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–¡Señora Hoffman! Su cartera.
–¡Ay! Muchas gracias, bonito –agradeció la anciana–. Gracias.
Cuando la mujer seguía su camino, el tipo, que no tendría mucho más de treinta años, retrocedió hacia las chicas. Un fino bigote remarcaba su sonrisa torcida. Unas trenzas negras le colgaban por la parte trasera de la cabeza. Llevaba una ceñida camiseta blanca de tirantes y unos vaqueros algo rotos, un pendiente de aro en cada oreja, una cadena plateada con una cruz al cuello. Era delgado, atlético. Un tatuaje de un tigre rugiendo ocupaba el lado derecho de su cuello. Sus ojos esmeralda se movían de un lado a otro de forma inquieta, nerviosa.
Kim pensó que debería alejarse. En cambio, le examinó con una sonrisa sutil, sonriendo, lamiéndose los labios.
–Kim… –Ciara tiró alarmada de su brazo cuando el tipo se aproximaba.
–Señoritas, no está bien robar –comentó aquel.
–¿Eres poli? –indagó Kimberly, algo tensa por esa posibilidad y porque alguien se hubiera dado cuenta de lo que había hecho. Aunque el aspecto del tipo le hacía dudar que fuera de la policía.
–No –Él agudizó su sonrisa–. No soy poli. Sólo soy alguien al que le gusta ayudar a su ciudad.
–Pues muchas gracias, capullo. Déjanos en paz.
–Necesitáis ayuda, ¿no?
El tipo las hizo detenerse con eso cuando ellas empezaban a alejarse.
–¿Por qué crees eso? –indagó Kimberly.
–Os he oído hablar. Y le has robado a una dulce ancianita.
–¿Y qué? ¿Tú no eres culpable de nada? –Kimberly mostró desprecio. Él sonrió divertido–. ¿Ayudas a tu ciudad espiando a la gente, capullo? Lo que hagamos no es asunto tuyo. Vamos –ordenó a Ciara.
–No, no es asunto mío. Pero… ¿encontraréis alguien más dispuesto a ayudaros a salir de la ciudad? No lo creo. Necesitáis dinero. Yo puedo ayudaros con eso. A cambio de algo.
–¿Qué tendríamos que hacer? –Kimberly le miraba con recelo.
–¿Os importa acompañarme a un lugar más seguro?
–¿Para que te hagamos algún tipo de favor asqueroso? ¡Jódete, gilipollas! Déjanos en paz.
–¡No, no, no, no! –Él rió–. Sólo quiero hablar, petit perroquet. De negocios.
Kim trató de mantener una expresión hostil, hasta que una sonrisa reprimida se abrió paso. Se lamió el labio superior con gesto pícaro, atraída no sólo por el físico del hombre.
–Kim, es peligroso –susurró Ciara.
–Lo sé –“Y me gusta”–. Te seguimos –le dijo Kimberly al tipo tras una breve pausa.
–¡No! –Cia trató de detenerle.
–No pasa nada.
–No vayas.
–Sólo voy a ver qué me cuenta –Kim se desprendió de la garra que le retenía–. Será un momento.
Siguió caminando tras el tipo hasta un callejón. Su corazón se aceleraba a medida que avanzaba. Trataba de ocultar sus dudas bajo un paso decidido y una posición erguida, confiada. Aunque su amiga vaciló al principio, no tardó en oír sus pasos a su espalda.
–¿Me decís vuestros nombres? –indagó el tipo cuando ellas estuvieron lo bastante cerca.
Kim casi respondió con sinceridad. Le pareció sensato optar por la precaución, aunque más por su situación de fuga que por su peculiar interlocutor.
–Barbie Ladrona y Barbie Amarguras –dijo, burlona pero con el disgusto reflejado en su faz.
Él rió.
–¿Sois hermanas?
–No.
–De acuerdo, chicas. Si no queréis decirme vuestros nombres, a ti te llamaré Bonnie –anunció él señalando a Kimberly– y a ti… –Ahora señaló a Ciara– Ojazos. Yo soy Rodney.
–Te escuchamos, Rodney.
Kimberly mantenía la mirada fija en aquellos ojos que tanto le gustaban. Le complacía que él se la devolviese cuando no estaba sondeando los alrededores, siempre en guardia.
–Veréis… Mi gente tiene dificultades para pasar desapercibida.
–Psché –Kim miró a Rodney de arriba abajo con aire despectivo–. ¿Tienen todos la misma pinta que tú?
Él volvió a sonreír.
–Os ayudaré si a cambio hacéis algo por nosotros.
–¿Algo como qué?
–Nadie sospecharía de dos chicas como vosotras y…
–… y tampoco creería una mierda de lo que dijéramos, ¿eh? –Kimberly le interrumpió. Su sonrisa se había torcido para convertirse otra vez en una mueca de disgusto.
–¡No! –Rodney levantó las manos. Caminaba alrededor de las chicas, inquieto–. Eso no es lo que me interesa de vosotras, petit perroquet. Confío en que no traicionaréis a un amigo que sólo quiere ayudaros. Sobre todo cuando os he visto robar.
–¿De qué hablas entonces?
–Quiero decir que podrías llevar cierta mercancía de un lugar a otro sin que nadie se fijase en vosotras. Nos vendría muy bien teneros en el equipo. Será un trabajito rápido.
–Estamos hablando de droga.
–Je. Vuelves a equivocarte. Vendemos medicamentos.
Somníferos, diuréticos… Cosas así. Para los ancianos, principalmente.
–Y supongo que vendéis algo que ellos no pueden comprar en algún comercio.
–En realidad no. Pero nosotros se lo proporcionamos a un precio inferior al del mercado. Esa es la diferencia.
–Inferior. ¿Eso les contáis a los viejos?
–Es la verdad, pequeña. Podrás comprobarlo tú misma si quieres.
Kimberly lo pensó un momento.
–Ya veo… Así ayudas a tu ciudad, ¿eh?
–Vámonos –insistió Ciara.
–Yo soy un simple proveedor –respondió Rodney–. Le doy a la gente lo que quiere. Eso es todo.
–¿Hay algo de legal en todo eso?
–Ya lo habéis visto con la señora Hoffman: los abuelos nos conocen. Podéis fiaros de mí, como lo hacen ellos. No pretendo obligaros, por supuesto. Cada una podría ir a un lugar distinto…
–Ni de coña vamos a separarnos.
–Muy bien. Nadie os separará, petit perroquet. Entonces, ¿qué? ¿Nos echaréis una mano?
–¿Y quieres ayudarnos por pura bondad, proveedor?
–Ella volvió a emplear el desprecio.
–Te lo he dicho: me gusta ayudar a la gente.
–¿Cuál es el truco? –intervino Ciara–. ¿Qué quieres a cambio?
–No hay ningún truco –El tipo exhibía una sonrisa sorprendida–. Aquí no hay engaño alguno. Eso nos perjudicaría, de hecho.
–De algún sitio sacaréis los medicamentos. No creo que los fabriquéis vosotros. Los robáis.
–Sólo os diré que nadie sale herido, Ojazos. ¿Queréis que os ayude o no? Vamos, estoy seguro de que os interesa más salir de la ciudad que lo que yo y mi gente hagamos.
–¿Qué ganaríamos nosotras? –Volvió a hablar Kim.
–La mitad de los beneficios. El cincuenta por ciento.
–El setenta.
–¡No! –Ciara arrastró a Kimberly hasta un lugar más lejano–. ¿Qué estás haciendo? No podemos hacer eso –susurró.
–Aún no lo he decidido.
–No lo hagas.
–Sígueme el rollo, ¿vale? Y borra esa cara de amargada –Con sus dedos, Kimberly estiró la boca de su amiga para que sonriera–. No es tan malo.
–¡Es un delito!
–Ha dicho que nadie sospechará de nosotras.
–No.
–Creía que eras más generosa. ¿No quieres ayudar a unos viejos?
–Mira, tú haz lo que quieras. Ya estoy harta. Yo vuelvo al internado.
–¡Cia! –Ahora Kim detuvo a su amiga cuando se disponía a alejarse–. Sólo lo haremos unas pocas veces y nos iremos. Esta vez te lo prometo de verdad. Sabes que las monjas te castigarán. Y duele mucho. Lo sé muy bien. Te controlarán más después de esto. Anda, no me dejes sola ahora. Ahora no. ¡Estamos a punto de largarnos!
Ciara dudó. Resopló mirando al cielo.
–Mierda, ¿por qué tuve que irme con esta…? Sólo unas pocas veces.
–Sí.
–O te juro que volveré al internado.
Terminada la discusión, Kimberly volvió con Rodney.
–¿Qué habéis decidido? –indagó él.
–El setenta por ciento.
Rodney rió más ruidosamente.
–Bonnie, esto no es negociable.
–No tenéis fácil llevar de aquí para allá esos medicamentos, ¿no? –Kim metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado, y apoyó su peso sobre una pierna.
–El cincuenta es suficiente.
–No soy tan tonta como para fiarme de lo que digas.
Si hiciéramos esta mierda, “proveedor”, necesitaríamos un extra.
–¿Va en serio?
–Por favor –Ciara estaba cada vez más preocupada.
–Esto sólo será temporal, proveedor. Y no se si te habrás dado cuenta, pero les estás pidiendo a dos… menores de edad –Kimberly mostraba una mueca y desviaba la mirada al decir eso– que trafiquen con medicamentos. ¿Qué haría la policía si se enterase?
Pretendía también evitar cualquier relación con la policía, y no supo si sería acertado amenazar a Rodney con delatarle empleando su edad como arma, algo que detestaba. Sin embargo, también intentaba sacar el máximo beneficio que pudiese e imponer sus normas para evitar en la medida de lo posible que se la jugasen. Estaba decidida a arriesgarse a perder la ayuda. No quería parecer una simple niña estúpida o ignorante.
Vio cómo el tipo bajaba la mirada hasta sus piernas desnudas mientras asentía reflexivo, sonriente. Preguntándose con curiosidad si se sentiría atraído por ella, reprimió una sonrisa de entusiasmo.
–Vale, petit perroquet. Será el sesenta por ciento, ¿de acuerdo? Y no pienso subir ni un uno por ciento más.
Rodney extendió una mano para sellar el trato. Kim iba a insistir con el setenta por ciento cuando prefirió no arriesgarse demasiado. Al menos había conseguido una oferta mejor.
–Tenemos que pensarlo –anunció.
–Pues si aceptáis, podréis encontrarme por aquí. Hasta la vista, señoritas.
Cuando se alejaban, Kimberly se volvió para comprobar que Rodney no las miraba de forma extraña. Únicamente le vio de espaldas, alejándose en dirección contraria. Sólo por un instante bajó la mirada hacia el trasero del tipo antes de volver a mirar al frente.
Iba a retomar su plan de pasar por el metro. Pero la oferta del contrabandista no le permitió pensar en otra cosa. Cuanto más lo hacía, más le gustaba.
“No es tan malo –se dijo–. Ayudaré a unos viejos y conseguiré pasta. Si es cierto que nadie se fijará en nosotras, ¿qué podemos perder? Sólo haremos los favores necesarios y nos largaremos. No es tan malo”.
Desde luego parecía mejor que lo que había esperado en un principio y mucho menos arriesgado que robar. Rodney le parecía bastante honesto. Su trabajo, bastante bonito.
–Cia, voy a aceptar la oferta de Rodney –informó tras unas horas de frustrante indecisión.
–¿Tantas ganas tienes de irte de Toronto?
–Claro que sí, joder.
–¿Por qué confías tanto en… ese Rodney? –siguió Ciara–. Lo único que sabemos de él es que es un delincuente. Y eso no es bueno, Kim.
–No tenemos que fiarnos de ese tío, sólo llevarles algunas cosas a algunos viejos y se acabó. Cogemos la pasta y nos largamos. No volveremos a verles. No creo que sea muy peligroso.
–Qué fácil te parece todo. ¿Cómo sabes que algo de lo que ha dicho es verdad, eh? Puede que nos haya mentido hasta con su nombre. Podría…
–Confía en mí. Tenemos que hacer esto.
–¿Tenemos? ¿O tienes? –Ciara empujó a Kimberly, no con mucha fuerza–. ¡Confié en ti cuando me prometiste que volveríamos al internado! Joder, esto ya me da más miedo que los castigos de Sor Meredith. ¡Deja de hacer idioteces de una vez y volvamos!
–Tú sólo ven conmigo. Yo me ocupo de todo. Nos iremos lo antes posible. De verdad. No nos pasará nada.
–No.
–¿Prefieres que vuelva a robar?
–¡No! O… ¡No lo sé! Yo estaría ahora tranquilamente en el internado. ¡Y en cambio me traes aquí, me mezclas con mala gente…! Por Dios, ¡me culparán de robo por tu culpa!
–Todo esto es por las dos, Cia. En cuanto lleguemos a Calgary todo irá mejor.
–¿Calgary? Eso está…
–… en Alberta.
–No me dijiste nada de esto. ¡¿Ahora vamos a Alberta?! Creía que íbamos a…
–Antes tenemos que pasar por Alberta. Probablemente tuviésemos que pasar por allí de todos modos. Nos pilla de camino y es importante.
Volvieron al callejón en el que se habían reunido con Rodney y esperaron. Cia se mantuvo dando vueltas, inquieta pero en silencio durante unos minutos, hasta que no pudo más.
–¿Qué hacemos aquí, Kim? –preguntó–. No puedo creer que estemos haciendo esto? Sólo somos niñas –Kimberly resopló molesta–. Puede que ese Rodney no venga. Puede que nos tienda una trampa o…
Kimberly no le escuchaba. Con la espalda en la pared y las manos en los bolsillos, seguía repasando el plan en su mente, lo que tendría que hacer y lo que podría pasar. La aparición del sonriente Rodney detuvo sus elucubraciones.
–¿Qué ven mis ojos? ¿Significa vuestra presencia aquí que venís a aceptar mi oferta? –preguntó, visiblemente esperanzado.
–Escúchame, capullo –ordenó Kim, haciendo al tipo agudizar la sonrisa con sorpresa–. Primero: no seremos de vuestra propiedad, lo que significa que nada de obligaciones ni de tocamientos. Segundo: nosotras elegiremos qué llevar y a dónde. Y tercero: nos largaremos cuando nos de la gana, informando de ello o no. ¿Lo has pillado?
–Lo he pillado, petit perroquet. Ningún problema. Entonces… ¿hay trato? –Rodney extendió otra vez una mano grande y rugosa. Kim estuvo a punto de estrechársela. No obstante, prefería evitar del contacto físico, sin mencionar que aún tenía algunas dudas. De todos modos, él no tardó en retirarla–. ¡Perdón! Nada de tocamientos. Ahora que somos socios, ¿puedo preguntaros hasta dónde pretendéis viajar?
–Pues no.
–Puede que os proporcionemos billetes de avión o de lo que prefiráis. Necesitaremos conocer el destino para ello.
–Qué generosos… Viajaremos por nuestra cuenta. ¿Qué tenemos que llevar? –A Kim le sorprendió no oír a su amiga replicar otra vez.
–¿Cuento con vuestro silencio, señoritas?
–Claro. Si nosotras contamos con tu respeto y con el de tu… gente.
–Respeto tendréis. Nadie os tocará ni os dará orden alguna. Si me acompañáis, os daré el material y las direcciones.
Manteniéndose a varios pasos por detrás, siguieron a Rodney hasta la entrada de un alto edificio de apartamentos, donde Ciara se detuvo en seco frente a la puerta. Kimberly se volvió al darse cuenta.
–Yo no entraré ahí –sentenció Cia.
–Nosotras te esperaremos aquí –le dijo Kimberly al contrabandista.
Sentía curiosidad por ver la guarida de esa gente, aunque prefería no ir sin su amiga ni confiar demasiado en Rondey y los suyos.
–Si subís conoceréis a algunos más de los míos –anun- ció él.
Desagradables imágenes, predicciones de lo que podría pasar si subía, cruzaron la mente de Kimberly por un segundo.
–No, gracias.
Segundo capítulo aquí.
Tercer capítulo aquí.
Cuarto capítulo aquí.
–Tengo intención de dejar la ciudad cuanto antes.
–¿Y cómo piensas hacerlo? Nos van a encontrar. Y nos castigarán. A ti ya te castigó Sor Meredith, ¿recuerdas? Por…
–¡Y no volverá a hacerlo! ¡Vamos!
Kimberly volvió a tirar de su amiga, que se oponía, pero notó con satisfacción cómo su resistencia aminoraba a medida que corrían.
–Tenemos que volver –insistía Ciara–. No podemos irnos. Por favor, Kim, volvamos.
A Kimberly le resultó extraño deambular tan temprano entre adultos que se dirigían al trabajo, pero sobre todo entre estudiantes que se dirigían al colegio. Descubrió que había ya a esas horas mucho tráfico. El ponzoñoso hedor de la gran ciudad instaló en su semblante una poco discreta expresión de repulsa.
Se detuvieron frente a una cafetería.
–¿Qué piensas hacer aquí? –indagó Cia–. No tenemos dinero.
–Chist.
Dejando a su amiga atrás, Kim se adelantó. Chocó contra un hombre trajeado que miraba distraído su teléfono móvil cuando salía del local.
–¡Ay!
Fingió ser derribada cayendo de culo. El dolor que sintió sólo fue fingido en parte.
–Perdón –El tipo se apresuró a agacharse para ayudarle a levantarse–. ¿Estás bien?
Kim le dio una respuesta afirmativa y le preguntó dónde estaba la estación de autobuses. Al despedirse del hombre, le indicó a Ciara con la cabeza y con una extensa sonrisa que la siguiera con prisa hasta el servicio de un bar cercano, donde su amiga haría sus necesidades en un retrete mientras Kimberly se entretenía oculta en otro.
–¿Por qué le has preguntado la ese hombre por la estación de autobuses? –preguntó Cia cuando terminó.
–Entra aquí. Y cierra la puerta.
Ambas se encerraron en el cubículo de un mismo retrete para que Kim mostrase eufórica su botín.
–¿Qué es eso? –Cuando se dio cuenta de lo que era, Ciara se escandalizó–. ¡Le has robado la cartera a ese hombre!
–¡Chist! Mira.
–¡Dios mío! ¡¿Qué has hecho?!
–¡Mira! –Kim sacó de la cartera algunos billetes de cinco dólares canadienses para ponerlos delante de la cara de su amiga.
–No pensarás gastártelos, ¿no? Tienes que devolverlo.
–Tiene una foto de… una niña… –Kim inspeccionaba la cartera de la víctima. No le interesó demasiado fijarse en la sonriente chica de la fotografía, morena y aparentemente algo mayor que ella–, una tarjeta de crédito… La, la, la… –Apenas miró nada más–. Vale, vámonos.
–Kim, devuélvelo.
–Tarde –replicó la aludida con aire juguetón.
–¡Esto no tiene gracia!
–Con esto nos iremos de aquí.
La ladrona volvía a sujetar los billetes en alto. Se abanicó sonriendo con ellos. Maldiciendo por no poder utilizar la tarjeta, dejó la cartera con el resto de su contenidojunto a un lavabo y salió del bar, seguida por Cia. Bailoteaba y tarareaba sutilmente mientras caminaba por la calle. Se sentía ya un poco más cerca de su destino.
De camino a la estación, le pareció ver al tipo al que había robado, que parecía disgustado. Con la idea de ocultarse de él, se metieron en el lugar más cercano: una tienda de ropa. Allí se entretuvieron mirando prendas, mientras esperaban a que el hombre pasase de largo. Kim echó un vistazo a algunas camisas. Ciara se mostró interesada en unas botas.
–Me encantan –anunció la morena.
–¿Las quieres?
–No quiero comprarlas con dinero robado.
–No he dicho nada de comprar. Mira, nadie nos mira. Dámelas. Espérame fuera si quieres. Sólo tenemos que correr y…
–¡No! –Cia le arrebató las botas de las manos–. ¡No vamos a robar nada! –susurró histérica.
–Vale, vale –A Kimberly le divertían las reacciones de su amiga. En ningún momento tuvo intención de robar allí–. Te preocupas demasiado –comentó cuando salían del lugar.
–¡Tú haces que me preocupe! Joder, Kim, estoy muerta de miedo. Tenemos que volver al internado.
–Ya se habrán dado cuenta de nuestra ausencia. Te castigarán –afirmó Kimberly en tono jocoso–. Relájate.
–¿Qué me relaje? No debí irme contigo. Nos van a encontrar…
Ciara todavía seguía a Kimberly, aunque se mantenía a un par de pasos por detrás. En la estación se dieron cuenta de que no tenían dinero suficiente para un solo billete. Sin querer contarle a su amiga sus intenciones, Kim se planteaba seguir robando. Para ella era la única opción.
Al ver una tienda de juguetes, se detuvo frente al escaparate. Su semblante, ahora sin alegría, se reflejaba en el cristal. Las muñecas le hacían sentir como si le faltase algo por hacer, como si en su puzzle faltase alguna pieza.
–¿Estás bien? –le preguntó su amiga tras un rato de silencio.
–Estoy bien –gruñó Kimberly, que se alejó entonces con prisa de allí.
Pagando con el dinero robado, fueron a un restaurante de comida rápida para comer algo mientras pensaban qué hacer.
–Kim, no vuelvas a hacer eso –comentó Cia.
–¿El qué?
–¡Robar! ¡Es un delito! Para o… –La irlandesa parecía indecisa, así como estar pasando del miedo a la ira.
–¿Qué? ¿Volverás al internado? –Kim ocultó su preocupación tras una sonrisa socarrona. “¿Te atreverás?”–. Cia, necesitamos dinero para salir de esta ciudad apestosa. Sólo el suficiente para largarnos de aquí. ¡No es para tanto!
–¿Qué no es para tanto?
–Coño, ¡sólo es dinero!
–Dinero, carné de identidad…
–Piensa que todo esto es por nuestro futuro.
–Dios, Kim… ¿Vas a comerte eso?
–No –Kim no tenía demasiada hambre y ya se había saciado. Observó con repulsa cómo Cia devoraba con ansia las patatas fritas–. ¿No deberías controlarte un poco, chica emo? Recuerdas por qué te insultaban, ¿no? Recordarás por qué empezaste a vomitarlo todo.
–¡Vete a la mierda!
–Lo digo por tu bien.
–Estoy muy nerviosa y los nervios me dan hambre.
Con la excusa de comprobar el precio de transportes alternativos, Kim pretendió acercarse al metro. Creía que allí podría ser más fácil cometer otro hurto y, con suerte, sin que su amiga se diese cuenta.
Por el camino, a una mujer mayor se le cayó una bolsa, seguida de una segunda. Kim se agachó para ayudarla a recogerlas.
–Le ayudo, señora.
–Ay, muchas gracias, bonita. Eres muy amable.
–Lo has vuelto a hacer, ¿verdad? –susurró Cia cuando la mujer se alejaba–. Lo he visto. ¡Joder, Kim!
–No seas pesada –La sonrisa satisfecha de Kimberly se borró para adoptar una expresión de alarma cuando notó que alguien le arrancaba la cartera de la anciana de la parte trasera del pantalón, donde la había escondido–. ¡¿Qué…?!
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–¡Señora Hoffman! Su cartera.
–¡Ay! Muchas gracias, bonito –agradeció la anciana–. Gracias.
Cuando la mujer seguía su camino, el tipo, que no tendría mucho más de treinta años, retrocedió hacia las chicas. Un fino bigote remarcaba su sonrisa torcida. Unas trenzas negras le colgaban por la parte trasera de la cabeza. Llevaba una ceñida camiseta blanca de tirantes y unos vaqueros algo rotos, un pendiente de aro en cada oreja, una cadena plateada con una cruz al cuello. Era delgado, atlético. Un tatuaje de un tigre rugiendo ocupaba el lado derecho de su cuello. Sus ojos esmeralda se movían de un lado a otro de forma inquieta, nerviosa.
Kim pensó que debería alejarse. En cambio, le examinó con una sonrisa sutil, sonriendo, lamiéndose los labios.
–Kim… –Ciara tiró alarmada de su brazo cuando el tipo se aproximaba.
–Señoritas, no está bien robar –comentó aquel.
–¿Eres poli? –indagó Kimberly, algo tensa por esa posibilidad y porque alguien se hubiera dado cuenta de lo que había hecho. Aunque el aspecto del tipo le hacía dudar que fuera de la policía.
–No –Él agudizó su sonrisa–. No soy poli. Sólo soy alguien al que le gusta ayudar a su ciudad.
–Pues muchas gracias, capullo. Déjanos en paz.
–Necesitáis ayuda, ¿no?
El tipo las hizo detenerse con eso cuando ellas empezaban a alejarse.
–¿Por qué crees eso? –indagó Kimberly.
–Os he oído hablar. Y le has robado a una dulce ancianita.
–¿Y qué? ¿Tú no eres culpable de nada? –Kimberly mostró desprecio. Él sonrió divertido–. ¿Ayudas a tu ciudad espiando a la gente, capullo? Lo que hagamos no es asunto tuyo. Vamos –ordenó a Ciara.
–No, no es asunto mío. Pero… ¿encontraréis alguien más dispuesto a ayudaros a salir de la ciudad? No lo creo. Necesitáis dinero. Yo puedo ayudaros con eso. A cambio de algo.
–¿Qué tendríamos que hacer? –Kimberly le miraba con recelo.
–¿Os importa acompañarme a un lugar más seguro?
–¿Para que te hagamos algún tipo de favor asqueroso? ¡Jódete, gilipollas! Déjanos en paz.
–¡No, no, no, no! –Él rió–. Sólo quiero hablar, petit perroquet. De negocios.
Kim trató de mantener una expresión hostil, hasta que una sonrisa reprimida se abrió paso. Se lamió el labio superior con gesto pícaro, atraída no sólo por el físico del hombre.
–Kim, es peligroso –susurró Ciara.
–Lo sé –“Y me gusta”–. Te seguimos –le dijo Kimberly al tipo tras una breve pausa.
–¡No! –Cia trató de detenerle.
–No pasa nada.
–No vayas.
–Sólo voy a ver qué me cuenta –Kim se desprendió de la garra que le retenía–. Será un momento.
Siguió caminando tras el tipo hasta un callejón. Su corazón se aceleraba a medida que avanzaba. Trataba de ocultar sus dudas bajo un paso decidido y una posición erguida, confiada. Aunque su amiga vaciló al principio, no tardó en oír sus pasos a su espalda.
–¿Me decís vuestros nombres? –indagó el tipo cuando ellas estuvieron lo bastante cerca.
Kim casi respondió con sinceridad. Le pareció sensato optar por la precaución, aunque más por su situación de fuga que por su peculiar interlocutor.
–Barbie Ladrona y Barbie Amarguras –dijo, burlona pero con el disgusto reflejado en su faz.
Él rió.
–¿Sois hermanas?
–No.
–De acuerdo, chicas. Si no queréis decirme vuestros nombres, a ti te llamaré Bonnie –anunció él señalando a Kimberly– y a ti… –Ahora señaló a Ciara– Ojazos. Yo soy Rodney.
–Te escuchamos, Rodney.
Kimberly mantenía la mirada fija en aquellos ojos que tanto le gustaban. Le complacía que él se la devolviese cuando no estaba sondeando los alrededores, siempre en guardia.
–Veréis… Mi gente tiene dificultades para pasar desapercibida.
–Psché –Kim miró a Rodney de arriba abajo con aire despectivo–. ¿Tienen todos la misma pinta que tú?
Él volvió a sonreír.
–Os ayudaré si a cambio hacéis algo por nosotros.
–¿Algo como qué?
–Nadie sospecharía de dos chicas como vosotras y…
–… y tampoco creería una mierda de lo que dijéramos, ¿eh? –Kimberly le interrumpió. Su sonrisa se había torcido para convertirse otra vez en una mueca de disgusto.
–¡No! –Rodney levantó las manos. Caminaba alrededor de las chicas, inquieto–. Eso no es lo que me interesa de vosotras, petit perroquet. Confío en que no traicionaréis a un amigo que sólo quiere ayudaros. Sobre todo cuando os he visto robar.
–¿De qué hablas entonces?
–Quiero decir que podrías llevar cierta mercancía de un lugar a otro sin que nadie se fijase en vosotras. Nos vendría muy bien teneros en el equipo. Será un trabajito rápido.
–Estamos hablando de droga.
–Je. Vuelves a equivocarte. Vendemos medicamentos.
Somníferos, diuréticos… Cosas así. Para los ancianos, principalmente.
–Y supongo que vendéis algo que ellos no pueden comprar en algún comercio.
–En realidad no. Pero nosotros se lo proporcionamos a un precio inferior al del mercado. Esa es la diferencia.
–Inferior. ¿Eso les contáis a los viejos?
–Es la verdad, pequeña. Podrás comprobarlo tú misma si quieres.
Kimberly lo pensó un momento.
–Ya veo… Así ayudas a tu ciudad, ¿eh?
–Vámonos –insistió Ciara.
–Yo soy un simple proveedor –respondió Rodney–. Le doy a la gente lo que quiere. Eso es todo.
–¿Hay algo de legal en todo eso?
–Ya lo habéis visto con la señora Hoffman: los abuelos nos conocen. Podéis fiaros de mí, como lo hacen ellos. No pretendo obligaros, por supuesto. Cada una podría ir a un lugar distinto…
–Ni de coña vamos a separarnos.
–Muy bien. Nadie os separará, petit perroquet. Entonces, ¿qué? ¿Nos echaréis una mano?
–¿Y quieres ayudarnos por pura bondad, proveedor?
–Ella volvió a emplear el desprecio.
–Te lo he dicho: me gusta ayudar a la gente.
–¿Cuál es el truco? –intervino Ciara–. ¿Qué quieres a cambio?
–No hay ningún truco –El tipo exhibía una sonrisa sorprendida–. Aquí no hay engaño alguno. Eso nos perjudicaría, de hecho.
–De algún sitio sacaréis los medicamentos. No creo que los fabriquéis vosotros. Los robáis.
–Sólo os diré que nadie sale herido, Ojazos. ¿Queréis que os ayude o no? Vamos, estoy seguro de que os interesa más salir de la ciudad que lo que yo y mi gente hagamos.
–¿Qué ganaríamos nosotras? –Volvió a hablar Kim.
–La mitad de los beneficios. El cincuenta por ciento.
–El setenta.
–¡No! –Ciara arrastró a Kimberly hasta un lugar más lejano–. ¿Qué estás haciendo? No podemos hacer eso –susurró.
–Aún no lo he decidido.
–No lo hagas.
–Sígueme el rollo, ¿vale? Y borra esa cara de amargada –Con sus dedos, Kimberly estiró la boca de su amiga para que sonriera–. No es tan malo.
–¡Es un delito!
–Ha dicho que nadie sospechará de nosotras.
–No.
–Creía que eras más generosa. ¿No quieres ayudar a unos viejos?
–Mira, tú haz lo que quieras. Ya estoy harta. Yo vuelvo al internado.
–¡Cia! –Ahora Kim detuvo a su amiga cuando se disponía a alejarse–. Sólo lo haremos unas pocas veces y nos iremos. Esta vez te lo prometo de verdad. Sabes que las monjas te castigarán. Y duele mucho. Lo sé muy bien. Te controlarán más después de esto. Anda, no me dejes sola ahora. Ahora no. ¡Estamos a punto de largarnos!
Ciara dudó. Resopló mirando al cielo.
–Mierda, ¿por qué tuve que irme con esta…? Sólo unas pocas veces.
–Sí.
–O te juro que volveré al internado.
Terminada la discusión, Kimberly volvió con Rodney.
–¿Qué habéis decidido? –indagó él.
–El setenta por ciento.
Rodney rió más ruidosamente.
–Bonnie, esto no es negociable.
–No tenéis fácil llevar de aquí para allá esos medicamentos, ¿no? –Kim metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado, y apoyó su peso sobre una pierna.
–El cincuenta es suficiente.
–No soy tan tonta como para fiarme de lo que digas.
Si hiciéramos esta mierda, “proveedor”, necesitaríamos un extra.
–¿Va en serio?
–Por favor –Ciara estaba cada vez más preocupada.
–Esto sólo será temporal, proveedor. Y no se si te habrás dado cuenta, pero les estás pidiendo a dos… menores de edad –Kimberly mostraba una mueca y desviaba la mirada al decir eso– que trafiquen con medicamentos. ¿Qué haría la policía si se enterase?
Pretendía también evitar cualquier relación con la policía, y no supo si sería acertado amenazar a Rodney con delatarle empleando su edad como arma, algo que detestaba. Sin embargo, también intentaba sacar el máximo beneficio que pudiese e imponer sus normas para evitar en la medida de lo posible que se la jugasen. Estaba decidida a arriesgarse a perder la ayuda. No quería parecer una simple niña estúpida o ignorante.
Vio cómo el tipo bajaba la mirada hasta sus piernas desnudas mientras asentía reflexivo, sonriente. Preguntándose con curiosidad si se sentiría atraído por ella, reprimió una sonrisa de entusiasmo.
–Vale, petit perroquet. Será el sesenta por ciento, ¿de acuerdo? Y no pienso subir ni un uno por ciento más.
Rodney extendió una mano para sellar el trato. Kim iba a insistir con el setenta por ciento cuando prefirió no arriesgarse demasiado. Al menos había conseguido una oferta mejor.
–Tenemos que pensarlo –anunció.
–Pues si aceptáis, podréis encontrarme por aquí. Hasta la vista, señoritas.
Cuando se alejaban, Kimberly se volvió para comprobar que Rodney no las miraba de forma extraña. Únicamente le vio de espaldas, alejándose en dirección contraria. Sólo por un instante bajó la mirada hacia el trasero del tipo antes de volver a mirar al frente.
Iba a retomar su plan de pasar por el metro. Pero la oferta del contrabandista no le permitió pensar en otra cosa. Cuanto más lo hacía, más le gustaba.
“No es tan malo –se dijo–. Ayudaré a unos viejos y conseguiré pasta. Si es cierto que nadie se fijará en nosotras, ¿qué podemos perder? Sólo haremos los favores necesarios y nos largaremos. No es tan malo”.
Desde luego parecía mejor que lo que había esperado en un principio y mucho menos arriesgado que robar. Rodney le parecía bastante honesto. Su trabajo, bastante bonito.
–Cia, voy a aceptar la oferta de Rodney –informó tras unas horas de frustrante indecisión.
–¿Tantas ganas tienes de irte de Toronto?
–Claro que sí, joder.
–¿Por qué confías tanto en… ese Rodney? –siguió Ciara–. Lo único que sabemos de él es que es un delincuente. Y eso no es bueno, Kim.
–No tenemos que fiarnos de ese tío, sólo llevarles algunas cosas a algunos viejos y se acabó. Cogemos la pasta y nos largamos. No volveremos a verles. No creo que sea muy peligroso.
–Qué fácil te parece todo. ¿Cómo sabes que algo de lo que ha dicho es verdad, eh? Puede que nos haya mentido hasta con su nombre. Podría…
–Confía en mí. Tenemos que hacer esto.
–¿Tenemos? ¿O tienes? –Ciara empujó a Kimberly, no con mucha fuerza–. ¡Confié en ti cuando me prometiste que volveríamos al internado! Joder, esto ya me da más miedo que los castigos de Sor Meredith. ¡Deja de hacer idioteces de una vez y volvamos!
–Tú sólo ven conmigo. Yo me ocupo de todo. Nos iremos lo antes posible. De verdad. No nos pasará nada.
–No.
–¿Prefieres que vuelva a robar?
–¡No! O… ¡No lo sé! Yo estaría ahora tranquilamente en el internado. ¡Y en cambio me traes aquí, me mezclas con mala gente…! Por Dios, ¡me culparán de robo por tu culpa!
–Todo esto es por las dos, Cia. En cuanto lleguemos a Calgary todo irá mejor.
–¿Calgary? Eso está…
–… en Alberta.
–No me dijiste nada de esto. ¡¿Ahora vamos a Alberta?! Creía que íbamos a…
–Antes tenemos que pasar por Alberta. Probablemente tuviésemos que pasar por allí de todos modos. Nos pilla de camino y es importante.
Volvieron al callejón en el que se habían reunido con Rodney y esperaron. Cia se mantuvo dando vueltas, inquieta pero en silencio durante unos minutos, hasta que no pudo más.
–¿Qué hacemos aquí, Kim? –preguntó–. No puedo creer que estemos haciendo esto? Sólo somos niñas –Kimberly resopló molesta–. Puede que ese Rodney no venga. Puede que nos tienda una trampa o…
Kimberly no le escuchaba. Con la espalda en la pared y las manos en los bolsillos, seguía repasando el plan en su mente, lo que tendría que hacer y lo que podría pasar. La aparición del sonriente Rodney detuvo sus elucubraciones.
–¿Qué ven mis ojos? ¿Significa vuestra presencia aquí que venís a aceptar mi oferta? –preguntó, visiblemente esperanzado.
–Escúchame, capullo –ordenó Kim, haciendo al tipo agudizar la sonrisa con sorpresa–. Primero: no seremos de vuestra propiedad, lo que significa que nada de obligaciones ni de tocamientos. Segundo: nosotras elegiremos qué llevar y a dónde. Y tercero: nos largaremos cuando nos de la gana, informando de ello o no. ¿Lo has pillado?
–Lo he pillado, petit perroquet. Ningún problema. Entonces… ¿hay trato? –Rodney extendió otra vez una mano grande y rugosa. Kim estuvo a punto de estrechársela. No obstante, prefería evitar del contacto físico, sin mencionar que aún tenía algunas dudas. De todos modos, él no tardó en retirarla–. ¡Perdón! Nada de tocamientos. Ahora que somos socios, ¿puedo preguntaros hasta dónde pretendéis viajar?
–Pues no.
–Puede que os proporcionemos billetes de avión o de lo que prefiráis. Necesitaremos conocer el destino para ello.
–Qué generosos… Viajaremos por nuestra cuenta. ¿Qué tenemos que llevar? –A Kim le sorprendió no oír a su amiga replicar otra vez.
–¿Cuento con vuestro silencio, señoritas?
–Claro. Si nosotras contamos con tu respeto y con el de tu… gente.
–Respeto tendréis. Nadie os tocará ni os dará orden alguna. Si me acompañáis, os daré el material y las direcciones.
Manteniéndose a varios pasos por detrás, siguieron a Rodney hasta la entrada de un alto edificio de apartamentos, donde Ciara se detuvo en seco frente a la puerta. Kimberly se volvió al darse cuenta.
–Yo no entraré ahí –sentenció Cia.
–Nosotras te esperaremos aquí –le dijo Kimberly al contrabandista.
Sentía curiosidad por ver la guarida de esa gente, aunque prefería no ir sin su amiga ni confiar demasiado en Rondey y los suyos.
–Si subís conoceréis a algunos más de los míos –anun- ció él.
Desagradables imágenes, predicciones de lo que podría pasar si subía, cruzaron la mente de Kimberly por un segundo.
–No, gracias.
Segundo capítulo aquí.
Tercer capítulo aquí.
Cuarto capítulo aquí.
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