Mi tercera novela: LA DESHONRA DEL GUERRERO

La deshonra del guerrero



Mi tercer libro, una novela de ficción ambientada en el Japón imperial, ya está publicado.

Sinopsis:
El emperador de Japón es asesinado. Siendo sospechoso del asesinato, Raiko, el príncipe heredero, se ve obligado a huir. Pasará años escondido, hasta que sus decisiones le llevan hasta un grupo de extraños guerreros, con quienes se preparará para enfrentarse al asesino de su padre.
ISBN papel: 978-84-686-4014-3
ISBN epub: 978-84-686-4015-0

Disponible en Bubok.es, Lulu.com, Amazon o iBookStore.

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PRÓLOGO

   Obligado por las continuas luchas por el poder que distintos clanes mantenían antes de su llegada al poder, el emperador Tsukasa Chikamatsu creó la clase samurái, una fuerza militar destinada a mantener el orden en el imperio, que logró dar paso a un nuevo período de paz.
   En el cuarto año de su mandato, en el año setecientos noventa y ocho, la familia imperial se preparaba para celebrar el día del quincuagésimo tercer cumpleaños del emperador en la capital del imperio, Kioto, disfrutando de música, bailes y pasteles de arroz en el palacio junto a miembros de otros clanes leales a Tsukasa y algunos de los más altos dirigentes militares de éste.


   Antes de que empezara la celebración, el príncipe heredero Raiko Chikamatsu, el hijo menor de dieciséis años, engendrado por la segunda esposa del emperador y heredero al poder tras su padre, caminaba por los pasillos del edificio cuando oyó la voz de su medio hermana. La princesa Oyuki, la hija mayor de veinte años, de la primera esposa del emperador –la cual murió por enfermedad al igual que la segunda–, era entrenada en las artes de las geishas, como música, baile y poesía. La joven recitaba alguna de sus poéticas obras en sus habitaciones, así que Raiko, en su perpetua curiosidad, decidió ir a verla. Abrió la puerta corrediza y se detuvo a observar sin cruzarla, en silencio. Su hermana estaba arrodillada sobre su futón, y leía en voz alta un pergamino que tenía frente a ella sobre el colchón mientras terminaba de cerrarse el kimono.
   Fue como si la chica se estuviera vistiendo después de darse un baño. Sin embargo, su cabello completamente seco indicaba que no se había mojado recientemente, lo que hizo a Raiko preguntarse qué habría estado haciendo y agradeció no haber llegado unos segundos antes, pensando que podría haberla sorprendido desnuda o a medio vestir.
   El hijo del emperador observó hasta que su medio hermana se dio cuenta de su presencia y se detuvo, dedicándole una sonrisa fraternal.
   –¿Actuarás esta noche? –preguntó el muchacho cuando fue descubierto.
   Aquella noche actuarían diversos artistas durante la fiesta del emperador.
   –Sí –asintió ella. Enrolló el pergamino y lo depositó sobre el futón antes de levantarse y dirigirse hacia el chico–. Vendrá gente importante para ver a nuestro padre, así que no vayas por ahí con tu espada, hermanito. Y te agradecería que no entrases en mis habitaciones cuando te apeteciera.
   Oyuki se inclinó ligeramente para darle un cariñoso beso a su medio hermano en la mejilla antes de alejarse por el pasillo. Entonces él pudo apreciar el fuerte perfume de flores de ella, el que llevaba siempre. La princesa caminaba con una delicadeza elegante, la cabeza levantada con orgullo.
   Llegado el momento de la celebración, aunque le interesaban más los pasteles de arroz, Raiko prestaba atención a las geishas con sus blancos rostros y su manera de tocar el shamisen y el shakuhachi, pero prestó mayor atención cuando su hermana apareció, majestuosa en su belleza y con un kimono rosa con floreada ornamentación. Llevaba su largo y lacio cabello negro suelto, y un mechón le colgaba por cada lado de la cabeza, cayendo sobre el busto. Los presentes aplaudieron con energía cuando hizo su entrada. Nadie parecía quitarle el ojo de encima. Recitó una bella poesía que hablaba sobre el amor, durante la que los presentes se mantuvieron sumidos en un silencio absoluto, mirándola casi sin moverse siquiera, como si su suave y dulce voz les hubiera hechizado.
   Mientras Oyuki recitaba las bellas palabras, concentrada en su interpretación, el príncipe creyó ver en cierto momento que su hermana dirigió por un fugaz instante la mirada hacia alguno de los presentes (él no pudo ver a quién pero comprobó que no era a su padre) mientras le dedicaba una rápida y casi imperceptible sonrisa en un gesto íntimo, una sonrisa llena de ese afecto que no se le dedicaba a ningún pariente.
   Tras la actuación, todos los presentes aplaudieron y alabaron conmovidos a la hija del emperador. Raiko se sintió orgulloso de su hermana mayor, y aplaudió también, sonriente. Ella se retiró con una reverencia y una amplia sonrisa en su rostro.
   Su padre se retiró también por un momento. Al hacerlo, el heredero, lleno de pastel de arroz, decidió salir a los jardines del palacio para practicar con su espada, pues ya nadie requería su presencia allí. Se preparaba para llegar a ser un guerrero samurái, algo que se tomaba muy en serio. Al ir a buscar su katana, vio que no estaba en su sitio. La buscó por otros lugares de su dormitorio. No la halló, así que dedujo que alguien se la había llevado. Se preguntó molesto quién podría haberla cogido y por qué.
   “Puede haber sido alguna de las sirvientas –caviló–. Pero... ¿por qué lo harían? Nunca la tocan. O tal vez mi padre o mi hermana la hayan escondido para impedirme usarla esta noche”.
   Dejando la búsqueda para otro momento por no querer arriesgarse a estropear la celebración de su padre, salió de nuevo a los jardines, con la idea de sustituir la espada por un palo. Allí partió una rama de ciruelo blanco y, bajo las primaverales flores blancas de los árboles, fuera del jaleo y amparado por la oscuridad de la noche, propinó a enemigos invisibles una estocada tras otra, siempre siguiendo las enseñanzas recibidas.
   Durante su práctica, se percató de que su amiga Yuriko le observaba. Estaba de pie con un sencillo kimono de color púrpura, el pelo recogido con un kanzashi y se cogía una mano con la otra por delante de ella. Ésta era una chica algo menuda pero bonita y tierna, de familia noble, de su misma edad e hija de uno de los amigos de su padre. Al igual que Oyuki, era una aprendiz de geisha.
   Al ver a la chica, Raiko detuvo sus ejercicios y permaneció mirándola también, algo avergonzado. Entonces ella se avanzó hacia él con una tímida sonrisa, bajando la mirada y sin cambiar la posición de sus manos.
   –Hola, samurái –saludó Yuriko en cuanto estuvo junto a él–. ¿Me enseñarías a manejar una espada?
   Algo incómodo por enseñar aquello a una mujer y extrañado por que ella en concreto le pidiese aquello, Raiko dirigió la mirada hacia el palacio para asegurarse de que nadie les observaba. Tras dudar un instante, accedió. Le entregó la rama de ciruelo a su amiga y le indicó mediante explicaciones y gestos cómo manejarla. Al ver que los movimientos de ella eran torpes, se situó a su espalda para guiarla. Puso una mano en la cintura de ella mientras dirigía los movimientos de su brazo con la otra. Le gustaba esa posición, que sus cuerpos estuviesen tan cerca el uno del otro. Creía que ella se sentía atraída por él, como él se sentía atraído por ella. Creyó verlo en su mirada en varias ocasiones. Disfrutaba con su risa tanto como con el tacto de su suave piel. Olfateó su agradable perfume, un perfume derivado de alguna flor, aunque él, ignorante de aquellas sustancias, no supo reconocerlo.
   Conforme pasaban los minutos, la confianza de Raiko aumentaba, hasta que vio a su maestro samurái Mamoru, que les observaba desde una esquina. El joven se detuvo, avergonzado, y se separó suavemente de su amiga. Ésta también vio al maestro. La sonrisa se borró de su rostro y bajó la mirada con timidez. Mamoru sonrió ligeramente justo antes de desaparecer. Yuriko dio por finalizado el lúdico adiestramiento diciendo que debía irse, ya que sus padres no tardarían en dejar el palacio imperial. Sin apenas pensarlo, Raiko arrancó una flor de ciruelo para ella antes de que la chica se alejara. Ella la olió, agradecida, y se despidieron con una reverencia antes de que Yuriko se alejara corriendo de vuelta al palacio.
   De nuevo a solas, el príncipe decidió seguir con sus ejercicios, pero Yuriko se resistía a abandonar su mente para permitirle concentrarse. Por ello decidió ir a buscarla antes de que dejara el palacio, tirando el palo al suelo. Quería preguntarle si querría ser su esposa cuando él fuera emperador después de su padre. Sabía que era poco probable que la oportunidad fuera tan buena como cuando se divertían juntos hacía un momento, pero aun así estaba decidido a hacerlo o, al menos, a intentarlo.
   Al principio sus pasos eran veloces y decididos, pero cuanto más avanzaba, más lentos e inseguros eran. Cada vez más dudas invadían su mente. Seguía queriendo preguntarle aquello a la chica, sin embargo, además de sentir algo de vergüenza, algunas preguntas parecían querer impedírselo. ¿Y si ella decía que no? ¿Y si el padre de él o el padre de ella
les prohibían casarse? Podría ser menos probable que el padre de Yuriko se negara a que su hija se casara con el emperador, que además sería hijo de su amigo, pero... ¿y el progenitor del joven? ¿Y si él le obligaba a casarse con la hija de algún otro hombre, al que quizá ni siquiera conocía?
   Se acercó sigilosamente a la habitación donde se encontraba su amiga y allí oyó las voces alegres de algunas chicas más. Aquello detuvo totalmente su intención, pues prefería encontrarse a solas con Yuriko, mostrándose así más seguro y no experimentar un posible bochorno. Se sintió aún más avergonzado por la posibilidad de que Mamoru le contara a su padre su encuentro con su amiga, el cual pudo parecer más íntimo de lo que realmente fue. Sin embargo decidió abrir ligeramente la puerta corrediza para buscar a la chica y asegurarse de que estaba allí.
   Y así fue. Ella y el resto de las chicas estaban manipulando distintas prendas e instrumentos de música. Parecían estar preparando su equipaje. La mayoría estaban casi completamente de espaldas a él, y las que no lo estaban, eran tapadas por las demás. El hijo del emperador permaneció observando a su amiga, quería ver su hermosa sonrisa. Se mantuvo atento a que nadie le sorprendiera espiando mientras pensaba en lo que quería preguntarle a su amiga, hasta que se sorprendió al ver que Yuriko y el resto de las chicas empezaban a desnudarse. Empezaron a quitarse el kimono quedándose con media espalda descubierta. Aunque aquello aceleró su pulso, Raiko se vio incapaz de apartar la mirada por un momento de aquellas espaldas. Logró hacerlo antes de llegar a ver más y se
alejó de allí antes de que alguien pudiera sorprenderle en aquella comprometida situación. Volvió a los jardines para seguir practicando sus estocadas. En aquella ocasión consiguió apartar a Yuriko de su mente y entrenó sin problemas, completamente centrado en su actividad, aunque no sin antes maldecir no haber podido formular su pregunta.
   Practicó tranquilamente, con movimientos ágiles y precisos, hasta que oyó un grito de terror procedente del interior del palacio, un chillido que creyó reconocer como de su medio hermana. Alarmado, soltó la rama de ciruelo y empezó a caminar a paso raudo en busca de Oyuki para comprobar qué pasaba, mientras se levantaba un gran revuelo en el palacio y maldecía no tener su espada.
   –¡Raiko ha asesinado al emperador! –oyó decir a una voz masculina–. ¡Buscad a ese asesino!
   –¿A mi padre? –pensó él, asustado.
   Aquello le congeló. Sabía que si le encontraban le cogerían y le matarían, pues ese era el precio por matar al emperador. Pero él no había asesinado a su padre. ¿Debía huir entonces por un crimen que no había cometido?
   Al verse incapaz de decidir qué hacer, maldijo impotente y se preguntó quién podría haber matado a su padre y por qué creían que fue él.
   De pronto apareció Mamoru, acercándose con prisa.
   –Sígueme –ordenó el viejo maestro sin dar explicación alguna.
   –¿Adónde? ¿Qué pasa? –preguntó el hijo del emperador.
   –Tu hermana ha encontrado a tu padre muerto en sus habitaciones, asesinado con tu katana.
   –¿Con mi...? –Raiko ya supo por qué su arma no estaba en su sitio cuando la buscó.
   –Te están buscando. Te matarán. Tienes que irte de aquí.
   –Pero... ¡yo no he matado a mi padre!
   –Lo sé. Estabas con esa chica –eso hizo que Raiko se ruborizara–. No
te preocupes, muchacho. No es asunto mío. Pero a los guardias no les importará que niegues haber matado a tu padre. Han visto a tu padre ensartado en tu espada, por lo que te buscan para matarte.
   Saltaron un muro para salir del palacio a escondidas y dirigirse a la ciudad, deslizándose en la oscuridad. Sus kimonos negros les ayudaban a pasar desapercibidos. Mamoru demostró tener una gran agilidad y destreza para ello a pesar de sus cincuenta y un años, mayor agilidad que Raiko.
   –¿Y Oyuki...?
   –Tu hermana no puede hacer nada para ayudarte.
   –¿Ella está bien?
   –Está llorando desconsolada. Pero está bien.
   –Tú podrías decirle que yo no he matado a nuestro padre.
   –Puede que no me hagan caso, y que me cojan también a mí por intentar ayudarte. De momento tendremos que esperar.
   –¿A dónde vamos?
   –Te irás con los monjes budistas y vivirás con ellos.
   –¿Con los monjes? –aquello disgustó a Raiko–. Yo no quiero vivir con los monjes, maestro. Quiero ser un samurái.
   –Me temo que eso ya no va a ser posible, muchacho. Con los monjes podrás esconderte mejor de los hombres del emperador.
   Mamoru llevó al hijo del emperador muerto hasta una caravana de monjes budistas que se preparaba para partir hacia su templo en Kamakura. No les dijo quién era el chico en realidad, solo les pidió que lo llevaran con ellos y le enseñasen sus costumbres, lo que ellos aceptaron.
   –A partir de ahora, si te preguntan, te darás a conocer como Haku. ¿Entendido? –preguntó el maestro–. Nadie debe conocer tu auténtico nombre. Quien lo conociese podría delatarte y te cogerían.
   –Pero... ¿volveré algún día? –preguntó el joven, preocupado.
   Volvió la vista hacia el palacio imperial. Le entristecía la perspectiva de no volver a ver a su padre, además de la posibilidad de no volver a ver la residencia de su familia, a su maestro, que había sido como un segundo padre para él desde que se inició en las artes samurái, a su hermana y sus sonrisas fraternales, a Yuriko... La vida que conocía había terminado para él aquella noche. Maldijo enfurecido a quien fuera que había matado a su padre y le había hecho parecer culpable por aquel vil asesinato. Luego recordó las doctrinas del bushido, que obligaban al samurái a ser respetuoso con sus enemigos. Pero, incapaz de hacerles caso, se preguntó si valían algo en una situación como aquella.
   –No lo sé, muchacho –Respondió Mamoru–. Supongo que eso ya dependerá de ti. Solo espero que si vuelves no sea como prisionero... o muerto. Aunque creo que lo mejor será que evites volver a esta ciudad durante el resto de tu vida.
   –¿Durante el resto de mi vida? Pero...
   –No discutas, muchacho. A mí tampoco me gusta esto, pero es lo mejor, si quieres seguir vivo.
   –¿Y a ti te volveré a ver, maestro?
   –Yo permaneceré aquí por el momento, e intentaré descubrir quién mató realmente a tu padre. Puede que no volvamos a vernos. Lo lamento, muchacho. Lamento que esto tenga que pasar. Intentaré ir a verte alguna vez. Ahora tienes que ser un hombre.
   –Me faltan cuatro años para llegar a la mayoría de edad.
   –Eso no significa que no puedas empezar a comportarte como un hombre adulto.
   –Nos vamos ya –anunció un monje.
   –Adiós, muchacho. Cuídate mucho.
   –Adiós, maestro.
   Raiko casi se negó a irse con los monjes. Consideró la posibilidad de escapar algún día, aunque, ¿adónde iría? Finalmente decidió hacer caso a Mamoru. Saliendo de Kioto, pensó en su futuro como un pacífico monje budista. Aquello no le gustaba lo más mínimo. No le gustaba la perspectiva de abandonar la espada, la que consideraba una extensión de él mismo, y olvidar las enseñanzas guerreras. Quería encontrar al asesino de su padre y atravesarlo con su katana, como al parecer él había hecho con su progenitor, limpiar su culpabilidad y volver a su vida, aceptando incluso el tener que proclamarse emperador si era su deber.
   Recordó que él debía ser el emperador después de su padre. Sin embargo eso era algo que nunca le apeteció. No le atraía la idea de estar al mando del imperio. Solo quería ser un guerrero samurái y luchar por mantener la paz. Aunque siempre supo que, al ser hijo del emperador, aquello podría no ser posible.
   Pero ahora que debía huir, en parte se alivió al verse libre de sus obligaciones y pensó esperanzado en que quizá algún día podría empezar
una vida como un plebeyo cualquiera y hacer lo que quisiera.
   “¿Creerá también Oyuki que yo maté a nuestro padre? ¿Se convertirá en la emperatriz ahora que él ha muerto y yo no estoy? –se preguntó–. Seguro que sería una buena emperatriz, aunque me odie durante el resto de su vida”, concluyó, convencido a la par que nostálgico.

1
Han pasado cinco años desde que Raiko, ahora un joven de veintiún años, huyó de Kioto. Desde entonces vivió como un monje budista en el templo de la ciudad de Kamakura como uno más, vistiendo como ellos, e incluso tuvo que rasurarse la cabeza. Durante los primeros años, tras los que al parecer las fuerzas imperiales habían dejado de buscarle, añoró profundamente todo lo que dejó atrás, todo aquello que quizá no podría recuperar jamás, con la posibilidad de tener que vivir durante el resto de su vida en una farsa haciéndose pasar por Haku el monje.
   Pensó numerosas veces en su hermana, preguntándose dudoso si ella le sacrificaría si le encontrase. Tuvo la esperanza de ser visitado algún día por su antiguo maestro Mamoru, que debía de ser el único que sabía dónde estaba. Aquel nunca apareció.
   Llegó un momento en el que aceptó su nueva vida, como si de un deber cualquiera se tratase, y decidió no volver a pensar en su pasado. Olvidó a su difunto padre, el palacio imperial, a su medio hermana, a Mamoru y hasta a Yuriko. Estaba casi convencido de que su maestro se había olvidado también de él, lo que en parte le había hecho sentirse frustrado durante mucho tiempo.
   “¿Y si descubrieron que Mamoru me ayudó a escapar? –se preguntó en varias ocasiones por la noche antes de dormirse–. ¿Le habrían matado de haberlo hecho? Probablemente sí. Puede que lleve ya mucho tiempo muerto”.
   Durante los largos días en el templo, Raiko rezaba y cumplía con otras obligaciones, obedeciendo al anciano líder budista Yamato. Pero por las noches, cuando ya nadie le requería, se escabullía al exterior del edificio para practicar el manejo de la espada mientras repasaba mentalmente las enseñanzas samurái. Se sentía incapaz de dejar que todo aquello, que tanto le había gustado y a lo que tanto tiempo le había dedicado, se disolviera en su mente para siempre. Y no quería verse indefenso en el caso, aunque improbable, de verse en la necesidad de defenderse. Nunca se sentiría completamente un pacífico budista más. Creía que nunca encajaría del todo en aquel santo lugar.
   Durante su estancia en el templo, recibió noticias de Kioto, las que, con el paso del tiempo, acabó recibiendo como si fuera completamente ajeno a ellas, como si su hermana ya no fuera tal y los asuntos de la familia imperial nunca hubiesen sido asunto suyo. Cuando fue inculpado por matar a su padre, volvió a estallar la antigua guerra por el poder.
Una guerra a la que en ese momento debía enfrentarse Oyuki, ahora una mujer de veinticinco años, que ocupó el cargo de emperatriz tras la muerte de su padre.
   Los antiguos enemigos del emperador se habían alzado de nuevo en armas para usurpar el poder por creer que una familia que asesinaba a los de su sangre no debía dirigir el imperio. Se decía que Oyuki, con el apoyo del general Ryuji Akimoto –un respetado general samurái que sirvió a su padre hasta su muerte–, dirigía el imperio con mano de hierro, de forma cruel en ocasiones, llegando a ser responsable de algunas sangrientas y despiadadas masacres entre sus enemigos e incluso entre civiles inocentes, algo que a Raiko le resultaba difícil de creer. Su medio hermana siempre le había parecido una mujer dulce y afable, aunque tal vez no tan dulce como otras chicas que conoció. Recordó el rostro de ella (el único rasgo que les asemejaba era el rostro afilado de su padre), los gestos cariñosos que compartieron mientras vivían juntos, la sonrisa que ella solía dedicarle, su mirada inocente, su voz angelical que parecía poder cautivar a cualquiera... Aunque también había quien decía que la joven emperatriz le dejaba completamente el mando en la guerra a Ryuji, como si se tratara de un shogunato, y que ella se mantenía al margen, como si no quisiera tener nada que ver con aquello, lo que igualmente le hacía ganarse una reputación de emperatriz despiadada. Se decía que habían intentado asesinarla en alguna ocasión, y que faltó poco, pero que sus guardias detuvieron al asesino antes de que pudiera llegar a ella.
   Uno de los viajes del príncipe exiliado junto a un grupo de monjes le llevó a Kioto, donde rezarían por que la guerra terminase y repartirían sus bendiciones entre los ciudadanos. Al llegar la noche, poco antes de volver a Kamakura, pidió permiso para ir a dar una vuelta por la ciudad.
   –Ve en paz, hermano –dijo Shin, el monje con el que Raiko compartía una mayor amistad–. Pero ten cuidado. Corren tiempos peligrosos.
   Lo que el antiguo príncipe pretendía realmente era intentar acercarse al palacio imperial. Sintió la necesidad de hacerlo ahora que se enconraba en la capital después de tanto tiempo. Se acercó con sigilo a través del campo y escaló hasta asomar los ojos por encima del muro que daba a los jardines, donde, después de asegurarse de que no había guardias, se sorprendió al ver a Oyuki. Su medio hermana estaba arrodillada en el suelo, con las manos unidas frente al rostro y los ojos cerrados, rezando en solitario a la luz de algunas velas frente a una estatua de Buda de un metro de alto situada sobre un pedestal. Su inmaculado yukata blanco casi la hacía mimetizarse con las blancas flores de los ciruelos. Raiko no pudo oír lo que decía, pero permaneció observándola sin moverse. Quería hablar con ella, decirle que él no mató a su padre, casi con la certeza de que ella le creería y que no daría la alarma en cuanto le viera. Creía que, en lugar de eso, le abrazaría y le besaría emocionada al reencontrarse con su hermano, y que él recuperaría la vida que en ese momento volvía a anhelar. Pero, ¿y si le delataba? ¿Y si estaba furiosa por creer que él mató a su padre? El príncipe exiliado dudó. Necesitaba hablar con ella, con la única familia que le quedaba. Volvió a mirar a su alrededor por si había alguien más antes de volver a fijarse en Oyuki. Se alzó un poco más por encima del muro. A punto estuvo de llamarla.
   Pero no pudo hacerlo.
   –¡Intruso! –gritó un guardia en ese momento.
   Sin siquiera pararse a ver quién le había descubierto, Raiko se dejó caer del muro y echó a correr por donde había llegado en dirección a la ciudad, añorando más que nunca su antigua espada. Mientras corría, creyó que no sería buena idea volver junto a los monjes mientras le persiguieran y hacerles saber así a las fuerzas imperiales dónde buscarle. Aunque supo que podrían haberle reconocido como monje por su aspecto. Aun así, con la pequeña esperanza de que no le hubieran reconocido todavía, decidió intentar despistar a sus perseguidores entre los edificios de la ciudad.
   De pronto oyó un grito proveniente de uno de sus dos perseguidores seguido de otro del segundo hombre, como si algo o alguien les hubiera atacado, y dejó de oír sus pasos a su espalda. Se detuvo para darse la vuelta y ver qué había pasado. Los dos hombres yacían tumbados en el suelo, ambos con una flecha clavada en el abdomen, atravesando sus armaduras.
   “¿Quién los ha matado?” se preguntó inquieto.
   Miró a su alrededor buscando al responsable. Pensó en correr, pero temía acabar igual que aquellos hombres si huía. Alguien le agarró y le puso el filo de una espada en la garganta, alguien que se le había acercado por la espalda con tanto sigilo que no se percató de su presencia hasta que ya era tarde. Luego oyó dos pares de pisadas más que se acercaban por detrás, despreocupadas ya por el sigilo.
   –¿Cuál es tu nombre, monje? –preguntó su aprehensor, que resultó ser una mujer, con voz tensa.
   El aludido vaciló. Pensó en que si se identificaba con su verdadero nombre, aquella gente podría matarle por pertenecer a la familia imperial. Suponía que serían enemigos de su familia por matar a los samurái. Si se identificaba como Haku, tal vez le ayudasen. Aunque en ese caso, podría verse obligado a unirse a ellos y luchar contra su hermana, lo que
prefería evitar.
   Decidió utilizar el nombre falso por el que le conocían los monjes.
   –Me llamo Haku –respondió.
   Los otros dos hombres, ataviados con trajes negros que no dejaban ver más que sus ojos, se situaron frente a él, con arcos a la espalda y unas extrañas espadas, similares a los de los samurái pero con la hoja recta, en una mano.
   –¿Y qué haces aquí, Haku? –siguió indagando la mujer–. ¿Por qué huía un monje de los guerreros de la emperatriz?
   –Me acerqué demasiado al palacio –explicó él tras dudar por un momento. No supo si le convenía revelar aquello.
   –¿Por qué? ¿Eres un monje espía?
   –Tenía curiosidad.
   Le pareció una respuesta estúpida, pero fue lo mejor que se le ocurrió responder sin revelar su identidad. Pensó entre maldiciones que aquellos guerreros le tomarían por idiota, igual que había sido una estupidez acercarse al palacio. ¿Qué clase de hombre irrumpe en el palacio imperial sin ser invitado y por mera curiosidad?
   La chica rió.
   –¿Por curiosidad? –preguntó burlona–. ¿Me tomas el pelo?
   –Em...
   –Le llevaremos con nosotros –anunció otro de aquellos extraños guerreros mientras enfundaba su espada.
   –Los monjes me esperan –informó el monje.
   –Pues tendrán que irse sin ti.
   Recorrieron un largo viaje a pie alejándose de la ciudad, y llegaron aquella misma noche hasta una casa grande de dos pisos situada en un bosque de arces, propiedad del clan Karubo, una familia opuesta a la emperatriz, cuyo propietario era Toshiro Karubo, quien parecía ser también el líder de aquellos guerreros. Ese hombre estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, con un kimono negro y el pelo recogido en una pequeña coleta. A su lado había una espada, también de hoja recta, guardada en su funda. Parecía estar meditando. Le encontraron de espaldas cuando la mujer que capturó a Raiko llevó sola al joven monje hasta él. Ella se había descubierto el rostro, por lo que el antiguo príncipe pudo ver que era una chica joven, que sería unos dos años mayor que él como mucho. Tenía el pelo recogido en una coleta, una pequeña cicatriz en la barbilla, mirada desconfiada y rostro severo. Aunque sus rasgos eran algo duros, eran también hermosos.
   –Padre –llamó la chica.
   “¿Padre?” pensó Raiko, sorprendido.
   La guerrera le obligó, con algo de violencia, a hincar una rodilla en el suelo e inclinar la cabeza. Después ella hizo lo mismo. Toshiro Karubo no hizo más movimiento que levantar una mano con el dedo índice en alto, indicando a la chica y su prisionero que esperasen. Así que esperaron en silencio durante algunos largos segundos, hasta que Karubo cogió su espada, se puso en pie y se volvió hacia ellos. Era un hombre que rondaría los cincuenta años de edad, con un poblado bigote y una mandíbula ancha.
   –Padre, éste es Haku –informó la guerrera–. Un monje al que hemos salvado de los samurái. Al parecer el imbécil se había acercado demasiado al palacio imperial. “Por curiosidad”, como él nos ha dicho.
   –Es nuestro invitado, Tsuki –comentó el hombre–. Cuida tus modales, por favor.
   La chica volvió a inclinar la cabeza, y Karubo observó a Raiko por un instante, reflexivo.
   –Acompáñame, joven monje –dijo después–. Déjanos, Tsuki.
   –Pero... –a la chica no pareció gustarle dejar a su padre solo con el monje.
   –Sólo es un monje, ¿verdad? –dijo el señor Karubo con gran tranquilidad–. No creo que lleve armas escondidas ni que intente matarme de alguna forma. En caso contrario, estaré preparado. Vete, hija. Cámbiate. Tenemos un invitado. Y santo además.
   –Sí, padre.
   La guerrera se inclinó en una reverencia y se fue de allí después de clavar una mirada amenazadora en Raiko.
   –¿Te apetece una taza de té, joven monje? –preguntó educadamente el anfitrión cuando su hija ya no estaba.
   Raiko dudó por un momento. Aceptó la oferta por no querer parecer descortés. Se sintió extraño estar en aquella situación, como invitado de una familia de guerreros, que además eran enemigos de su familia.
   –Se lo agradezco, señor –dijo.
   Entonces Toshiro llamó a una sirvienta, que trajo dos tazas de humeante té verde. Después ambos se sentaron en el suelo, uno frente al otro. Karubo mantenía su espada a su lado. Raiko lo tomó como una advertencia, y comprobó que, en caso de necesidad, estaba demasiado lejos de su anfitrión como para arrebatarle el arma.

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Capítulo 3 aquí.
Capítulo 4 aquí.
Capítulo 5 aquí.
Capítulo 6 aquí.
Capítulo 7 aquí.
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