Capítulo 6: LA DESHONRA DEL GUERRERO

La deshonra del guerrero

Sexto capítulo de mi novela.




6

–Tenemos que enterrarlo –comentó uno de los ninja que se encontraban junto al cuerpo de Toshiro.
   –¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó otro con preocupación.
   –Tsuki es la líder ahora –respondió un tercero.
   –Es una niña. ¿Vamos a hacer lo que ella diga? –replicó el hombre anterior. Su tono y expresión revelaban su oposición.
   Mientras discutían, los hombres estaban tensos, mirándose unos a otros, a excepción de Takumi. Éste permaneció inmóvil. Su mirada fija en el cuerpo de Toshiro.
   –¿Qué propones? ¿Que la abandonemos?
   –Propongo buscar a otro más capaz de liderarnos. ¿Qué sabrá una niña de la guerra?
   “Esto se pone feo”, pensó Raiko.
   –Tsuki es una gran guerrera. Y es la hija de Toshiro. Seguro que su padre le habrá enseñado a dirigir. Él confiaba en ella para nombrarla líder. ¿Vamos a empezar cuestionar sus decisiones ahora que ha muerto?
   –¿Estáis dispuestos a dejar vuestras vidas en manos de esa chica? ¿Qué edad tiene? ¿Veintidós? ¿Veintitrés años?
   El príncipe desterrado pensó que era momento de buscar a Tsuki e informarle de lo que estaba pasando entre los que ahora debían de ser sus súbditos. Se dirigió directamente al dormitorio de la guerrera, suponiendo que estaría allí llorando.
   Y así era. Estaba sentada sobre su futón, abrazada a sus piernas y con la cara entre las rodillas. En ese momento estaba en silencio, pero se apreciaban los regueros de lágrimas en su rostro. El antiguo monje se acercó a ella despacio y se sentó a su lado. Ella no movió más que los ojos para mirarle.
   –Fuera –ordenó la nueva líder, amenazadora.
   –Tsuki… –Cuando Raiko iba a hablar, ella se levantó furiosa.
   –¡Lárgate!
   Le dio al guerrero un empujón tan potente que le derribó. Éste agradeció que ella no tuviera la espada a su lado en ese momento–. Mi padre ha muerto por tu culpa. ¡Fuera de aquí!
   –No –replicó el agredido, aunque sabía que Tsuki podía tener razón.
   –Si no me hubieras alejado, ahora podría seguir vivo.
   “O podrías haber muerto tú en su lugar. O los dos”, pensó Raiko, pero no se atrevió a decir aquello en voz alta.
   –No quiero volver a verte. No debí traerte cuanto te encontré. Debí dejar que los samurái te cogiesen. Deja el uniforme y las armas donde las encontraste y fuera de mi vista. Ya no eres uno de los nuestros.
   La enfurecida mujer volvió a sentarse sobre el futón.
   –Sólo hice lo que tu padre me pidió. Lo siento. Puede que haya sido un error.
   –¡LÁRGATE! –insistió Tsuki, más furiosa todavía.
   El joven guerrero presentía que debía irse de allí, pero también que debía intentar dialogar con su interlocutora.
   –Le he prometido a tu padre que te ayudaría, y que te protegería.
   –¡No me importa! ¡No te necesito para nada! ¡Sal de mi vista de una vez!
   –Vale, me voy. Pero te aviso de que está creciendo la discordia entre tus guerreros en este momento –a Raiko no le pareció el momento más apropiado para informar de aquello, pero podría ser el único. Y cuanto más se demoraran en hacer algo, más posibilidades había de que los ninja se dividieran, de que se disolviera todo el grupo. Aludió a los ninja como “sus guerreros” para recordarle a la chica que era su nueva líder–. Están discutiendo si abandonarte o no.
   Al fin salió de aquel cuarto en silencio. Caminó hacia el exterior de la casa, convencido de que su estancia con los ninja había acabado y con la idea de dirigirse, en principio, a Kioto. Los antiguos guerreros de Toshiro seguían discutiendo en el exterior, alrededor del cuerpo del muerto.
   –Yo no voy a ponerme a las ordenes de una chiquilla –decía uno de ellos, de forma tajante–. Y lo siento pero desde luego no voy a morir por ella. Le debía lealtad al padre, no a la hija. Quedaos si queréis. Veremos cuanto tarda en mataros a todos. Yo me uniré a otro líder, a uno mayor y con experiencia. Los que estén conmigo pueden seguirme.
   Aquel hombre empezó a alejarse hacia el bosque, y varios otros le siguieron. Raiko no podía irse sin hacer una última cosa. Lo menos que podía hacer por Tsuki y por la promesa que le hizo al Toshiro. Debía hablar él mismo con los guerreros para intentar mantenerlos unidos.
   –¡Un momento! ¡Escuchadme! –gritó, y cuando tuvo la atención de todos los guerreros, prosiguió, sirviéndose de lo que habría aprendido sobre el caudillo muerto durante su estancia allí–. ¿Vais a iros sin más? ¿Acaso Toshiro no significa nada para vosotros? ¿A cuántos acogió cuando no teníais a dónde ir? ¿A cuántos ayudó con sus problemas personales? ¿Cuánto le debéis a ese hombre? Que esté muerto no significa necesariamente que vuestra lealtad haya terminado. Él me dio la oportunidad de dejar la vida de monje, la oportunidad que esperé desde hacía años. Era como un padre para mí. Su muerte no me parece motivo suficiente para abandonar su legado. ¿Y Tsuki? Es una gran guerrera y una buena amiga para los que la conocéis mejor. Toshiro confiaba en ella lo suficiente como para ponerla al mando. Estabais dispuestos a seguir a su padre hasta donde hiciera falta. ¿Por qué no a su heredera? ¿Vais a abandonarla ahora, cuando más os necesita? –los guerreros se miraron entre ellos, susurrando. Algunos asentían–. Yo me voy, porque Tsuki me ha echado –confesó a pesar de que aquello le avergonzaba–. Puede que no volváis a ser tan fuertes como lo habéis sido aquí. Únicamente os pido que por favor sigáis siendo una unidad y permanezcáis a su lado.
   Retomó el trayecto hacia Kioto y, antes de alejarse, todos los guerreros se mostraron convencidos. Se quedaron allí. Algunos se despidieron de Raiko, le agradecieron su discurso y le desearon suerte. Él dejó su equipamiento y se vistió de forma corriente. Mantuvo la espada entre sus manos por última vez antes de dejarla. Acarició la hoja con nostalgia. Aquella podría ser la última vez que sostuviera un arma. Después la guardó en su vaina. Siguió su camino hacia la capital, intentando pensar en lo que haría ahora que dejaba aquel grupo. Pensó en la posibilidad de unirse a otros guerreros, quizá a los de aquel amigo de Toshiro a cuya fiesta asistió la otra noche, ya que él combatía también contra la emperatriz.
   Con aquello casi decidido, se puso en marcha.
   –¡Haku! –la voz de Tsuki Karubo le detuvo.
   Se dio la vuelta al oír su falso nombre, sorprendido de ver allí a la chica. Tuvo la pequeña esperanza de que ésta le pidiera volver con ella, pero al verla con su espada desenfundada en la mano, pensó también que quizá pretendía matarle en venganza por la muerte de su padre. Se mantuvo inmóvil, listo para huir si ella le atacaba mientras la observaba acercarse, ya que ni siquiera estaba armado.
   –¿Vienes a matarme? –intentó asegurarse.
   Ella miró su arma antes de contestar. Aún se apreciaban restos de su llanto en su rostro.
   –No –respondió la chica, pero él se mantuvo alerta–. He oído lo que les has dicho a “mis hombres”. Todos los que aún viven siguen ahí. Gracias.
   –Es lo menos que podía hacer –Raiko se encogió de hombros.
   –¿Sabes qué es lo que más me duele? –ahora Tsuki puso una mano sobre el tórax del antiguo monje y bajó la mirada, estando muy cerca de él–. Que la última conversación que tuve con mi padre fue desagradable.
   –No importa. Él te quería. Y sabía que tú a él también.
   –Intentó protegerme durante la batalla, y tú solo hiciste lo que tu líder te ordenó. La tomé contigo. Necesitaba culpar a alguien. Tal vez no debieras hacerle caso, pero te pido perdón.
   –Estabas furiosa. Tu padre ha muerto. No hay nada que perdonar –pasó los dedos con suavidad por el rostro de ella intentando limpiar la humedad–. Quizá debería pedirte yo perdón por sacarte de allí –ambos se miraron por unos instantes a los ojos–. Deberías volver y preparar a tus guerreros –sugirió, algo incómodo por aquella mirada–. Los samurái no tardarán en volver. Aunque, si me permites un consejo, deberíais abandonar este lugar. Trasladaros. Tenéis muy pocas posibilidades o ninguna de vencer. Los samurái son muy numerosos y ya han matado a muchos de los tuyos.
   Tsuki bajó la mirada por un momento, como pensativa. De repente empezó a caminar hasta un lado del sendero y se sentó en el suelo. Raiko la siguió y se sentó a su lado, donde permanecieron en silencio por unos instantes.
   –Mi padre fue un fiel amigo del emperador. Del padre de nuestra emperatriz –comentó la ninja.
   El interés de su interlocutor despertó al saber que un amigo de su padre combatía a la hija de éste. No preguntó por qué combatía Toshiro a su hermana, pues el motivo debía de ser el mismo que movía a todos a hacerlo. Agradeció que Tsuki y él no se hubiesen visto nunca cuando él aún vivía en el palacio, pues de haberlo hecho podrían ser enemigos en ese momento. No recordaba que ella hubiera estado allí jamás, aunque tampoco a su padre. Aunque éste podría haber estado antes de que el joven guerrero naciera.
   –¿Cómo se sentía al combatir contra la hija de su amigo? –preguntó el joven ninja.
   Creyó que la pregunta podría parecer estúpida, pero quería evitar un silencio que le habría incomodado.
   –Le dolía haber llegado a esto. Creo que sentía que estaba traicionando al emperador, pero lo hacía porque creía que era lo mejor para el imperio –entonces cambió de tema–. ¿Sabes que a mi padre le habría gustado que me casara con el hijo del soberano? –esa revelación hizo que Raiko se sintiera extrañamente nervioso al encontrarse junto a la que podría haber sido su esposa. Maldijo una vez más no poder decir quién era–. Quería llevarme con él al palacio algún día para conocer al príncipe. Y ahora lucho contra la que entonces era la princesa. La hermana mayor del príncipe, creo recordar.
   –¿Te habrías casado con él? –quiso saber Raiko.
   Se preguntó cómo le sentaría a ella una conversación como esa si descubría la verdad sobre él.
   “Lo más probable es que se enfureciera”, caviló.
   –Tal vez, si le hubiera conocido y me hubiera parecido un buen chico –contestó Tsuki.
   –¿Cómo tendría que haber sido él para gustarte?
   Ella esbozó una leve sonrisa.
   –Creo que no es fácil que me enamore de alguien –confesó–. De hecho creo que nunca me he enamorado. Pero me gustan los hombres… fuertes y valientes. Los guerreros.
   Raiko se consideraba un guerrero, pero se preguntó si sería lo bastante fuerte y valiente como para interesar a aquella chica. Volvió a recordar el momento en que pareció que ella le besaría antes de la batalla, lo que casi le convenció de que era alguien por quien ella podría sentirse atraída, pero se dijo taciturno que aquello podría no volver a repetirse, y que aquel beso pudo haber sido no más que un experimento.
   –¿Los ninjas? –siguió indagando.
   –Creo que no me habría importado que fuese un samurái, siempre que no sirviera a mi enemigo.
   –¿Qué opinión tenías tú del emperador?
   –No sabía mucho de él, pero parecía un buen hombre.
   “Lo era…”. Raiko se puso nostálgico. No llegó a ver el cadáver, por lo que imaginó a su padre muerto en el suelo, con su vieja katana atravesándole el vientre, como le habían contado que le encontraron. Esa imagen provocó un ligero despertar de su ira.
   –¿Tú crees que su hijo lo mató?
   –Yo no creo nada. Quizá eso no fuera más que una mentira de la emperatriz para ocupar el poder, como se rumorea. ¿Qué pensabas hacer ahora? –Tsuki cambió de tema.
   –Probablemente unirme a aquel amigo de tu padre. No lo tengo aún muy claro.
   –Vuelve conmigo –sugirió ella, impasible.
   –¿De verdad? –Raiko se mostró receloso.
   –Sí. Perdóname por echarte así. Creo que necesitaré tu ayuda. No estoy segura de cómo debo dirigir a los guerreros.
   –¿No te enseñó tu padre a dirigir? –Raiko estaba convencido de que lo habría hecho.
   –Sí, pero nunca esperé tener que hacerlo. Nunca le presté mucha atención. Y ahora que ha llegado el momento…
   –Haré lo que pueda por ti. Estoy a tu servicio. Gracias por readmitirme.
   Celebraron un funeral en el bosque en honor de Toshiro y el resto de los ninja caídos, en el que Tsuki intentó controlar su tristeza. Aquel fue un día aciago para los ninja, un día que marcaba el final de una etapa y el principio de otra, en la que nadie sabía qué le esperaba. El cielo del anochecer pareció tener un matiz inusualmente rojo, como si hiciera también honor a los caídos de aquel día, a la sangre derramada, y eso, sumado a las hojas rojas de los arces, ofrecía un entorno inundado de color escarlata.
   Al finalizar el funeral, Tsuki interrogó con agresividad a Takumi sobre si había sido él quien trajo a los samurái hasta ellos. Aquel lo negó, mostrándose ofendido. Al día siguiente se deshicieron de los cadáveres de sus enemigos. Los guerreros de mayor confianza de Tsuki, incluido Raiko, se reunieron para empezar a planificar su ataque al palacio imperial, que pondrían en práctica la noche siguiente. Ella no estaría presente en la reunión: necesitaba relajarse con un baño tras lo que pasó el día anterior. Quizá sería un ataque desesperado, pero querían hacerlo antes de que los samurái de la emperatriz volviesen, pues sabían que no serían capaces de repeler su próximo ataque y que tal vez debían abandonar aquel refugio en el bosque, pues había dejado de ser seguro. Tal vez era su última oportunidad de derrotar a la emperatriz. Discutieron las tácticas apresuradamente. Temían ser sorprendidos de nuevo por las fuerzas imperiales mientras planeaban el ataque.
   El antiguo monje se sentía enormemente frustrado. Quería compartir los conocimientos que tenía del palacio imperial para ayudar a los ninja a elaborar lo mejor posible su plan, ya que conocía el edificio a la perfección, pero entonces sus compañeros le habrían preguntado cómo sabía aquello, obligándole a revelar su verdadera identidad. Aunque por otra parte podría evitar el ataque a Oyuki. Le pasó por la mente la posibilidad de boicotear de alguna manera la ofensiva a favor de su hermana, a pesar de que se sentía algo disgustado con ella por la muerte de Toshiro. Maldijo su situación. Pensó una vez más que no debió unirse a aquellos guerreros, que habría estado mejor al margen de la guerra, con los monjes budistas. Al menos no se habría visto obligado a actuar contra su propia familia.
   Estaba sumido en esas cavilaciones cuando uno de sus compañeros le sacó de ellos al pedirle que fuera a buscar a Tsuki para pedirle su opinión sobre el plan. Raiko corrió en busca de la chica. Al estar su mente perdida en el ataque al palacio imperial cuando llegó al arroyo, se descuidó. Sorprendió a la guerrera desnuda de perfil, sumergida en el agua hasta la cintura, sus pechos parcialmente cubiertos por su cabello. En ese momento estaba escurriendo su pelo con las manos. Al verla, el descuidado ninja se agachó rápidamente, ruborizado, ocultándose entre la vegetación, antes de que ella le sorprendiera mirándola. Recordó que debía llamarla cuanto antes, que los ninja la esperaban, pero al verla en aquella situación, dudó. Ella podría sospechar que la había visto al natural.
   Intentando llegar a una decisión, su mirada buscó a la chica de nuevo, de forma casi involuntaria, como si una fuerza invisible le moviera. Contempló cautivado su sensual contorno, la curva de su espalda, el pelo oscuro y húmedo que se adhería a su figura, las gotas de agua que se deslizaban por su cuerpo, su piel, aquella piel que habría sido inmaculada de no ser por las marcas de contusiones que tenía sobre todo en brazos y piernas.
   Olvidó lo que había ido a hacer allí. Se imaginó a sí mismo desnudándose para meterse en el agua con Tsuki, acariciar su piel mientras la besaba...
   Al volver en sí, desvió la mirada. Quizá había perdido ya demasiado tiempo. Retrocedió agachado alejándose del arroyo para evitar sospechas, sin dejarse ver, decidido ya a llamar a Tsuki desde una distancia segura. Pero entonces se sorprendió al ver a Takumi, de pie, con su espada desenvainada en la mano, amenazadora su mirada.
   “Seguro que me ha visto”, se dijo convencido. Recordó que aquel le había espiado anteriormente.
   Aquella fue la situación más bochornosa que experimentó en su vida, pero no dejó que aquello se reflejara en su cara o su actitud ante el que fue su instructor durante su adiestramiento. Se irguió con la mayor dignidad que fue capaz de encontrar y miró a su rival fijamente.
   –¿Estabas espiando a Tsuki? –preguntó Takumi.
   –¿Me estabas espiando tú a mí otra vez? –indagó el antiguo monje, desafiante. No obtuvo respuesta, por lo que siguió hablando–. Oye, no quiero problemas contigo –replicó–. Me han enviado a llamarla. Imagino que aún la quieres, Takumi. Yo…
   Iba a decir que no se interpondría entre Tsuki y su interlocutor, pero él también se sentía atraído por la chica, y estaba seguro de que ella le correspondía o podría hacerlo. No iba a dejarse intimidar por alguien por quien Tsuki no sentía nada. Además se estaba hartando de tener a ese hombre vigilándole. Tenía que acabar con eso. Pretendió pedirle respetuosamente que dejase de espiarle, pero antes de que pudiera decir nada, aquel le interrumpió, levantando su arma, dispuesto a atacar.
   –Aléjate de Tsuki, pequeño monje. Te lo advierto.
   Raiko desenvainó también su espada por si la necesitaba, pero la mantuvo baja.
   –No voy a luchar contigo –anunció.
   –No volverás a acercarte a ella –el tono de Takumi era amenazador.
   –Me temo que ella no estará de acuerdo con eso –la cólera se reflejó en el semblante del instructor justo antes de atacar. Raiko levantó su espada para defenderse–. ¡Detente! –gritó, pero Takumi, al que había considerado un amigo hasta que descubrió que les espiaba, hizo caso omiso.
   El enfurecido instructor le obligaba a retroceder, sin darle la oportunidad de atacar, hasta que le apresó el brazo con el que sostenía la espada para después propinarle un potente codazo en la cara.
   “Creo que aún es mejor luchador que yo”, lamentó el agredido, que intentaba ignorar su dolor para no bajar la guardia.
   Tras el golpe, los combatientes se miraron sin moverse por un instante, hasta que Takumi volvió a atacar. El antiguo monje eludió una estocada tras otra. Entonces su adversario retrocedió y le lanzó un shuriken. El antiguo monje intentó esquivarlo, pero le alcanzó en un brazo. Aulló de dolor. Intentó arrancarse aquel arma, pero Takumi se lo impidió al lanzarse de nuevo contra él. En aquella ocasión éste dio un salto y le propinó una patada en el pecho con la que le derribó para después agacharse a su lado, obligarle a darse la vuelta para tenderle boca abajo y tirar del brazo sano con fuerza hacia atrás, provocándole un fuerte y lacerante dolor.
   Takumi tiraba cada vez con más fuerza. Raiko reconoció aquella técnica, que empleaban los ninja. Apretó los dientes intentando reprimir otro grito de dolor. Creyó que le partiría aquella extremidad. Intentó liberarse, pero únicamente consiguió aumentar su suplicio. Sintió impotente cómo sus huesos llegaban a un punto en el que no podrían ceder más sin romperse. Aterrado, empezaba a dar aquel brazo por perdido.
   –¿Crees que conseguirás a Tsuki haciendo esto? –intentó hacer entrar en razón a su agresor.
   Takumi no dijo nada por unos instantes, y de pronto se inclinó más para susurrarle al oído.
   –Estás advertido –dijo, justo antes de soltarle y desaparecer. Fue casi como si se hubiera evaporado en el aire.
   El vencido permaneció en el suelo, incapaz de mover su dolorido brazo.
   –¡Haku! –llamó Tsuki en ese momento, alarmada. Se acercó corriendo al herido y se agachó junto a él para ayudarle. Llevaba un kimono, pero aún estaba mojada, como si hubiera salido del agua a toda prisa–. ¿Qué ha pasado?
   –Me envían a decirte que vuelvas a la casa para planear el ataque al palacio.
   Raiko pensó que quizá debería evitar confesar que Takumi le atacó y dejar aquel asunto entre ellos dos. Pero Tsuki preguntó por el responsable.
   –¿Quién te ha hecho esto?
   El herido supo que si se negaba a responderle, ella insistiría, así que le dio la respuesta.
   –Takumi me ha atacado.
   –¿Takumi? ¿Qué coño hace ese psicópata? ¿Se ha vuelto completamente loco? ¿Estás bien?
   –No –reconoció el aludido. Entonces ella le hizo darse la vuelta–. Cuidado –reprimió una vez más el dolor, pero no pudo hacerlo de nuevo cuando su salvadora le arrancó sin previo aviso el shuriken del brazo. Después le cogió el otro brazo para que se tapara la herida con la mano–. ¡Ten cuidado! –se quejó una vez más.
   –Lo siento –se disculpó la chica. Raiko cogió instintivamente la mano de ella y la apretó con suavidad esperando que aquel contacto aliviara su tormento. Aquello consiguió su propósito, o esa fue la sensación que él tuvo. Tsuki miró impasible su propia mano y después el rostro de él, y apretó también la mano del herido, lo que éste no supo decir si era también por intentar aliviar su dolor o sólo por que le parecía un contacto agradable–. No me lo puedo creer… Casi te mata. ¿Te ha roto el brazo?
   –Ha faltado poco.
   –He venido en cuanto he oído tus gritos. Quizá ese psicópata se ha ido al darse cuenta de que venía. Esto ya es demasiado. Voy a tener que ocuparme de él antes de que llegue más lejos. ¿Por qué te ha atacado?
   –Por ti –el agredido evitó dar demasiados detalles.
   –Claro… ¿Puedes moverte?
   El herido probó a mover el brazo dañado.
   –Creo que no –respondió, dolorido.
   Tsuki le ayudó a levantarse, evitando cogerle por los brazos, y una vez en pie, él pudo desplazarse caminando solo hacia la residencia de los Karubo. Al ver el estado de Raiko, los demás guerreros se interesaron por lo que había pasado.
   –No importa, chicos –respondió su nueva líder, que se llevó al herido de allí para atender la herida de su brazo.
   Después ella fue a secarse y ponerse su equipamiento de lucha antes de volver con sus hombres.
   El grupo reunido hablaba de lo vital que era acabar con la emperatriz aquella misma noche, adelantándose al próximo ataque de los samurái. Todos estaban inquietos, sobre todo la joven líder, pues no sólo su grupo de rebeldes, sino también su casa, estaban en juego.
   La ofensiva no tenía mucho misterio. Consistía en colarse por los jardines del palacio saltando el muro, eliminar a los guardias y después subir por la fachada del edificio, buscar a la emperatriz y matarla, preferiblemente en un momento en que ésta estuviera sola o con la mínima compañía posible y salir de allí cuanto antes. Todo ello procurando que no hubiera más señal de su presencia allí que los cadáveres.
   Con el plan ya resuelto, los guerreros se prepararon para ponerlo en práctica. Tsuki sugirió que Raiko no participara, ya que estaba herido. Estos dos tuvieron una discusión, ya que él quería ayudarles y a ella le preocupaba que fuera un estorbo.
   –Necesito ir, Tsuki –explicó el antiguo monje.
   –Podrías echarlo todo a perder. Te quedarás aquí, y defenderás la casa con los demás que se quedarán también por si atacan en nuestra ausencia.
   –No. Tengo que ir con vosotros. Por favor.
   –¿Por qué? –indagó ella, molesta.
   –No puedo explicarlo, pero tengo que estar allí.
   La chica reflexionó un instante antes de responder.
   –No –resolvió tajante–. Hoy no. Esta vez es más importante que nunca que nos salga bien. Podría ser el ataque definitivo. Vamos a jugárnoslo todo con esto. Si lo estropeases… –apretó los labios en un gesto agresivo–. Quédate aquí, ¿entendido?
   Raiko asintió, pero en aquella ocasión no podía acatar las órdenes.
   “Perdóname, Tsuki –suplicó mentalmente–. Perdonadme todos”.
   Si iban a matar a Oyuki, se sentía obligado a estar al menos presente. Era una sensación relacionada con el honor. Todavía recordaba las enseñanzas de los samurái. Tenía el extraño presentimiento de que aquella noche pasaría algo grave, lo que le erizaba el vello, pero prefirió no decir nada al respecto. En parte habría agradecido no haber participado en el ataque, ya que así no había riesgo de que sus compañeros le confiaran a él la muerte de su hermana. Mantenía la necesidad de acercarse a Oyuki y tener la oportunidad de hablar con ella, motivo por el que habría insistido también en que le permitiesen matarla, aun sabiendo que probablemente no podría hacerlo. Podía echar a perder la oportunidad de los ninja de eliminarla al fin y provocar con ello la ira de éstos. Le preocupó especialmente la posibilidad de perder a Tsuki para siempre por desobedecerla o por echar a perder su gran misión.
   Pero aunque se maldecía a sí mismo por aquello, necesitaba correr el riesgo. Esperó unos minutos para asegurarse de que nadie volvía a requerir su presencia antes de partir hacia el palacio imperial. Después se apresuró a coger el equipamiento que creía necesario y comprobó que nadie le observaba. Recordó inquieto que Takumi podría estar escondido, vigilándole. Aun así, se puso en marcha, dando un rodeo para asegurarse de que nadie le veía, mimetizándose con la oscuridad entre
los árboles, adelantándose a los ninja que iban a atacar. Sabía que sus compañeros iniciarían la marcha en cualquier momento y que se desplazarían rápidamente, pudiendo seguirle de cerca. No se permitió rezagarse. Esperaba la posibilidad de que Takumi le interceptara en cualquier momento por el sendero del bosque de camino a la capital, por lo que zigzagueaba ligeramente para aumentar la dificultad de ser alcanzado por una flecha u otro shuriken. Miraba de tanto en tanto a su alrededor, desplazándose con sigilo para oír mejor cualquier sonido sospechoso.
   “Si Takumi me retiene o ve lo que estoy haciendo, seguro que informará a los otros”, reflexionó.
   Llegó a la ciudad sin que nadie diera señal de vida alguna, sin embargo no podía confiar en que no le hubiera seguido nadie. Al acercarse al palacio, esperó al momento en el que no sería visto y escaló el muro exterior para analizar la situación del otro lado. Quería llegar al edificio imperial sin llamar la atención matando a nadie, así que esperó el momento para sobrepasar el muro y avanzó ocultándose de los guardias entre la vegetación de los jardines. Llegó un momento en el que un centinela se detuvo en un lugar desde el que podría descubrirle si se movía de su escondite. El samurái se mantuvo allí largo rato, con su armadura y su katana. Se había sentado sobre una roca y se había quitado el yelmo. Parecía cansado. Raiko se impacientaba al no poder seguir avanzando.
Entonces vio una piedra cercana, la cogió y la lanzó lo suficientemene cerca del centinela para despistarle.
   Funcionó. El guerrero imperial se volvió alarmado hacia donde había oído el ruido, y el joven ninja salió rápidamente de su escondite, como una oscura sombra. Utilizó la cuerda con ganchos y escaló la pared del palacio. Una vez allí, se desplazó mirando por las ventanas buscando a Oyuki. Encontró algunas habitaciones vacías y oscuras, otras con sirvientes atendiendo distintas labores y en una un samurái meditando, hasta que finalmente encontró a su medio hermana. Ésta estaba tumbada boca abajo en una mesa de masajes. Estaba completamente desnuda, excepto por la prenda que la cubría de la cintura hasta el muslo. Tenía la cabeza apoyada sobre las manos y el cabello colgándole hacia el suelo. No se movía. Una profesional masajeaba su espalda.
   “Puede que tenga guardias junto a la puerta”, caviló el ninja.
   Esperó allí observando, con la esperanza de que la masajista saliese de allí cuanto antes y poder entrar. Pasaron varios minutos, durante los que aumentó su desesperación, ya que sus compañeros podrían aparecer en cualquier momento.
   Por fin, la empleada de los masajes se fue, aunque probablemente no tardaría en volver. Raiko no quiso perder la oportunidad. Abrió la ventana y entró con sigilo. Oyuki no miraba en su dirección. Se arriesgó a descubrir su rostro para que la máscara no distorsionase su voz y se deshizo también de los guantes para que la emperatriz no notase nada extraño.
   Al poner las manos sobre los hombros desnudos de ella, Oyuki se sobresaltó, como si no esperase aquel contacto.
   –Soy el ayudante de la otra mujer, Alteza –improvisó rápidamente el guerrero.
   No le preocupaba que su medio hermana pudiese reconocer su voz, pues sabía que se le había hecho más grave desde que tuvo dieciséis años.
   –Qué sigiloso –comentó ella–. No te he oído entrar. Y no sabía que ella vendría con alguien más. ¿Cuál es tu nombre?
   Raiko intentó inventarse un nombre, pero al ver que tardaba demasiado, decidió revelar su nombre falso, aquel por el que le conocían sus compañeros ninja. No le pareció una idea muy acertada, pero al menos no era su nombre auténtico.
   –Haku –dijo.
   –Sabes hacer masajes, ¿verdad, Haku?
   –Sí, Alteza –el aludido no tenía mucha idea de cómo se hacían realmente.
   –Bien, pues enséñame qué saben hacer esas manos.
   El ninja recordó la forma de masajear de Tsuki para reproducirlo en aquella ocasión. Masajeó la espalda de Oyuki durante un rato, agradeciendo que ésta no se quejase ni le mirase en ningún momento mientras pensaba en lo que quería decirle. Su mente rememoró los tiempos en los que vivía con ella, y con su padre; los pacíficos tiempos en los que pretendía ser un honorable samurái. ¿Cómo podía entonces imaginar que terminaría en un grupo que se oponía al gobierno de su hermana y lucharía contra los guerreros imperiales? Aquellos recuerdos le produjeron un nudo en la garganta que le impidió pronunciar palabra. Quería decirle a su hermana mayor que estaba allí, que estaba vivo y que no mató a su padre.
   Entonces recordó su situación, en la que podría ser descubierto en cualquier momento. Sus cuerdas vocales se liberaron y procedió con su plan.
   –¿Puedo haceros una pregunta, Alteza? –Procuró no ser brusco. Suplicó que ella siguiera sin mirarle.
   –Adelante –respondió la emperatriz tras un instante de duda.
   –Teníais un hermano, ¿verdad?
   –Sí. Medio hermano para ser exactos.
   –¿Raiko era su nombre?
   –Así es.
   –¿El que dicen que mató a su padre? ¿A vuestro padre?
   –Sí.
   –¿De verdad cometió semejante crimen?
   –Sí.
   –¿Vos creéis de verdad que vuestro hermano sería capaz de eso? –El príncipe desterrado intentaba no levantar sospechas de sus intenciones–. ¿Le visteis hacerlo?
   –Su espada atravesaba a mi padre desde el vientre hasta la espalda. No necesito ver más.
   –¿Y no podría haber cogido cualquier otro la espada y matar con ella a vuestro padre? Quizá pretendían inculparle.
   –No quiero hablar más de este asunto, ayudante. Mi hermano es un asesino. Si aún está vivo y le encuentro, le haré matar por su crimen. Sigue trabajando.
La respuesta de Oyuki había descubierto una faceta de ella que el guerrero nunca había visto. ¿Cómo podía creer que él era un asesino? Y había confesado que le mataría sin más si volvía a verle. ¿Habría sido pura fachada la Oyuki tierna y afable que conoció? ¿Le habría querido como a un hermano realmente alguna vez? ¿Habían sido fingidas todas sus muestras de afecto? ¿Cómo podía matarle sin siquiera permitirle dar su versión de los hechos? La cólera que crecía en ese momento en
el interior de Raiko le decía que matase a la emperatriz en ese mismo momento. Sin embargo, la profunda decepción que al mismo tiempo sentía, le impedía hacerlo.
   “No es mi hermana. Dejó de serlo desde hace al menos cinco años. Es la emperatriz, y la emperatriz es mi enemiga”, se repitió varias veces intentando darse ánimos. Llevó una mano a la empuñadura de su daga mientras seguía masajeando con la otra mano, pero no podía olvidar que compartían la sangre de su padre. No fue capaz de dar el golpe mortal.
   “Los hermanos intentando matarse el uno al otro. ¿Cómo hemos podido llegar a esto?” maldijo.
   Decidió salir de allí del mismo modo que había entrado. Volvió a ponerse los guantes, cubrió su rostro, y salió por la ventana, volviendo a cerrarla tras él. Oyuki ni siquiera pareció darse cuenta de su ausencia por el momento, pero no tardarían en descubrir que alguien indeseado había estado allí, y cuando lo hicieran, darían la alarma.
   Al descender hasta el suelo, vio que no había guardias, lo que le hizo pensar en Tsuki y sus hombres.
   “Ya están aquí”, dedujo.
   Se aseguró de que no le vería nadie salir, pero antes de llegar hasta el muro exterior, le sorprendió la peligrosa y gélida caricia del filo de una espada en su cuello.
   –¿Quién eres? –preguntó la dueña de aquel arma.
   –Tsuki –Raiko reconoció la voz–, soy Haku.
   –¿Haku? –Tsuki soltó al sorprendido. Entonces ambos pudieron mirarse mientras hablaban. Ninguno descubrió su rostro–. ¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras –por el tono de su voz, la guerrera empezaba a irritarse–. ¿Por qué lo has hecho?
   El aludido no tuvo tiempo de responder.
   –¡Alguien ha entrado en el palacio! –gritó un hombre en ese momento–. ¡Encontradlo!
   –Vámonos –ordenó Tsuki.
   Raiko huyó del palacio una vez más junto con la ninja y el resto de sus compañeros. Fue casi como si reviviera la noche en la que mataron a su padre. Agradeció que hubieran interrumpido la conversación, aunque sabía que tendría que confesar tarde o temprano, que no podría seguir mintiendo. ¿Qué mentira podría dar para explicar su presencia en el palacio?
   –¿Has podido ver a la emperatriz, Haku? –preguntó Tsuki cuando se dirigían con prisa de vuelta al refugio del bosque.
   –Te lo contaré cuando lleguemos a la casa –el antiguo monje intentó ganar tiempo.
   –Vas a contármelo ahora –insistió ella.
   –Por favor, ahora no –suplicó él, y la chica accedió a esperar a regañadientes.
   Llegaron a la residencia de los Karubo, donde reinaba la tranquilidad, y Tsuki volvió a insistir.
   –Hemos llegado –anunció, respirando con energía tras la carrera–. Empieza a hablar.
   El resto de los guerreros que fue a atacar el palacio imperial se situó junto a la chica, rodeando a Raiko en círculo. Querían también una explicación.
   –¿Podemos hablar en privado? –le preguntó el antiguo monje a su interlocutora, cohibido.
   –Dejadnos –ordenó ella, y los demás se dispersaron.
   Raiko quiso deshacerse de ellos no sólo por que se sentía más tranquilo hablando a solas con Tsuki, sino también por evitar enfrentarse a la ira que pudiera despertar en ellos. Solamente con la de ella tendría suficiente.
   –He visto a la emperatriz –confesó al fin.
   –¿Y has podido matarla?
   El interrogado pensó por un momento en mentir, pero había decidido que era el momento de sincerarse.
   –He podido matarla, pero no lo he hecho –sabía que aquello no le gustaría a su interlocutora. Se preparó para cualquier reacción.
   –¿Qué? –la chica alzó la voz–. ¿Has tenido la oportunidad de matarla y no lo has hecho? ¿Por qué, Haku? ¡Era la oportunidad que esperábamos desde el principio de la guerra!
   –Lo que te voy a decir ahora te va a sorprender –la guerrera miró a Raiko con recelo y hostilidad. Parecía dispuesta a desenfundar su espada en cualquier momento. La rabia resplandecía en sus ojos–. Yo no soy…
   –¡Nos atacan! –Un ninja dio la alarma.
   Tsuki miró en la dirección desde la que vendrían los atacantes, desenfundando ya su arma. Luego miró a Raiko de nuevo, antes de alejarse corriendo, impartiendo ordenes a sus hombres, preparando a su gente para defenderse. El antiguo monje la siguió poco después, dispuesto a luchar.
   Los samurái llegaron a caballo, con antorchas. Como previeron, en aquella ocasión eran más numerosos que en el último ataque. Su ejército parecía no tener fin. Los ninja intentaban defender su refugio con fiereza, pero eran muy pocos. Caían uno tras otro, mientras que las bajas de los atacantes eran mínimas.
   Raiko intentaba no perder de vista a Tsuki. Quería mantenerse cerca de ella y ayudarla, luchar a su lado. Aquella podría ser la última vez en la que lucharía con ella y su grupo rebelde. Quizá ni siquiera sobreviviesen a aquella noche. Aunque debido a la conversación que tenía aún pendiente con ella, con la que podría ganarse su enemistad para siempre, no se decidía a acercarse. Le producía un gran temor.
   Durante la batalla, vio que los samurái empezaban a lanzar sus antorchas contra la casa. Las llamas crecieron rápidamente. Las aterradas sirvientas de los Karubo empezaron a huir del lugar, pero sólo para ser masacradas sin contemplaciones por los guerreros imperiales, un sangriento espectáculo que hizo a Raiko preguntarse asqueado si de verdad eran aquellos los honorables guerreros de los que él pretendió formar parte en el pasado.
   El joven ninja maldijo con impotencia. El hogar de Tsuki y de su familia se reduciría a cenizas y escombros calcinados. Siguió luchando, hasta que vio a la chica correr hacia el interior de la casa. Algunos samurái la siguieron, pero no entraron en el ardiente edificio.
   “¿Qué está haciendo? –se preguntó Raiko, preocupado.
   Hubiera ido a buscarla, pero no habría podido protegerla del fuego o de los escombros que le pudiesen caer encima, así que siguió combatiendo, esperando ver salir del edificio cuanto antes a la temeraria guerrera. El miedo se apoderaba cada vez más de él. Temió que ella quisiera suicidarse o que no consiguiera salir viva.
   El fuego se reflejaba en sus enemigos, implantando un tono anaranjado en sus armaduras y un brillo amarillento en sus espadas, dándoles así un extraño aspecto demoníaco, un ejército sobrenatural enviado para acabar con los enemigos de la emperatriz. Eludió los letales filos que intentaban segar su vida, siempre atento a lo que pasara en la casa.
   De pronto la mayor parte del ardiente edificio se vino abajo.
   –Tsuki –susurró aterrorizado.
   –¡Retirada! –rugió uno de los ninja–. ¡Huid!
   Raiko se deshizo con renovada furia de los dos samurái que le acosaban en ese momento. Vio que los ninja supervivientes se dispersaban, cada uno seguido por un número variable de enemigos. Él se ocultó entre los árboles, y desde su escondite observó la enorme hoguera en la que se había convertido la residencia de los Karubo. Sus ojos empezaron a lagrimar de impotencia. Maldijo encolerizado a Oyuki por quitarle no sólo su antigua vida, sino también a aquel grupo de guerreros rebelde e incluso quizá a la mujer que amaba. Maldijo al asesino de su padre, a los samurái por servir a su hermana y masacrar a sus compañeros, a Toshiro por morir, a Tsuki por entrar en aquella trampa de fuego y dejarle sin siquiera poder contarle la verdad sobre su idenditad…
   Probablemente aquellos ninja no volvieran a reunirse después de aquella noche. El príncipe desterrado se había quedado solo.

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