Capítulo 8: LA DESHONRA DEL GUERRERO

La deshonra del guerrero

Capítulo 8 de mi novela.



8

   En la capital entró en algunos lugares de ocio, esperando poder oír algo interesante. En uno de esos lugares había un hombre de avanzada edad que conversaba con otros dos hombres. Al parecer había tomado una dosis excesiva de sake y eso liberó su lengua.
   –¿Sabéis una cosa? –decía el anciano ebrio. Hablaba muy cerca de sus colegas, como si pretendiera hablar en secreto, pero el tono de su voz era demasiado alto–. La emperatriz y su general… el honorable Ryuji Akimoto –pronunció aquellas palabras con mofa–, son amantes. Síiiiiiiii, sí… La perra le ofrece su imperial coño y el bastardo la monta cada maldita noche en el lecho imperial, después de ordenar asesinar a quién sabe cuantas buenas personas.
   Se tambaleaba mientras hablaba. Parecía luchar por mantener el equilibrio y en un par de ocasiones estuvo cerca de desplomarse en el suelo. Sus colegas le agarraron para impedirlo.
   –Deberías guardar silencio, amigo –sugirió uno de los que sujetaban al anciano.
   Pero aquel hizo caso omiso. Levantó el cuenco que sostenía en la mano y alzó aún más la voz para decir lo siguiente.
   –¡Que la emperatriz y el general procreen sin parar y tengan muchos emperadorcitos! –gritó–. Y que éstos nos gobiernen con tanta bondad como sus progenitores –más burla–. Aunque se dice que Ryuji está ya demasiado viejo para dejarla preñada, mientras que ella es muy joven. Y necesitará un heredero. No creo que le ceda el gobierno a otro que no sea de su sangre, así que no me extrañaría que su Alteza terminase negándole al general su bonito y joven agujero para ofrecérselo a cualquier
otro semental que pueda fecundarla.
   Raiko escuchaba atentamente, sin que aquellas palabras le afectaran de forma alguna, como si el tipo hablase de alguien desconocido. Ni siguiera estaba seguro de qué consideraba a su hermana después de hablar con ella la última vez. Miró al grupo de samuráis que había en un rincón del establecimiento. Éstos miraban fijamente al indiscreto anciano, unos ceñudos y amenazadores, con una mano sobre su espada. Otros con una sonrisa entre divertida y burlona, pero igual de peligrosa. Supo que aquello no acabaría bien para aquel hombre.
   –¡Eso no es cierto, amigo! –gritó otro hombre más joven desde otro lado del establecimiento, sonriente y tan ebrio como el primero, si no más–. No son amantes. Es sólo que la emperatriz permite que el viejo general la monte para asegurarse su servicio. Para utilizarle y mantenerse en el poder.
   –Son amantes –insistió el anciano–. Aunque puede que ella le utilice, ya que ambos conspiraron para asesinar al emperador y hacerse así con el imperio. Nuestra joven emperatriz asesinó a su propio padre. Eso es así. Qué casualidad que el emperador muriera cuando ella alcanzó la mayoría de edad, ¿verdad? El general traicionó al emperador para follarse a su preciosa hija y de paso gobernar con ella.
   –¿Y qué hay del hermano de la emperatriz? –volvió a hablar el otro hombre, y Raiko prestó aún más atención–. Dicen que el cobarde escapó cuando supo de las intenciones de la perra de su hermana. Y que está reuniendo su propio ejército en alguna parte para combatirla y recuperar el palacio.
   “Escapé, sí. Pero no por esa razón. Y ojalá tuviera un ejército”, se dijo el joven ninja. Supuso que aquello no eran más que rumores o los desvaríos de unos borrachos. No pudo dar crédito a nada de lo que esos hombres decían sobre Oyuki, pero le preocupó cómo podrían afectar a su reputación los rumores que hablaban sobre él.
   –No, no, no –siguió el anciano–. Su Alteza asesinó también a su hermano, que era el heredero de su padre, para usurpar el poder. Igual que sus asesinos samurái asesinaron a mi hermano cuando se negó a venderles su mercancía. Era un inofensivo campesino…
   –Se acabó, señores –intervino uno de los samurái, que ya se acercaba a los alegres conversadores seguido por sus compañeros, todos ya con los yelmos puestos–. Acompáñennos.
   Unos guerreros imperiales agarraron al anciano mientras otros iban a por el otro hombre y forzaron a ambos a salir del lugar.
   –No pienso ir con vosotros a ninguna parte, puercos asesinos –replicó el anciano mientras intentaba librarse de las garras de los samurái–. Sé muy bien lo que queréis de mí: mi cabeza. Sólo por decir la verdad. Como seguro que os llevasteis la de mi hermano. Y aunque reconozco que mi cabeza no me gusta demasiado, prefiero que siga donde está. Muchas gracias. ¡Quitadme las zarpas de encima!
   –No vais a llevároslo –Los que acompañaban al anciano ebrio se interpusieron entre éste y los guerreros.
   –Muy bien. Entonces moriréis aquí –anunció el guerrero imperial.
   Desenfundó su katana y sus compañeros le imitaron. Entonces atravesó con su arma a uno de sus opositores y otro hizo lo propio con el otro tipo.
   En ese momento estalló el caos en el lugar. Muchos de los presentes empezaron a escupir improperios contra los samurái y a lanzarles cuencos, con contenido o sin él, antes de abalanzarse sobre los asesinos. Uno de los guerreros imperiales salió corriendo del lugar, mientras los suyos intentaban defenderse de los enfurecidos ciudadanos, para volver poco después con refuerzos. Las fuerzas de la emperatriz empezaron a invadir el lugar y a asesinar a cualquier ciudadano que se cruzaba en su camino, tanto a hombres como a mujeres, viejos o jóvenes. Ni siquiera se libraron los que únicamente intentaban escapar para salvar sus vidas. Únicamente se salvaban quienes permanecían inmóviles.
   Raiko no supo qué hacer. Quería acercarse a alguno de los samurái por la espalda y cortarle el cuello, pero preveía que, si se movía, moriría. Sus enemigos eran demasiado numerosos. Se mantuvo quieto, palpando la daga que tenía oculta bajo el kimono mientras observaba la carnicería, impotente, esperando que nadie se fijara en él y encontrar la oportunidad de salir de allí.
   Cuando la masacre terminó, los samurái se llevaron a los dos borrachos y al resto de los supervivientes –a excepción de quienes trabajaban allí– y les arrastraron hasta un carromato de prisioneros tirado por caballos, con paredes de madera y barras metálicas en las pequeñas ventanas. Allí había ya cuatro cautivos más. Antes de arrojar a los nuevos prisioneros al interior del transporte, les registraron, por lo que el ninja maldijo. Suplicó que no encontrasen su daga, pero al llegar su turno, se la arrebataron.
   –¿Qué pretendías hacer con esto, chico? –preguntó el samurái que le registró, sosteniendo el arma en la mano. Raiko no respondió–. Puede que tengamos a un problemático –advirtió a sus compañeros, otro guerrero empujó al cautivo al interior del carromato.
   Los cautivos se agitaban inquietos. Algunas mujeres gimoteaban. Algunos hombres escupían improperios contra sus captores. Sólo los cuatro hombres que había allí encerrados ya antes de que el resto llegara, observaba a sus nuevos compañeros tranquilamente, con sonrisas maliciosas y miradas ceñudas.
   –¿Adónde nos llevan? –preguntó un anciano.
   –A Nara, abuelo –informó uno de los tipos de expresión maliciosa, el que tenía el pelo más largo–. Donde tendréis el “honor” de servir a una familia noble.
   –Ya. Como prisioneros… –afirmó el anciano.
   El transporte se puso en marcha, y los cautivos se mantuvieron en silencio. Allí empezó a oler a sudor. Algunas mujeres seguían gimoteando y muchos se mantenían abrazados a sus conocidos del sexo opuesto. Durante el trayecto, Raiko, que pasó el tiempo pensando en cómo escapar, se fijó en que uno de los primeros cautivos miraba fijamente a una de las mujeres que había frente al ninja, una de las más jóvenes y de aspecto delicado que iba acompañada por otro hombre.
   De repente el tipo de la expresión extraña se acercó lentamente a la chica y la obligó a mirarle.
   –Creo que tú vas a hacerme el cautiverio más ameno, preciosa.
   La chica eludió el contacto rápidamente, asustada, y se refugió tras el que parecía ser su pareja. Éste, que lo había visto todo, se dispuso a defenderla.
   –Déjala en paz, degenerado. Es mi novia –comentó amenazador.
   Su interlocutor rió divertido.
   –¿Qué es esto? ¿Un héroe? –preguntó.
   El tipo extraño miró por un momento a sus compañeros y luego golpeó al defensor en el rostro con una mano de revés. A continuación le incrustó el puño en el estómago para después propinarle un codazo en la espalda cuando su víctima estaba inclinada hacia delante. Raiko pensó que debía hacer algo. Miró a los compañeros del agresor, quienes lo observaron todo con amplias sonrisas, sin moverse de su sitio. Supo que si intentaba algo contra el violento sujeto, sus colegas correrían a ayudarle, y sería sólo uno contra cuatro. Si alguno de los demás cautivos hubiera hecho algo por aquella pareja, podría haber animado al joven ninja a alzarse en su defensa.
   “Malditos cobardes... –pensó irritado–. Se revelaron contra los samurái y ahora no están dispuestos a hacer lo mismo contra esos desgraciados”.
   Recordó entre maldiciones que ya no tenía su daga. Cuando el acompañante de la chica estaba en el suelo retorciéndose de dolor, el agresor empezó a propinarle brutales patadas por todas partes.
   –¡No, basta, por favor! –suplicó la chica, llorando desesperada–. ¡Que alguien le ayude!
   Cuando el agresor creyó que su víctima no volvería a interponerse, se dirigió al resto de los prisioneros.
   –Que esto os sirva de lección a todos –dijo triunfal.
   Volvió a centrar su atención en la chica, que lloraba apoyada contra la pared del carromato. Quienes estaban junto a ella se apartaron, dejándola sola ante el peligroso hombre, que se acercó mucho a ella–. Ahora serás mía –anunció sonriente.
   El tipo besó de forma agresiva el cuello de la asustada mujer mientras la inmovilizaba atrayéndola hacia sí por la cintura con un brazo y agarraba con fuerza uno de sus senos con la otra mano.
   –¡No! –Ella intentó librarse de su yugo, con una expresión entre de tristeza y asco.
   Aquello ya fue demasiado. Raiko dio un paso adelante, dispuesto a intervenir, aun a riesgo de acabar como la pareja de la chica. Estaba casi seguro de que el tipo, que era más corpulento que él, sería capaz de violarla allí mismo, en presencia de todos.
   Pero antes de que pudiera decir una palabra, dos samurái irrumpieron en el carromato, haciendo que el repulsivo sujeto se apartara de su víctima. El ninja retrocedió lentamente, con la esperanza de que la acosada se librase por fin de aquel tipo, tanto por aquel día como por los siguientes.
   –¿Qué está pasando aquí? –indagó el primer guerrero que entró, con su katana en la mano. Entonces se fijó en el hombre herido del suelo–. ¿Quién ha hecho eso?
   No hubo respuesta. Raiko estuvo tentado de confesar, pero una vez más temió que aquellos tipos le encontrasen en otro momento durante su cautiverio y le destrozaran a golpes o le mataran. Se fijó de nuevo en el culpable, que pareció lanzar una mirada amenazadora a la chica de reojo, como advirtiéndole de que mantuviera la boca cerrada.
   Pareció evidente quién fue el autor de la paliza, pues el samurái se dirigió al agresor.
   –Has sido tú, ¿verdad? –preguntó amenazador.
   –El cabrón ha intentado quitarme a mi chica, jefe –el tipo, que sonreía impasible, atrajo a la mujer hacia sí, como para hacer creer a su interlocutor que era de verdad su chica–. Tenía que defender su honor.
   –Acompáñanos –ordenó el samurái.
   –Sí, jefe.
   El tipo besó con afán a la chica antes de salir del carromato, y ella no se resistió, limitándose únicamente a apretar los ojos y los labios con fuerza. Otros dos guerreros imperiales se llevaron al herido. Raiko maldijo la posibilidad de que aquel hombre llegase a salirse con la suya.
   Recorrieron el resto del camino sin la presencia del violento sujeto en el carromato, oyéndose de tanto en tanto en el exterior sonidos producidos por golpes. Quizá los samurái golpeaban al tipo.
   Al llegar a una zona rural, faltando poco para el amanecer, hicieron bajar del carromato a los prisioneros.
   –Habéis sido detenidos por oposición a la emperatriz –comentó un guerrero imperial–. Ahora trabajaréis para una familia noble de esta ciudad:Nara. Cumplid con vuestras obligaciones y volveréis a casa. Haced cualquier tontería y moriréis.
   En aquel lugar había más prisioneros. Guiaron a los nuevos en grupos hacia una pequeña cabaña para cada uno, cerca de la residencia de tres pisos que pertenecía a la familia Otaka, la familia para la que trabajarían. Allí pasarían las noches, en futones en el suelo, vigilados por patrullas de samurái.
   Raiko vio que el hombre que acosó a la chica en el carromato seguía allí. Iba con el torso desnudo, y tenía marcas de golpes recientes en su espada. Éste se unió sonriente a sus tres compañeros, y el ninja agradeció que los samurái asignasen a esos cuatro hombres una de las casas para ellos solos.
   “Los considerarán peligrosos”, supuso agradecido.
   En cuanto al acompañante de la chica acosada se lo llevaron a la casa de los Otaka y no se le volvió a ver durante días.
   Los cautivos con los que Raiko compartía cabaña pasaron largo rato aquella noche maldiciendo su situación. Alguno informó de que intentaría escapar en cuanto viera una oportunidad, y otros intentaban persuadirle. El joven ninja escuchaba con atención en silencio, tumbado en su futón, mirando al techo. Deseó poder ayudar a esa gente a escapar, pero aunque conservaba el uniforme minja bajo el kimono, carecía de armas.
   “Quizá Tsuki habría sabido qué hacer”, caviló desalentado.
   Examinó el lugar por si había algo que le pudiera servir como arma o cualquier otra cosa útil, sin hallarlo, y pensó que quizá debía intentar colarse en la residencia de los Otaka. Pero probablemente no conseguiría gran cosa con ello, y si le cogían, estaba muerto. Por el momento decidió cumplir con sus obligaciones, dispuesto a esperar a que le liberasen sin dar problemas, aunque no confiaba demasiado en que fuera cierto que los prisioneros pudiesen recuperar la libertad.
   Las labores de los cautivos consistían en trabajar la tierra, cultivar distintas plantas y recolectar los frutos. Trabajar la tierra era un trabajo agotador. Al joven guerrero le habría gustado desprenderse del uniforme ninja para estar más fresco, pues sudaba mucho en cada jornada y se acercaba el verano pero, si alguien encontraba el uniforme, podría tener problemas. Durante el trabajo, algunos de los prisioneros hablaban sobre asesinar a los samurái con las herramientas de campo y escapar. El príncipe desterrado también había estudiado algo así.
   –Somos prisioneros de la emperatriz –comentó un hombre–. No podemos confiar en que nos liberen. Lo más probable es que nos mantengan aquí de por vida o nos maten en cuanto dejemos de ser útiles.
   –No seas idiota –replicó otro–. ¿Hasta dónde crees que llegarías? Podrían darte caza a caballo y cortarte la cabeza o llenar tu espalda de flechas si intentas fugarte.
   Por las mañanas de los días posteriores, Raiko vio que los cuatro hombres de expresión maliciosa se paraban para observar a los demás prisioneros salir de sus respectivas cabañas, como si estudiaran quién se alojaba en cada una de ellas, lo que le dio muy mala espina. Un día dejaron de observar.
   Los prisioneros nunca vieron a ningún miembro de los Otaka. Un día empezaron a rumorear que aquellos no tenían descendencia o que sólo habitaba allí un hombre o una mujer. En cualquier caso debía ser alguien simpatizante de la emperatriz.
   Llegó el verano, y los días allí fueron de lo más rutinario. Los cautivos aprovechaban por la noche, antes de dormir, para conversar entre ellos y conocerse. Raiko compartía cabaña con un par de pescadores bastante jóvenes, dos cocineros –uno de cada sexo– y un músico. Se preguntaban entre ellos si habían cometido algún crimen o les habían cogido sin más, como a muchos de los prisioneros. El único que confesó haber delinquido fue el músico, que dijo haber asesinado una vez a un samurái, algo que los mismos guerreros imperiales desconocían o, de lo contrario, lo más probable sería que el artista estuviera ya muerto. El joven ninja prefirió no contar nada de su condición de guerrero, ni de los Karubo, ni nada relacionado con ello para evitar problemas, y conservó su falsa identidad.
   Trabajaban desde la mañana temprano hasta el anochecer, parando únicamente unos minutos durante el día para comer y toda la noche para dormir. Comían tres veces al día, y el menú consistía siempre en arroz, fruta y agua. Además les permitían darse un baño por la noche de uno en uno en una pequeña bañera circular de madera que había en una pequeña cabaña independiente. Solamente un par de hombres intentó escapar durante todo ese tiempo, y fueron cazados como animales.
   Una noche, cuando se preparaban todos ya para dormir, Raiko se extrañó al oír la voz de uno de los cuatro hombres peligrosos, al que reconoció como el de pelo largo. Se asomó por la ventana para ver a dónde se dirigían. Aunque apenas podía verles en la oscuridad, comprobó que iban hacia la piscina. Al principio no le pareció extraño, y estuvo a punto de ir a acostarse. Pero antes de hacerlo, vio que aquellos tipos se detenían, dos de ellos a cada lado de la puerta.
   “¿Esperan a que salga alguien de ahí?” se preguntó preocupado.
   Puede que sólo esperasen a poder entrar, pero tratándose de esos tipos… El ninja se preguntó si sería la chica a la que magreó uno de ellos quien estaría dándose un baño y la que estaría allí sola.
   “¿Por qué no dejarán encerrados a esos en algún sitio?” maldijo frustrado.
   Observó intranquilo a esos hombres, hasta que vio salir de allí a la chica acosada, como había temido. Antes de que ésta pusiera un pie fuera de la cabaña, los cuatro hombres entraron allí a toda prisa, empujando a su víctima de nuevo al interior y cerrando la puerta tras ellos.
   –Mierda –susurró mientras salía corriendo de su cabaña para socorrer a la chica.
   –¡Eh! –Dos samuráis le sorprendieron al salir, los mismos que echaban un vistazo por las noches a las cabañas para verificar que estaba todo en orden–. ¿Adónde vas, chico? –preguntó uno de ellos, alarmado. Pero Raiko no podía perder tiempo dando explicaciones. Probablemente los guardias no le creyeran y se limitaran a devolverle a su cabaña, sin acercarse a la pequeña cabaña a comprobar siquiera lo que pasaba, y la chica necesitaba ayuda cuanto antes. Si aquellos desgraciados lograban su objetivo, quizá lo repetirían, con la misma víctima o quizá con otra. Miró por un momento a los guerreros imperiales antes de echar a correr hacia la cabaña de la piscina–. ¡Eh! –volvió a gritar el carcelero, ahora desenvainando su espada, y se lanzaron en persecución del que parecía ser un fugitivo, lo que éste agradeció, pues le ofrecería protección ante los tipos cuyo sucio propósito pretendía interrumpir–. ¡Alto!
   Otro samurái salió al paso de Raiko para detenerle, pero éste se libró de su garra con agilidad. Llevado por la tensión del momento, casi agredió a su enemigo con alguna técnica marcial de los ninja, pero aquello habría sido un error. Vio que más enemigos se unían a su persecución, aunque supo aliviado que llegaría a su destino antes de que le cogieran.
   Llegó hasta la puerta del lugar y comprobó que estaba cerrada. Desde el interior se oía a la mujer llorar y gritar aterrada, mientras sus agresores le exigían estarse quieta. El ninja procedió a abrir la puerta de madera embistiéndola con fuerza para romper el cierre. Al entrar en el lugar, casi cayendo al suelo tras el impacto, vio que la chica estaba tendida en el suelo, con la falda del kimono rota de abajo arriba dejando expuestas aquellas piernas que agitaba intentando liberarse. Tres de aquellos tipos, que le habían arrancado el fundoshi, la sujetaban, uno por los brazos y los otros dos por las piernas, mientras que el del pelo largo estaba ya sobre ella. Volvió a maldecir al ver por un instante cómo las caderas del tipo embestían con fuerza contra las de ella. Supo que había llegado tarde.
   –¡Soltadla! –rugió enfurecido, lanzándose a repartir puntapiés entre los violadores.
   A dos de ellos les golpeó en la cara, provocándoles una hemorragia nasal. Cuando aquellos intentaron cogerle, llegaron los samurái.
   –¡Quietos! –ordenó uno de ellos.
   La chica permaneció en el suelo llorando, cubriendo sus partes expuestas con manos y piernas. Los colegas del violador se detuvieron, con expresiones de rabia en su rostro, como si maldijeran no poder matar al chico que les golpeó. Pero el del pelo largo hizo caso omiso de los carceleros y se lanzó contra el joven ninja.
   –Te voy a arrancar las tripas, niño de mierda –anunció encolerizado.
   –¡Eh, tú! –gritó el mismo samurái. El hombre de pelo largo lanzó un puñetazo contra el rostro de Raiko, pero éste lo esquivó. Antes de que pudiera atacar de nuevo, el violador tenía la espada de un samurái en el cuello.
   –Tranquilízate… –sugirió en tono de advertencia el dueño de aquel arma.

Capítulo 1 aquí.
Capítulo 2 aquí.
Capítulo 3 aquí.
Capítulo 4 aquí.
Capítulo 5 aquí.
Capítulo 6 aquí.
Capítulo 7 aquí.

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